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El anciano Baldini seguía ante la ventana, contemplando con hostilidad el río iluminado por los rayos oblicuos del sol poniente. Las barcazas se deslizaban lentamente hacia el oeste, en dirección al Pont Neuf y el puerto de las Galerías del Louvre. Ninguna de ellas navegaba en contra de la corriente, sino que tomaban el brazo del río del otro lado de la isla. Allí todo era arrastrado por la corriente, barcazas llenas y vacías, botes de remos y los barcos planos de los pescadores, mientras las aguas doradas y turbias formaban remolinos y seguían su curso, lentas, caudalosas, incontenibles. Y cuando Baldini miró hacia abajo en sentido vertical, siguiendo la fachada de la casa, tuvo la impresión de que la corriente horadaba los cimientos del puente y sintió vértigo.

Había sido un error comprar la casa del puente y otro todavía mayor comprarla del lado que daba al oeste. Así tenía siempre ante su vista la corriente eterna del río, comunicándole la sensación de que tanto él mismo como su casa y la riqueza amasada durante muchos decenios desaparecerían con la corriente río abajo y de que él era demasiado viejo y débil para luchar contra la fuerza de las aguas.

Muchas veces, cuando tenía cosas que hacer en la orilla izquierda, en el barrio de la Sorbona o de Saint-Sulpice, no iba por la isla y el Pont Saint-Michel, sino que daba un rodeo por el Pont Neuf, porque en este puente no habían construido casas. Y entonces se colocaba ante el pretil que daba al este y miraba río arriba para contemplar al menos por una vez la corriente fluyendo hacia él; y durante un rato gozaba imaginando que la tendencia de su vida se había invertido, los negocios y la familia prosperaba, las mujeres acudían a su encuentro y su existencia, en lugar de desvanecerse, se alargaba cada vez más.

Sin embargo, al alzar un poco la vista, veía su casa a pocos centenares de metros de distancia, frágil y estrecha, encaramada en el Pont au Change y veía la ventana de su despacho en el primer piso y se veía a sí mismo ante la ventana, contemplando el río y la corriente, como ahora. Y entonces se desvanecía el bonito sueño y Baldini, detenido en el Pont Neuf, daba media vuelta, más deprimido que antes, deprimido como ahora, cuando dio la espalda a la ventana y fue a sentarse ante el escritorio.

12

Delante de él estaba el frasco con el perfume de Pèlissier. El líquido lanzaba destellos de un color castaño dorado bajo la luz del sol, diáfano, sin el menor enturbiamiento. Parecía inocente como el té claro y contenía, sin embargo, junto a cuatro quintas partes de alcohol, una quinta parte de una mezcla secreta capaz de revolucionar toda una ciudad. Esta mezcla podía componerse a su vez de tres o de treinta sustancias diferentes en una proporción determinada entre innumerables proporciones posibles. Era el alma del perfume -si podía hablarse de alma en relación con el perfume de un comerciante tan glacial como Pèlissier- y ahora se trataba de averiguar en qué consistía.

Baldini se sonó con parsimonia y bajó un poco la persiana porque la luz directa del sol era perjudicial para cualquier perfume, así como para la intensa concentración del olfato. De un cajón del escritorio sacó un pañuelo blanco de encaje y lo desdobló. Entonces abrió el frasco mediante un pequeño giro del tapón, manteniendo la cabeza echada hacia atrás y las ventanas de la nariz apretadas, porque no deseaba en modo alguno oler directamente del frasco y formarse así una primera impresión olfatoria precipitada. El perfume debía olerse en estado distendido y aireado, nunca concentrado. Salpicó el pañuelo con algunas gotas, lo agitó en el aire, a fin de evaporar el alcohol, y se lo puso bajo la nariz. Con tres inspiraciones cortas y bruscas, inhaló la fragancia como un polvo, expiró el aire en seguida, se abanicó, volvió a inspirar tres veces y, tras una profunda aspiración, exhaló por último el aire con lentitud y deteniéndose varias veces, como dejándolo resbalar por una escalera larga y lisa. Tiró el pañuelo sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla.

El perfume era asquerosamente bueno. Aquel miserable de Pèlissier era por desgracia un experto, un maestro, ¡maldita sea!, aunque no hubiera aprendido nada. Baldini deseó que el "Amor y Psique" fuera suyo. No tenía nada de vulgar, era absolutamente clásico, redondo y armonioso y, pese a ello, de una novedad fascinadora. Era fresco, pero no atrevido, floral, sin ser empalagoso. Tenía profundidad, una profundidad marrón oscura, magnífica, seductora, penetrante, cálida, y a pesar de ello no era excesivo ni denso.

Baldini se levantó casi con respeto y volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. "Maravilloso, maravilloso… -murmuró, oliendo con avidez-, tiene un carácter alegre, es amable, es como una melodía, hasta inspira un buen humor inmediato… Tonterías, buen humor!" Y tiró de nuevo el pañuelo sobre la mesa, esta vez con ira, se volvió de espaldas y fue al rincón más alejado del aposento, como avergonzado de su entusiasmo.

Ridículo! Dejarse arrancar tales elogios. "Como una melodía. Alegre. Maravilloso. Buen humor". Majaderías! Bobadas infantiles. Una impresión momentánea. Un viejo error. Una cuestión de temperamento. Su herencia italiana, claro. No juzgues mientras hueles! Esta es la primera regla, Baldini, viejo idiota! ¡Huele primero y no emitas ningún juicio hasta que hayas olido! "Amor y Psique" es un perfume equilibrado. Un producto impecable. Una chapucería muy bien hecha, por no decir una mezcla chapucera, puesto que de un hombre como Pèlissier no podía esperarse otra cosa. Un individuo como Pèlissier no podía fabricar un perfume adocenado; el canalla sabía mezclar con pericia, aturdir el sentido del olfato con una perfecta armonía, el sujeto dominaba como un lobo con piel de cordero el arte olfatorio clásico, era, en una palabra un monstruo con talento. Y esto era peor que un chapucero de buena fe.

Pero tú, Baldini, no debes dejarte impresionar. Durante unos segundos te has quedado atónito ante la primera impresión de esta chapucería; ¿pero acaso sabes cómo olerá dentro de una hora, cuando se hallan evaporado las sustancias más volátiles y aparezca la esencia verdadera? ¿O cómo olerá esta noche, cuando sólo queden esos componentes pesados y oscuros que ahora apenas se olfatean bajo el camuflaje de unos pétalos odoríferos? ¡Espera entonces, Baldini!

La segunda regla dice: El perfume vive en el tiempo; tiene su juventud, su madurez y su vejez. Y sólo puede calificarse de acertado cuando ha emanado su grata fragancia con la misma intensidad durante las tres diferentes épocas. ¡Cuán a menudo ha sucedido que una mezcla hecha por nosotros ha olido con una maravillosa frescura a la primera prueba, a fruta podrida al poco tiempo y al final a algalia pura, porque pusimos una dosis demasiado alta! Hay que tener mucho cuidado con la algalia! Una gota de más equivale a una catástrofe. Es un error muy antiguo. Quién sabe… ¿y si Pèlissier hubiera puesto demasiada algalia? Quizá esta noche su ambicioso "Amor y Psique" despida olor a orina de gato. Ya veremos.

Y lo oleremos. Del mismo modo que un hacha afilada divide el tronco en las astillas más pequeñas, nuestra nariz separará todos los detalles de su perfume. Entonces quedará demostrado si esta supuesta fragancia seductora ha surgido o no de los elementos más conocidos y normales. Nosotros, los Baldini, perfumistas, descubriremos las triquiñuelas de ese mezclador de vinagres de Pèlissier. Le arrancaremos el antifaz de la cara y enseñaremos al novato cómo es capaz de trabajar el viejo artesano. Imitaremos con toda exactitud su perfume de moda. De nuestras manos saldrá una copia tan perfecta, que ni el galgo sabrá diferenciarla del modelo. ¡No! ¡Esto no es suficiente para nosotros! ¡Lo mejoraremos! Le encontraremos faltas y se las enseñaremos y se las pasaremos por la nariz: ¡Eres un chapucero, Pèlissier! ¡Una mofeta hedionda! ¡Un advenedizo en el negocio de los perfumes y nada más que un advenedizo!