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Como es natural, Baldini se preocupó. Sería muy desagradable para él perder a su valioso aprendiz precisamente en unos momentos en que se proponía ampliar su negocio más allá de los límites de la capital e incluso fuera del país, porque de hecho recibía cada vez con mayor frecuencia encargos no sólo de provincias, sino también de cortes extranjeras, solicitando aquellos singulares perfumes que enloquecían a París; y Baldini maduraba ya la idea, a fin de atender todas las demandas, de fundar una filial en el Faubourg Saint-Antoine, una verdadera manufactura donde se elaborarían al por mayor los perfumes de más éxito y serían envasados en pequeños frascos y empaquetados por bonitas muchachas para su envío ulterior a Holanda, Inglaterra y Alemania.

Semejante negocio no era del todo legal para un maestro residente en París, pero últimamente Baldini gozaba de protección en las altas esferas; sus refinados perfumes le habían granjeado el favor no sólo del intendente, sino también de personalidades tan importantes como monsieur el Comisario de Aduanas de París y un miembro del real ministerio de Finanzas y promotor de florecientes empresas financieras como el señor Feydeau de Brou. Este último tenía incluso intención de concederle un privilegio real, lo mejor a que un hombre podía aspirar, ya que representaba una especie de pase para eludir a todas las autoridades estatales y corporativas, el fin de todas las preocupaciones comerciales y una garantía eterna de prosperidad segura e indiscutible.

Y además, Baldini acariciaba otro plan, su plan favorito, una especie de proyecto alternativo a la fábrica de Faubourg Saint-Antoine que, si no al por mayor, produciría en exclusiva para una clientela escogida, de rango muy elevado; para ellos Baldini quería crear, o mejor dicho, hacer crear perfumes personales que, como trajes hechos a medida, sólo fueran apropiados para una persona, la única que podría usarlos y cuyo preclaro nombre ostentarían. Imaginó un "Parfum de la Marquise de Cernay", un "Parfum de la Marèchale de Villars", un "Parfum du Duc d’Aiguillon", etcétera. Soñaba con un "Parfum de Madame la Marquise de Pompadour" y, sí, incluso con un "Parfum de Sa Majestè le Roi", en un valioso frasco de ágata tallada, engastada en oro cincelado y, oculto en el interior de la base, el nombre grabado: "Giuseppe Baldini, Perfumeur".

El nombre del rey y el suyo propio en un mismo objeto. ¡A tan magníficas fantasías había llegado Baldini! Y ahora Grenouille estaba enfermo, cuando Grimal, Dios lo tuviera en su gloria, había jurado que nunca le dolía nada, que lo resistía todo y que incluso la peste negra lo dejaba de lado. Ninguna enfermedad podía con él. ¿Y si se moría? ¡Espantoso! Entonces morirían también los maravillosos planes de la fábrica, de las muchachas bonitas, del privilegio y del perfume del rey.

Baldini decidió, por consiguiente, no dejar piedra por remover con tal de salvar la preciada vida de su aprendiz. Ordenó su traslado del catre del taller a una cama limpia del piso superior de la casa y mandó hacerla con sábanas de damasco. Ayudó con sus propias manos a subir al enfermo por la angosta escalera, pese a repugnarle en extremo las pústulas y los furúnculos supurantes. Ordenó a su esposa que hiciera caldo de gallina con vino y envió a buscar al médico más renombrado del barrio, un tal Procope, a quien tuvo que pagar por adelantado -¡veinte francos!- para que se molestara en visitarle a domicilio.

El médico fue, levantó la sábana con las puntas de los dedos, echó una sola ojeada al cuerpo de Grenouille, que realmente parecía agujereado por cien balas, y abandonó la estancia sin haber abierto siquiera el maletín, que le llevaba siempre un ayudante. El caso, explicó a Baldini, era muy claro: se trataba de una especie sifilítica de la viruela, complicada con un sarampión purulento en su último estadio. Por ello no procedía recetar ninguna clase de tratamiento, ya que era imposible practicar debidamente una sangría con la lanceta en un cuerpo ya medio descompuesto, más parecido a un cadáver que a un organismo vivo. Y aunque todavía no se notaba la pestilencia característica de esta enfermedad -lo cual, por otra parte, resultaba asombroso y constituía, desde el punto de vista estrictamente científico, un caso muy raro-, el óbito del paciente dentro de las próximas cuarenta y ocho horas era tan seguro como que él se llamaba doctor Procope. Tras lo cual exigió el pago de otros veinte francos por la visita y el diagnóstico -cinco de ellos deducibles si le entregaban el cadáver para aprovechar su sintomatología clásica con fines docentes- y se despidió.

Baldini estaba fuera de sí. Gimió y gritó con desesperación; se mordió los dedos, furioso contra su destino. Una vez más veía frustrarse sus planes de un éxito espectacular poco antes de alcanzar la meta. La vez anterior se habían interpuesto, con la riqueza de su inventiva, Pèlissier y sus compinches, y esta vez era este muchacho, dotado de un fondo inagotable de nuevos olores, este pequeño rufián, más valioso que su peso en oro, quien precisamente ahora, en la fase ascendente del negocio, tenía que contraer la viruela sifilítica y el sarampión purulento en su estado último. ¡Precisamente ahora! ¿Por qué no dentro de dos años? ¿Por qué no dentro de uno? Para entonces podría haberlo explotado como una mina de plata o como un asno de oro. Dentro de un año podía morirse tranquilo. ¡Pero, no! Tenía que morirse ahora, ¡por Dios Todopoderoso, en un plazo de dos días!

Durante unos segundos acarició Baldini la idea de peregrinar hasta Notre-Dame para encender una vela y orar ante la Santa Madre de Dios por la salud de Grenouille, pero desistió de ello porque el tiempo apremiaba. Corrió a buscar papel y tinta y ahuyentó a su esposa de la habitación del enfermo. Quería velarle él mismo. Se sentó en una silla a la cabecera de la cama y, con el cuaderno sobre las rodillas y la pluma mojada de tinta en la mano, intentó arrancar a Grenouille una confesión perfumística. Por el amor de Dios, ¡que al menos no se llevara consigo así como así los tesoros que albergaba en su interior! Que al menos ahora, en sus últimos momentos, dejara en sus manos una última voluntad que preservase para la posteridad los mejores perfumes de todos los tiempos.

Él, Baldini, administraría y daría a conocer fielmente este testamento, este catálogo de fórmulas de las fragancias más sublimes que el mundo conociera jamás. Rodearía de una gloria inmortal el nombre de Grenouille; sí, incluso -lo juraba ahora mismo por todos los santos- pondría los mejores perfumes a los pies del rey en un frasco de ágata engarzada en oro cincelado con la inscripción: "De Jean-Baptiste Grenouille, "parfumeur de Paris". Esto decía, o más bien, esto murmuraba Baldini al oído de Grenouille, jurando, suplicando, adulando en una letanía ininterrumpida.

Pero todo era inútil; Grenouille no soltaba más que secreciones acuosas y pus sanguinolento. Yacía mudo bajo el damasco, supurando estos jugos nauseabundos pero sin revelar los tesoros de su ciencia ni la fórmula de una sola fragancia. Baldini le habría estrangulado, le habría matado a golpes si de este modo hubiera podido arrancar del cuerpo moribundo, con alguna probabilidad de éxito, sus secretos más válidos… y si con ello no hubiera atentado de manera tan flagrante contra su concepto cristiano del amor al prójimo.

Así pues, continuó musitando y susurrando en los tonos más dulces, mimando al enfermo, secándole con paños fríos -aunque le costara un tremendo esfuerzo- la frente sudorosa y los volcanes ardientes de las heridas y dándole vino a cucharadas para soltarle la lengua, durante toda la noche… en vano. Al amanecer, cejó en su empeño. Se desplomó, exhausto, en un sillón en el extremo opuesto del dormitorio y permaneció con la mirada fija, ya sin cólera, sólo llena de tranquila resignación, en el pequeño cuerpo de Grenouille tendido en la cama, al que no podía salvar ni despojar, del que ya no podía sacar nada para su provecho y cuyo fin tenía que presenciar sin hacer nada, como un capitán el hundimiento de su buque, que arrastra consigo a las profundidades todo el caudal de su riqueza.