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– ¿Y bien? -dijo ella-. ¿Vas a entrar, o piensas pasar el resto del viaje con aspecto de cadáver?

Él contestó con una mueca y, tras quitarse también el talabarte y la mochila, se metió a su vez en el canal. El agua les llegaba hasta el pecho y ambos se sumergieron por completo, para acto seguido restregarse el rostro y las ropas.

– Sólo nos faltaría ahora que nos atrapasen aquí, bañándonos, después de todo lo que hemos pasado -comentó Ryana.

– Yo no tentaría al destino si fuera tú -replicó Sorak.

– Sí, mi señor.

– ¡Cállate! -El joven la roció de agua.

– Sí, mi señor. -Ahora fue ella quien le echó el agua. De improviso, los dos se encontraron riendo y salpicándose el uno al otro como no lo habían hecho desde que eran niños pequeños y jugaban en el estanque situado junto al templo. Al cabo de un rato, treparon fuera del canal y descansaron unos instantes sobre la orilla, chorreando agua.

– Eso fue estupendo -dijo ella, y levantó la vista hacia los árboles.

– Disfruta de esa sensación -replicó él-. Ya no veremos más agua hasta que lleguemos a las Montañas Mekillot.

– Supongo que lo mejor será que iniciemos la marcha y pongamos tanta distancia como podamos entre nosotros y la ciudad, mientras siga siendo de noche.

Sorak se incorporó y se abrochó el talabarte.

– Si no fuera porque no tengo ninguna otra espada, me sentiría muy tentado de arrojar ésta al canal -afirmó.

– Bonita manera sería ésa de tratar un regalo de la gran señora -repuso Ryana, echándose la mochila a la espalda.

El joven desenvainó la espada y la contempló.

– La espada de los reyes elfos -dijo con frialdad; luego suspiró-. ¿Por qué me tiene que tocar a mí?

– Deberías sentirte agradecido -replicó Ryana-. Ha salvado nuestras vidas.

– Pero, para empezar, las ha puesto en peligro -señaló él con ironía. Envainó el arma-. De todos modos, es una espada preciosa y fabulosa.

– Y aún nos resultará muy necesaria -indicó ella. Se pusieron en camino, y echaron a andar por el bosquecillo, manteniéndose bajo su protectora capa todo el tiempo posible.

– Resulta extraño no tener a Korahna con nosotros -comentó Sorak mientras andaban-. Había empezado a cogerle cariño.

– Igual que yo -asintió Ryana-. Al principio, no me gustó, pero demostró ser mucho más de lo que daba a entender su aspecto. ¿Crees que estará a salvo?

– No; pero tampoco creo que ella quisiera que fuera de otro modo.

– Al menos tendrá la posibilidad de descansar un poco -dijo Ryana con una sonrisa-. Todos los músculos de mi cuerpo están doloridos y agotados.

– Intentaremos encontrar un lugar resguardado para descansar un poco cuando se haga de día -repuso Sorak-. Tenemos por delante un largo viaje.

– Supongo que Chillido no podrá conseguir un kank…

– ¿En la Llanura de Marfil? Yo no contaría con ello. Y no es muy probable que encontremos kanks salvajes tan cerca de la ciudad. No, me temo que no tenemos otra elección que ir a pie.

– ¿Crees que nos perseguirán?

– A lo mejor. Pero sospecho que creerán que hemos encontrado refugio con la Alianza del Velo, y primero registrarán la ciudad buscándonos. Para cuando se les ocurra que hemos conseguido salir de las murallas de la ciudad, estaremos ya muy lejos.

No tardaron en alcanzar el final del bosquecillo, tras el cual acres de cultivos de campos de arroz se extendieron ante sus ojos. Se abrieron paso por los campos anegados, pasando junto a haciendas aisladas en las que no brillaba luz alguna, los dos demasiado cansados para conversar. A poco, llegaron a un terreno más pobre en vegetación. El terreno se inclinaba ligeramente, y Ryana comprendió que no tardarían mucho en llegar al desierto otra vez. Habían llenado sus odres de agua allá en el canal, pero sabía que tendría que hacer durar el agua tanto tiempo como fuera posible; y lo más probable era que no fuera el suficiente. Cuando amaneció ya habían llegado a una loma y se detuvieron para descansar entre las rocas.

En cuanto el sol salió, la joven miró al otro lado de la elevación y descubrió, a lo lejos, una inmensa extensión de tierra blanca que resplandecía bajo el sol de la mañana.

– La Gran Llanura de Marfil -anunció Sorak.

Mucho más lejos, Ryana consiguió distinguir el perfil de las Montañas Mekillot, su siguiente destino.

– Bueno -repuso con aire resignado-, siempre quise marchar en largo peregrinaje. -Suspiró-. Aunque esto no es exactamente lo que yo pensaba.

No obtuvo respuesta por parte de Sorak. Se volvió y lo encontró tumbado en el suelo bajo la sombra de las rocas, profundamente dormido. Esta vez, el Vagabundo no hizo su aparición, ni tampoco ninguno de los otros; el agotamiento del cuerpo que compartían los había alcanzado finalmente a todos.

– Duerme bien, Nómada -dijo, tumbándose cuan larga era a su lado-. Los dos nos hemos ganado nuestro descanso.

Cerró los ojos y pensó en los bosques de las Montañas Resonantes, en el caudaloso río y en el inmenso dosel formado por los árboles, que ahora le parecía como si perteneciera a otra vida. Por un instante se preguntó cómo habría sido la vida si hubiera decidido no seguir a Sorak y permanecido en el templo villichi. Habría sido, se dijo, una vida agradable, tranquila y serena… y por completo previsible. No se arrepentía de nada. Y, mientras se sumía en un profundo sueño, sonrió.

Epílogo

Los fatigados viajeros parecían totalmente exhaustos allí dormidos uno junto al otro sobre la resguardada repisa rocosa que daba a la llanura. Dormían a la sombra, protegidos por el saliente de piedra mientras el oscuro sol se alzaba sobre ellos, reverberando en una miríada de destellos sobre la inmensa extensión de sal y cristal de cuarcita que era la Gran Llanura de Marfil. Les esperaba un largo y duro viaje cuando despertaran, y, cuando llegaran a la Montañas Mekillot, tendrían que enfrentarse a desafíos aún mayores. Con un suspiro, la figura vestida de blanco pasó una mano larga y huesuda sobre la superficie del cristal mágico, y ésta se nubló. Los rostros de los cansados viajeros se desvanecieron como si desaparecieran en una neblina. La enorme y perfecta esfera se tornó tan negra como el terciopelo negro sobre el que descansaba su soporte de plata.

– Dejemos que descansen un rato, Kinjara -dijo el Sabio, dando la espalda a la bola-. Ya los observaremos en otra ocasión.

El singular kirre a rayas blancas y negras emitió un sordo gruñido que fue elevando su tono; luego alzó la enorme cabeza y los dos cuernos parecidos a los de un carnero, y agitó la larga cola de púas.

– ¿Qué sucede, Kinjara? ¿Tienes hambre?

El kirre respondió con un gruñido.

– Bueno, pues no me mires a mí. Ya sabes dónde está la puerta. Si tienes hambre, caza. Así son las cosas.

El kirre emitió un lastimero gruñido.

– No me vengas con éstas. Sí, claro que sigo siendo tu amigo. Pero eres una criatura salvaje y, sólo porque te facilite cobijo y amistad, no debes esperar que empiece también a alimentarte. Eso no haría más que convertirte en una criatura consentida.

El animal volvió a gruñir y puso al descubierto los enormes dientes, irritado mientras se alzaba del suelo sobre sus ocho musculosas patas y se encaminaba con ágil elegancia a la puerta.

– Eso es un gatito bueno -dijo el Sabio-. Y recuerda nuestro acuerdo: no mates ningún pájaro.

El kirre respondió con un gruñido.

– No, lo siento. Ningún ave y eso es definitivo. No pienso permitir que me mires con ojos hambrientos cuando mis alas empiecen a brotar. Ya sé cómo sois los de tu clase.

Grrrrr.

– Y tú también. Vete ahora, busca.

Otra figura cubierta con una túnica y encapuchada se acercó desde el otro extremo de la habitación. A primera vista, se la podría haber tomado por humana, excepto que era muy grande, con más de metro ochenta de altura, y sumamente ancha en los hombros y parte superior del torso. Existían también otras peculiaridades en sus proporciones: los brazos parecían extraordinariamente largos, y las manos mostraban tan sólo cuatro dedos parecidos a garras, terminados en afiladas uñas; también los pies, enormes y parecidos a los de un ave, recordaban más a zarpas que a pies; y por debajo de la túnica asomaba una cola reptiliana. A medida que la figura se acercaba a la luz, el rostro oculto por la capucha empezó a hacerse visible. No era ni remotamente humano. El pico abierto mostraba hileras de pequeños dientes muy afilados, y los ojos amarillentos de saurio estaban recubiertos de membranas nictitantes. La extraña criatura emitió una serie de graves sonidos chasqueantes.