– La fórmula es el alfa y omega de todo perfume -explicó Baldini con severidad, porque ahora quería poner fin a la conversación-. Es la indicación, hecha con rigor científico, de las proporciones en que deben mezclarse los distintos ingredientes a fin de obtener un perfume determinado y único; esto es la fórmula. O la receta, si comprendes mejor esta palabra.
– Fórmula, fórmula -graznó Grenouille, enderezándose un poco ante la puerta-; yo no necesito ninguna fórmula. Tengo la receta en la nariz. ¿Queréis que os haga la mezcla, maestro, ¿queréis que os la haga? ¿Me lo permitís?
– ¿Qué dices? -gritó Baldini, alzando bastante la voz y sosteniendo el candelero ante el rostro del gnomo-. ¿Qué mezcla?
Por primera vez, Grenouille no retrocedió.
– Todos los olores que se necesitan están aquí, todos aquí, en esta habitación -dijo, señalando hacia la oscuridad-. ¡Esencia de rosas! ¡Azahar! ¡Clavel! ¡Romero…!
– ¡Ya sé que están aquí! -rugió Baldini-. ¡Todos están aquí! Pero ya te he dicho, cabezota, que no sirven de nada cuando no se tiene la fórmula!
– ¡…Y el jazmín! ¡El alcohol! ¡La bergamota! ¡El estoraque! -continuó graznando Grenouille, indicando con cada nombre un punto distinto de la habitación, tan sumida en tinieblas que apenas podía adivinarse la sombra de la estantería con los frascos.
– ¿Acaso también puedes ver de noche? -le gritó Baldini-. No sólo tienes la nariz más fina, sino también la vista más aguda de París, ¿verdad? Pues si también gozas de buen oído, agúzalo para escucharme: Eres un pequeño embustero. Seguramente has robado algo a Pèlissier, le has estado espiando, ¿no es eso? ¿Creías, acaso, que podías engañarme?
Grenouille se había erguido del todo y ahora estaba todo lo alto que era en el umbral, con las piernas un poco separadas y los brazos un poco abiertos, de ahí que pareciera una araña negra aferrada al marco de la puerta.
– Concededme diez minutos -apremió, con voz bastante fluida y os prepararé el perfume "Amor y Psique". Ahora mismo y en esta habitación. "Maitre", concededme cinco minutos!
– ¿Crees que te dejaré hacer chapuzas en mi taller? ¿Con esencias que valen una fortuna? ¿A ti?
– Sí -contestó Grenouille.
– Bah! -exclamó Baldini, exhalando todo el aire que tenía en los pulmones. Entonces respiró hondo, contempló largo rato al arácnido Grenouille y reflexionó. En el fondo, es igual, pensó, ya que mañana pondré fin a todo esto. Sé muy bien que no puede hacer lo que dice, es imposible, de lo contrario, sería aún más grande que el gran Frangipani. Pero ¿por qué no permitirle que demuestre ante mi vista lo que ya sé? Si no se lo permito, a lo mejor un día en Mesina -con la edad uno se vuelve extravagante y tiene las ideas más estrambóticas- me asalta el pensamiento de no haber reconocido como tal a un genio del olfato, a un ser superdotado por la gracia de Dios, a un niño prodigio… Es totalmente imposible; todo lo que me dicta la razón dice que es imposible, pero tampoco cabe duda de que existen los milagros. Pues bien, cuando muera en Mesina, en mi lecho de muerte puede ocurrírseme esta idea: Aquel anochecer en París cerraste los ojos a un milagro… ¡Esto no sería muy agradable, Baldini! Aunque este loco eche a perder unas gotas de esencia de rosas y tintura de almizcle, tú mismo las habrías malgastado si el perfume de Pèlissier no hubiera dejado de interesarte. ¿Y qué son unas gotas -a pesar de su elevadísimo precio- comparadas con la certidumbre del saber y una vejez tranquila?
– ¡Escucha! -exclamó con voz fingidamente severa-. ¡Escúchame bien! He… A propósito. ¿cómo te llamas?
– Grenouille -contestó éste-, Jean-Baptiste Grenouille.
– Ah -dijo Baldini-. Pues bien, escucha, Jean-Baptiste Grenouille. He reflexionado. Te concedo la oportunidad, ahora, inmediatamente, de probar tu afirmación. También es una oportunidad para que aprendas, después de un fracaso rotundo, la virtud de la modestia -tal vez poco desarrollada a causa de tus pocos años, lo cual podría perdonarse-, imprescindible para tu futuro como miembro del gremio y tu condición de marido, súbdito, ser humano y buen cristiano. Estoy dispuesto a impartirte esta enseñanza a mis expensas porque debido a unas circunstancias determinadas hoy me siento generoso y, quién sabe, quizá llegará un día en que el recuerdo de esta escena alegrará mi ánimo. ¡Pero no creas que podrás tomarme el pelo! La nariz de Giuseppe Baldini es vieja pero fina, lo bastante fina para descubrir en el acto la más pequeña diferencia entre tu mezcla y este producto -y al decir esto extrajo del bolsillo el pañuelo empapado de "Amor y Psique" y lo agitó ante la nariz de Grenouille-. ¡Acércate, nariz más fina de París! ¡Acércate a esta mesa y demuestra lo que sabes! ¡Cuida, no obstante, de no volcar ni derramar nada! ¡No cambies nada de sitio! Ante todo, necesitamos más luz. Queremos una gran iluminación para este pequeño experimento, ¿no es verdad?
Y mientras hablaba, cogió otros dos candeleros que estaban al borde de la gran mesa de roble y los encendió, hecho lo cual los colocó en hilera en el borde posterior, apartó el cuero y dejó libre el centro de la mesa. Entonces, con movimientos a la vez reposados y ágiles, reunió los utensilios del oficio, que guardaba en un pequeño anaqueclass="underline" el matraz grande y barrigudo para las mezclas, el embudo de vidrio, la pipeta, las probetas grande y pequeña, y los puso por orden sobre la mesa.
Entretanto, Grenouille se había desprendido del marco de la puerta. Durante el pomposo discurso de Baldini había ido perdiendo la expresión tensa y vigilante; sólo oyó el consentimiento, el sí, con el júbilo interior de un niño que ha conseguido sus propósitos porfiando con insistencia y se ríe de las condiciones, restricciones y exhortaciones morales vinculadas a la concesión. Inmóvil, por primera vez más parecido a un hombre que a un animal, dejó que le resbalara la verborrea de Baldini, sabiendo que ya había subyugado al hombre que acababa de ceder a su pretensión.
Mientras Baldini seguía atareado encendiendo las velas, Grenouille se deslizó hacia el lado oscuro del taller, donde estaban los estantes con los valiosos aceites, esencias y tinturas, y eligió, siguiendo las seguras indicaciones de su olfato, los frascos que necesitaba. Eran nueve: esencia de azahar, esencia de lima, esencia de clavel y de rosa, extracto de jazmín, bergamota y romero, tintura de almizcle y bálsamo de estoraque, que fue cogiendo y colocando sobre el borde de la mesa. Por último, arrastró una bombona que contenía alcohol de elevada graduación y entonces se situó detrás de Baldini -todavía ocupado en ordenar con lenta pedantería los utensilios para la mezcla, adelantando uno y retirando un poco el otro para que todo guardase el orden establecido y recibiera la mejor luz de las velas- y esperó, temblando de impaciencia, a que el viejo retrocediera para hacerle sitio.
– Ya está! -exclamó por fin Baldini, apartándose-. Todo lo que necesitas para tu… llamémoslo, benévolamente, experimento, se encuentra a tu alcance. ¡No rompas ni derrames nada! Porque, escúchame bien: estos líquidos cuyo empleo te está permitido durante cinco minutos, son tan valiosos y raros, que en tu vida volverás a tenerlos en las manos en forma tan concentrada.
– ¿Qué cantidad deseáis que os haga, maestro? -preguntó Grenouille.
– ¿Qué… has dicho? -murmuró Baldini, que aún no había terminado su discurso.
– ¿Qué cantidad de perfume? -graznó Grenouille-. ¿Cuánto queréis? ¿Debo llenar esta botella grande hasta el borde? -Y señaló el matraz para mezclas, capaz para tres litros como mínimo.
– ¡No, claro que no! -gritó, horrorizado, Baldini, impulsado por el temor, tan arraigado como espontáneo, de que se derrochara algo de su propiedad. Y como si le avergonzase aquel grito revelador, añadió casi en seguida:
– ¡Y tampoco deseo que me interrumpas cuando estoy hablando!