La lluvia de flechas cesó, y Ryana levantó la cabeza. Un grupo de altas figuras salió de las sombras circundantes, quizás una docena o más, todas ellas sosteniendo ballestas: elfos y semielfos. Y a su cabeza se encontraba una figura familiar.
– ¡Tú! -exclamó Ryana.
Se trataba del ladrón de la taberna. Y, al cabo de un instante, Sorak apareció a su lado. Los ojos de la sacerdotisa se abrieron de par en par al contemplarlo; estaba cubierto de sangre de pies a cabeza.
– ¡Sorak!
– No sucede nada -dijo él-. La sangre no es mía.
– ¡Debieras haberlo visto! -intervino el ladrón-. ¡Se portó de un modo magnífico! ¡Los semigigantes caían como moscas ante él! -Se volvió y habló a sus camaradas-. ¡No os lo dije, incrédulos! ¡Realmente, él es el rey del que hablaban las leyendas!
– Ya os he dicho que no soy ningún rey -replicó Sorak.
– Empuñas a Galdra, la espada de los antiguos reyes elfos.
– ¡Una espada no convierte en rey a nadie!
– Ésa sí.
– ¡Entonces tómala!
– ¡Yo, no! -respondió el ladrón-. Tú eres el elegido.
– ¡Te estoy diciendo que yo no soy el elegido!
– ¿Podríais vosotros dos discutir eso más tarde? -inquirió Korahna-. Este barrio está plagado de guardas, y no tenemos mucho tiempo.
– Os escoltaremos -dijo el ladrón-. Es lo mínimo que puedo hacer para compensaros.
– Ya nos has compensado -repuso Sorak-. Limítate a sacarnos de aquí.
– Hemos de llegar hasta la muralla norte, junto a los patios de piedra -indicó Korahna.
– En esta dirección, entonces -dijo él-. Conozco el camino más corto.
Nadie mejor que los ladrones para conocer todas las callejuelas y callejones.
Echaron a correr por calles sinuosas y callejones estrechos repletos de desperdicios mientras algunos de sus acompañantes se quedaban rezagados para cubrir la retaguardia. Las dos mujeres se esforzaron por mantener el ritmo marcado por los elfos, para los que aquello era un simple trotecillo. No tardaron mucho en llegar a los patios de piedra, una amplia zona abierta cerca de la muralla norte de la ciudad, donde se recibían los enormes bloques de piedra extraídos de las canteras para ser cortados en trozos más pequeños que pudieran utilizar los artesanos de la ciudad.
Avanzando con rapidez por el patio iluminado por la luz de las lunas, Korahna los condujo a través del laberinto de bloques de piedra amontonados por todas partes, mientras la mayoría de los elfos se iban quedando atrás para repeler una posible persecución. Alcanzaron por fin la muralla norte de la ciudad y corrieron junto a ella hasta llegar a las casuchas del otro extremo del patio. Korahna se detuvo unos instantes para orientarse.
– Por aquí -dijo, introduciéndose por un estrecho callejón. Empezó a contar las puertas. No se trataba de un callejón, sino de una calle, aunque apenas si era más ancha que los hombros de Sorak.
Se encontraban en la parte más pobre de la ciudad, donde las barracas estaban tan amontonadas que hacían que los barrios bajos de Tyr parecieran el barrio templario en comparación. Al llegar a la séptima puerta de la derecha, Korahna se detuvo y llamó suavemente siete veces. Aguardaron, llenos de nerviosismo, y al poco rato tres lentos golpes de respuesta les llegaron desde el interior. Korahna volvió a llamar, y la puerta se abrió.
Entraron en una habitación que más bien parecía un ropero por su tamaño. Una pequeña lámpara barata proyectaba la poca luz existente, iluminando un jergón en el suelo y unas pocas y toscas piezas de mobiliario construidas a base de restos, una mesa baja hecha con tablones y un pequeño taburete de tres patas. No había espacio para nada más. El anciano que había abierto la puerta iba vestido con harapos, y la rala cabellera gris le caía lacia sobre los hombros. Sin una palabra, sin siquiera echar una ojeada a los desconocidos que habían penetrado en su exiguo alojamiento, se encaminó arrastrando los pies hacia el jergón de madera donde dormía, se inclinó sobre él y, con un gruñido, lo apartó de la pared para dejar al descubierto una trampilla de madera situada debajo.
– Es un túnel pequeño y estrecho -advirtió Korahna-, y tendréis que arrastraros. Pero pasa por debajo de la muralla y va a salir fuera de la ciudad. Una vez allí, tendréis que apañároslas solos.
– En ese caso volveremos a despedirnos -dijo Sorak, abrazándola-. Te debemos nuestras vidas. Y también a ti, amigo -añadió, dirigiéndose al ladrón y tendiéndole la mano.
En lugar de tomarla, el otro le obsequió con una profunda reverencia.
– Ha sido un privilegio, mi señor. Espero que un día, muy pronto, volvamos a encontrarnos.
– Tal vez -repuso Sorak- Y no me llames «mi señor».
– Sí, mi señor.
– ¡Aaah! -exclamó el elfling, levantando los brazos.
El anciano abrió la trampilla.
– Daos prisa -los apremió Korahna-. Cuanto más tiempo permanezcamos aquí, mayor es el riesgo.
Sorak le cogió la mano y la besó.
– Gracias, alteza -dijo.
– ¡Marchaos! ¡Rápido!
El joven se introdujo en el interior del túnel.
– Adiós de nuevo, hermana -se despidió Ryana-. Te echaré de menos.
– Y yo, a ti.
Se fundieron en un rápido abrazo, y luego Ryana siguió a Sorak al interior del agujero. La puerta se cerró detrás de ellos, y la muchacha se encontró sumida en una total oscuridad; extendió las manos frente a ella y detectó una pequeña abertura, apenas lo bastante ancha para arrastrarse por ella.
– ¿Sorak?
– Adelante -respondió él, desde el interior del pasadizo-; pero mantén la cabeza agachada.
Se introdujo como pudo por la abertura y empezó a avanzar a gatas. No veía nada en absoluto. Se sintió como emparedada y se preguntó qué sucedería si el túnel se desplomaba sobre ellos; tragó saliva y siguió arrastrándose. Le pasó entonces por la cabeza, que aquél era un lugar ideal para las serpientes y las arañas venenosas. ¿Por qué tenía que pensar en esas cosas ahora? Le alegró que Sorak avanzara por delante de ella, porque eso significaba que, de existir cualquier telaraña en el túnel, él la rompería antes de que ella se la encontrara de cara. Quizá no fuera una actitud muy considerada por su parte, pero al menos era sincera.
Tras lo que le pareció un larguísimo período de tiempo, notó por fin cómo el túnel ascendía ligeramente. Y entonces llegó al final del pasadizo. Se dio cuenta de ello porque chocó de cabeza contra la pared. Retrocedió, con un juramento, y se frotó la cabeza, luego palpó a su alrededor. Había una abertura sobre su cabeza y unos peldaños de madera delante de ella; ascendió unos tres metros y al cabo sintió cómo la mano de Sorak se cerraba sobre su muñeca para ayudarla a salir. Aspiró con fuerza el agradable aire fresco de la noche y notó que soplaba una leve brisa. Se encontraban en un bosquecillo junto a lo que primero pensó era un arroyo, y luego se dio cuenta de que era un canal de riego. Estaban a unos diez o doce metros de las murallas de la ciudad, aunque la distancia que ella había recorrido a gatas le había parecido mucho mayor.
– Odio los túneles -dijo, y empezó a sacudirse el polvo de las ropas hasta que advirtió que no servía de mucho. Después de todo por lo que habían pasado, sus ropas estaban mugrientas y rotas en varios sitios. Sorak tampoco tenía mucho mejor aspecto. En realidad, el suyo era aún peor, porque estaba todo él cubierto de sangre seca, recubierta a su vez de una capa de suciedad.
– No me mires así -la reconvino él-. Tú no tienes mucho mejor aspecto.
Como estaban en medio de un bosque de árboles de agafari, a salvo de miradas, Ryana se quitó la ballesta del hombro y desabrochó el talabarte; luego dejó caer la mochila al suelo, y se introdujo en el canal. Era una sensación maravillosa sentir cómo el agua le acariciaba el rostro.