Y ahora, ¡al trabajo, Baldini! ¡Con la nariz agudizada para que huela sin sentimentalismos! ¡Para que descomponga la fragancia según las reglas del arte! ¡Esta misma noche tienes que estar en posesión de la fórmula!
Y se precipitó de nuevo hacia el escritorio, sacó papel y tinta y un pañuelo limpio, lo ordenó todo delante de él e inició su estudio analítico, procediendo de la siguiente manera: se pasó rápidamente bajo la nariz el pañuelo humedecido con perfume e intentó captar un componente aislado de la fragante nube, sin dejarse invadir por el conjunto de la compleja mezcla; y entonces, mientras sostenía el pañuelo lo más lejos posible de su rostro, anotó de prisa el nombre de la parte olfateada y volvió a pasarse el pañuelo por la nariz para entresacar el siguiente fragmento de aroma…
13
Trabajó durante dos horas sin interrupción y sus movimientos se volvieron cada vez más frenéticos, más rápido el crujido de la pluma sobre el papel y mayor la dosis de perfume con que salpicaba el pañuelo antes de llevárselo a la nariz.
Ahora ya no olía casi nada, hacía rato que las sustancias volátiles que respiraba le habían aturdido y ni siquiera era capaz de reconocer de nuevo lo que al principio del experimento creía haber analizado sin lugar a dudas. Sabía que no tenía sentido continuar olfateando. Jamás llegaría a averiguar la composición del nuevo perfume; esta noche, no, desde luego, pero tampoco mañana, cuando con ayuda de Dios su nariz se hubiese recuperado. Nunca había conseguido aprender a utilizar el olfato para este fin. Captar por separado los elementos de un perfume era un trabajo antipático y repugnante para él; no le interesaba dividir una fragancia más o menos buena en las partes que la componían. Lo mejor sería dejarlo.
No obstante, su mano continuaba humedeciendo mecánicamente el pañuelo de encaje con delicados movimientos practicados mil veces, agitándolo y pasándolo con rapidez por delante del rostro y, también mecánicamente, inhalando una porción de aire perfumado y expulsándolo en pequeñas cantidades, tal como mandaban las reglas. Hasta que por fin la propia nariz le liberó del tormento, mediante una hinchazón alérgica que la cerró por completo con un tapón céreo. Ahora ya no era capaz de oler nada y apenas podía respirar; tenía la nariz tapada como por un grave resfriado y los lagrimales le goteaban.
¡Gracias a Dios! Ahora sí que podía, sin remordimientos de conciencia, dar por terminado el experimento. Ya había cumplido con su deber y hecho todo lo posible conforme a las reglas del arte, aunque infructuosamente, como ocurría con tanta frecuencia. "Ultra posse nemo obligatur". Se acabó el trabajo. Mañana temprano enviaría a buscar a casa de Pèlissier un gran frasco de "Amor y Psique" para perfumar con él el cuero español encargado por el conde Verhamont. Y después cogería su maletín lleno de jabones anticuados, "sentbons", pomadas y almohadillas perfumadas y haría la ronda de los salones de ancianas duquesas. Y un día se moriría la última duquesa anciana y con ella su última cliente. Él sería también un anciano y tendría que vender su casa a Pèlissier o a otro de los advenedizos con dinero, que tal vez le darían unas dos mil libras por ella. Entonces haría el equipaje, una o dos maletas y viajaría a Italia con su anciana esposa, si ésta aún no había muerto. Y si él sobrevivía al viaje, compraría una pequeña casa de campo en Mesina, donde todo era barato y allí moriría Giuseppe Baldini, en un tiempo el mayor perfumista de París, arruinado, cuando Dios quisiera llamarle a su seno. Y así tenía que ser.
Tapó el frasco, dejó la pluma y se pasó por última vez el pañuelo empapado por la frente. Notó la frescura del alcohol evaporado y nada más. Entonces se puso el sol.
Baldini se levantó. Subió la persiana y se asomó a la luz del atardecer, que iluminó su cuerpo hasta las rodillas, dándole el aspecto de una antorcha incandescente. Vio el ribete rojo del sol detrás del Louvre y un resplandor más débil sobre los tejados de pizarra de la ciudad. Abajo, el río brillaba como el oro y los barcos habían desaparecido. Soplaba algo de viento, pues las ráfagas formaban escamas en la superficie, que centelleaba aquí y allí como si una mano gigantesca esparciera millones de luises de oro sobre el agua, y la dirección de la corriente pareció cambiar en un momento dado y fluir hacia Baldini como una marea de oro puro.
Los ojos de Baldini estaban húmedos y tristes. Durante un rato permaneció inmóvil, observando la magnífica vista. De repente, abrió la ventana de par en par y lanzó al aire, describiendo un gran arco, el frasco del perfume de Pèlissier. Lo vio caer y, por un momento, la rutilante alfombra de agua se dividió.
La habitación se inundó de aire fresco; Baldini respiró hondo y notó que desaparecía la hinchazón de su nariz. Entonces cerró la ventana y, casi simultáneamente, anocheció. La imagen dorada y refulgente de la ciudad y del río se convirtió en una silueta grisácea. La habitación se quedó oscura de improviso. Baldini adoptó la misma posición de antes y miró con fijeza por la ventana. "Mañana no enviaré a nadie a casa de Pèlissier -dijo, agarrando con ambas manos el respaldo de su silla-. No lo haré. Y tampoco haré la ronda de los salones, sino que iré al notario y pondré a la venta mi casa y mi negocio. Esto es lo que haré. Ya basta!"
Su rostro adquirió una expresión infantil y obstinada y se sintió súbitamente muy feliz. Era de nuevo el de antes, el joven Baldini, valiente y resuelto como siempre a plantar cara al destino, aunque esta vez plantarle cara significase retroceder. ¡Qué remedio! No podía hacer otra cosa. El tiempo, insensible, no le dejaba otra elección. Dios nos da buenas y malas épocas, pero no quiere que en estas últimas nos quejemos y lamentemos, sino que reaccionemos virilmente. Y en esta ocasión le había hecho una señal.
La imagen engañosa de la ciudad, en tonos rojos y dorados, había sido una advertencia: ¡Actúa, Baldini, antes de que sea demasiado tarde! Tu casa aún se sostiene, tus almacenes están llenos, aún podrás conseguir un buen precio por tu negocio a punto de quebrar. Las decisiones aún están en tu mano. Envejecer modestamente en Mesina no fue nunca tu objetivo en la vida, pero es más digno y grato a Dios que arruinarte pomposamente en París. Que triunfen los Brouet, Galteaux y Pèlissier; Giuseppe Baldini les deja el campo libre. Pero lo hace por propia voluntad y con la cabeza erguida!
Ahora estaba incluso orgulloso de sí mismo y sentía un inmenso alivio. Por primera vez desde hacía muchos años empezaba a disminuir el calambre de la espalda que le tensaba la nuca y encorvaba los hombros de forma servil y pudo enderezarse sin esfuerzo, relajado, libre y feliz. Percibió claramente la fragancia de "Amor y Psique" que impregnaba la habitación, pero ya no le afectó. Baldini había cambiado su vida y sentía un maravilloso bienestar. Ahora mismo subiría a ver a su esposa para comunicarle sus decisiones y después peregrinaría hasta Notre-Dame y encendería una vela para agradecer a Dios su bondadosa advertencia y la increíble fuerza de voluntad que acababa de infundirle.
Con un ímpetu casi juvenil, encasquetó la peluca sobre su calva, se puso la levita azul, cogió el candelero que estaba encima del escritorio y abandonó la estancia. Apenas hubo encendido la vela de la palmatoria del rellano para iluminar la escalera que subía a la vivienda, cuando oyó sonar la campanilla de la planta baja. No era el bonito tintineo persa de la puerta principal, sino el repique estridente de la entrada de los proveedores, un ruido muy desagradable que siempre le había molestado. Muchas veces había querido hacerla desmontar y sustituirla por una campanilla más armoniosa, pero el gasto le disuadía de ello y ahora, con una risa sofocada, se le ocurrió de repente que ya no importaba; vendería la insolente campanilla junto con la casa. De ahora en adelante daría la lata al nuevo propietario!