A intervalos, cuando el producto de destilación era ya como agua, apartaban el alambique del fuego y lo abrían y volcaban para vaciarlo. La materia cocida era blanda y pálida como la paja húmeda, como huesos emblanquecidos de pequeños pájaros, como verduras hervidas demasiado rato, fibrosa, pastosa, insípida, reconocible apenas, repugnante como un cadáver, sin rastro de su olor original. La tiraban al río por la ventana. Entonces se procuraban más plantas frescas, vertían agua en el alambique y volvían a ponerlo sobre el fuego. Y de nuevo el caldo empezaba a borbotear y otra vez la savia viva de las plantas fluía dentro de la botella florentina. A menudo pasaban así toda la noche. Baldini se cuidaba del horno y Grenouille atendía las botellas; no podía hacerse nada más durante la operación.
Se sentaban en taburetes alrededor del fuego, fascinados por la abombada caldera, ambos absortos, aunque por motivos bien diferentes. Baldini gozaba viendo las brasas del fuego y el rojo cimbreante de las llamas y el cobre y le gustaba oír el crujido de la leña encendida y el gorgoteo del alambique, porque era como volver al pasado. ¡Entonces sí que había de qué entusiasmarse! Iba a buscar una botella de vino a la tienda, porque el calor le daba sed, y beber vino también le recordaba el pasado. Y pronto empezaba a contar historias de antes, interminables. De la guerra de sucesión española, en la cual había participado, luchando contra los austriacos; de los "camisards", a quienes había ayudado a hacer insegura la región de Cèvennes; de la hija de un hugonote de Esterel, que se le había entregado, seducida por la fragancia del espliego; de un incendio forestal que había estado a punto de provocar y que se habría extendido por toda la Provenza, más deprisa que el amén en la iglesia, porque soplaba un furioso mistral; y también hablaba de las destilaciones, una y otra vez, de noche y a la intemperie, a la luz de la luna, con vino y los gritos de las cigarras, y de una esencia de espliego que había destilado, tan fina y olorosa, que se la pesaron con plata; de su aprendizaje en Génova, de sus años de vagabundeo y de la ciudad de Grasse, donde había tantos perfumistas como zapateros en otros lugares, y tan ricos que vivían como príncipes en magníficas casas de terrazas y jardines sombreados y comedores revestidos de madera donde comían en platos de porcelana con cubiertos de oro, etcétera…
El viejo Baldini contaba estas historias mientras iba bebiendo vino y las mejillas se le encendían por el vino, por el calor del fuego y por el entusiasmo que suscitaban en él sus propios relatos. En cambio, Grenouille, sentado un poco más a la sombra, no le escuchaba siquiera. A él no le interesaban las viejas historias, a él sólo le interesaba el nuevo experimento. No perdía de vista el delgado conducto que salía de la tapa del alambique y por el que fluía el hilo del líquido destilado. Y mientras lo miraba, se imaginaba a sí mismo como un alambique en el que el agua borboteaba como en éste y del que fluía también el producto de destilación, pero mejor, nuevo, extraordinario, el producto de aquellas plantas exquisitas que él había cultivado en su interior, que allí florecían, olfateadas sólo por él mismo, y que con su singular perfume podían transformar el mundo en un fragante jardín del Edén donde la existencia sería soportable para él en el sentido olfativo. Grenouille se entregaba al sueño de ser un gran alambique que inundaba el mundo con la destilación de sustancias creadas por él mismo.
Pero mientras Baldini, inspirado por el vino, seguía contando historias cada vez más extravagantes sobre épocas pasadas y a medida que hablaba se dejaba dominar más y más por la propia fantasía, Grenouille abandonó pronto su extravagante ensoñación, borró de su mente la idea de ser un gran alambique y se puso a reflexionar sobre el modo de aplicar sus conocimientos recién adquiridos a unas metas mucho más cercanas.
19
Al cabo de poco tiempo era un especialista en el campo de la destilación. Descubrió -y en ello le ayudó más su olfato que todas las reglas de Baldini- que el calor del fuego ejercía una influencia decisiva sobre la calidad del producto destilado. Cada planta, cada flor, cada madera y cada fruto oleaginoso requería un tratamiento especial. A veces era necesario provocar mucho vapor, otras, acelerar la cocción y muchas flores daban mejores resultados si exudaban con la llama muy baja.
De importancia similar era la preparación. La menta y el espliego podían destilarse en ramitos enteros, mientras otras necesitaban ser picadas finamente, troceadas, trituradas, raspadas, machacadas o incluso maceradas antes de añadirse a la caldera de cobre. Y muchas otras plantas no se dejaban destilar, lo cual era una amarga frustración para Grenouille.
Baldini, al ver la seguridad con que Grenouille manejaba el aparato, le dejó en plena posesión del mismo y Grenouille aprovechó al máximo esta libertad. Durante el día mezclaba perfumes y preparaba otros productos y condimentos aromáticos y por las noches se dedicaba exclusivamente al misterioso arte de la destilación. Su plan era producir nuevas y perfectas sustancias odoríferas a fin de convertir en realidad por lo menos algunas de las fragancias que llevaba en su interior. Al principio logró pequeños éxitos. Consiguió obtener un aceite de flores de ortiga y otro de semillas de berro, un agua con corteza de saúco recién arrancada y otra con ramas de tejo. Los productos destilados apenas guardaban algún parecido con las sustancias originales, pero aun así eran lo bastante interesantes para servir de base a elaboraciones ulteriores. En cambio, había sustancias que hacían fracasar por completo el experimento.
Por ejemplo, Grenouille intentó destilar el olor del vidrio, el olor arcilloso y frío del vidrio liso, imperceptible para las personas normales. Se procuró cristal de ventana y de botella y lo partió en grandes trozos, en cascos gruesos y finos y, por último, lo pulverizó… todo en vano. Destiló latón, porcelana y cuero, grano y guijas; destiló tierra, sangre, maderas y pescado fresco, incluso sus propios cabellos. Al final destiló agua, agua del Sena, cuyo olor singular le pareció digno de preservarse. Con ayuda del alambique, creía poder arrancar a estas sustancias su aroma característico, tal como era posible hacerlo con el tomillo, el espliego, y las semillas de comino. Ignoraba que la destilación no es más que un procedimiento para separar las partes volátiles y menos volátiles de las sustancias mezcladas y que sólo era útil para la perfumería en la medida en que aislaba el aceite etéreo y volátil de ciertas plantas de los restos parcial o totalmente inodoros.
En el caso de sustancias carentes de este aceite volátil, la destilación no tenía, naturalmente, ningún sentido. Esto resulta muy claro para los hombres de la actualidad que poseemos nociones de física, pero Grenouille tuvo que aprenderlo a través de una larga y ardua cadena de intentos fallidos. Durante meses se sentó noche tras noche ante el alambique, intentando por todos los medios imaginables obtener fragancias radicalmente nuevas, fragancias todavía inexistentes en la tierra en forma concentrada, y aparte de algunas ridículas esencias vegetales, no consiguió el resultado apetecido. Del pozo profundo e inconmensurablemente rico de su imaginación no pudo extraer ni una sola gota de una esencia perfumada concreta, ni un átomo de lo que había captado con su olfato.
Cuando comprendió con claridad su fracaso, interrumpió los experimentos y cayó gravemente enfermo.
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Comenzó con una fiebre muy alta, acompañada de sudores los primeros días y más tarde de innumerables pústulas, que aparecieron al saturarse los poros de la piel; el cuerpo de Grenouille se cubrió de pequeñas ampollas rojas, muchas de las cuales reventaron, derramando su contenido acuoso para llenarse de nuevo poco después. Otras crecieron hasta convertirse en verdaderos furúnculos, gruesos y rojos, que se abrieron como cráteres, vomitando pus espeso y sangre entremezclada con una sustancia viscosa y amarillenta. A los pocos días, Grenouille semejaba un mártir que, lapidado desde dentro, supurase por cien heridas.