Выбрать главу

“¡Si consigo salir impune de esta atrevida aventura, sin tener que pagar por el éxito! ¡Si por lo menos todo va bien! ¡Aunque no es correcto lo que hago. Dios hará la vista gorda, estoy seguro! Me ha infligido muchos castigos duros en mi vida sin ningún motivo, de modo que ahora sería justo que se mostrara conciliador. Además, ¿en qué consiste mi falta, si es que lo es? A lo sumo en que me aparto un poco del reglamento gremial explotando la maravillosa facultad de un profano y apropiándome de ella. A lo sumo, en que me desvío un poco del camino tradicional de la virtud del artesano, haciendo hoy lo que ayer condené. ¿Acaso es esto un crimen? Otros engañan durante toda su vida. Yo sólo he hecho trampas durante unos cuantos años y sólo porque la casualidad me ofreció una oportunidad única. Quizá no fue la casualidad, sino el propio Dios quien me mandó a casa a ese hechicero como compensación de las humillaciones sufridas a manos de Pèlissier y sus compinches. Quizá es voluntad de Dios castigar a Pèlissier y no a mí. Esto sería muy posible ¿Y de qué otro modo podría Dios castigar a Pèlissier, sino encumbrándome a mí? Mi éxito sería entonces el instrumento de la justicia divina y como tal, debería aceptarlo sin vergüenza y sin el menor arrepentimiento…”

Así había raciocinado con frecuencia Baldini en los años pasados cuando bajaba por la mañana a la tienda por la angosta escalera, cuando la subía por la tarde con el contenido de la caja y contaba las pesadas monedas de oro y plata antes de guardarlas en su caja de caudales y cuando yacía por la noche junto al esqueleto de su mujer, que roncaba, y no podía dormirse por puro temor de su felicidad.

Ahora, por fin, se habían acabado los pensamientos siniestros. El inquietante huésped ya estaba lejos y no volvería jamás. En cambio, la riqueza permanecería, segura para siempre. Baldini se llevó la mano al pecho y tocó a través de la tela de la levita el cuaderno que llevaba sobre el corazón. Seiscientas fórmulas figuraban en él, más de las que varias generaciones de perfumistas podrían realizar jamás. Aunque hoy lo perdiera todo, sólo este cuaderno maravilloso le convertiría nuevamente en un hombre rico en el plazo de un año. En verdad, ¿qué más podía pedir?

El sol matutino caía sobre las fachadas de las casas de enfrente y su dorado resplandor le calentaba el rostro. Baldini, que seguía mirando hacia el sur, en dirección a la calle del palacio del Parlamento -¡resultaba tan agradable haber perdido de vista a Grenouille!-, decidió en un arrebato de agradecimiento peregrinar hoy mismo hasta Notre-Dame para echar una moneda de oro en el cepillo, encender tres velas y arrodillarse ante el Señor, que le había colmado de tanta felicidad y librado de la venganza.

Sin embargo, una tontería se interpuso de nuevo para desbaratar su plan, porque aquella tarde, cuando ya se disponía a emprender el camino de la iglesia, oyó rumores de que los ingleses habían declarado la guerra a Francia. Esto no era, en sí y de por sí, nada alarmante, pero como Baldini quería enviar justamente aquellos días una partida de perfumes a Londres, aplazó la visita a Notre-Dame y se dirigió a la ciudad con objeto de conocer más detalles y después a su fábrica del Faubourg Saint-Antoine para cancelar el envío a Londres. Por la noche, ya en la cama, antes de dormirse, tuvo una idea geniaclass="underline" en vista de las próximas hostilidades bélicas por las colonias del Nuevo Mundo, lanzaría un perfume con el nombre de "Prestige du Quèbec", un aroma de resina y heroísmo que le compensaría con creces -estaba seguro- en caso de fracasar el negocio con Inglaterra. Con este dulce pensamiento en su tonta y vieja cabeza, que apoyó con alivio en las almohadas, bajo las que se notaba el bulto del cuaderno de fórmulas, el "maitre" Baldini concilió el sueño y ya no volvió a despertarse en su vida. Porque por la noche sucedió una pequeña catástrofe que, tras las consabidas dilaciones, motivó el derribo por orden real de todas las casas de todos los puentes de la ciudad de París: sin causa aparente, el Pont au Change se resquebrajó y desplomó en su lado oriental, entre el tercer y cuarto pilar.

Dos casas se precipitaron al río, de tal forma y tan de repente, que ninguno de los inquilinos pudo ser salvado. Por suerte sólo se trataba de dos personas, a saber, Giuseppe Baldini y su esposa Teresa. Los criados habían salido, con o sin autorización. Chènier, que llegó a su casa al amanecer ligeramente borracho -mejor dicho, que pensaba llegar a su casa, ya que ésta había desaparecido-, sufrió un ataque de nervios. Durante treinta años había tenido la esperanza de que Baldini, que carecía de hijos y parientes, le nombrara heredero universal en su testamento. Y ahora, de golpe, toda la herencia se había esfumado, casa, negocio, materias primas, taller, el propio Baldini y, sí, incluso el testamento, que tal vez contenía una cláusula sobre la propiedad de la fábrica

No se encontró nada, ni los cadáveres, ni la caja de caudales, ni el cuaderno con las seiscientas fórmulas. Lo único que quedó de Giuseppe Baldini, el mayor perfumista de Europa, fue un perfume muy mezclado de almizcle, canela, vinagre, espliego y otros mil aromas que flotó durante varias semanas sobre el curso del Sena, desde París hasta Le Havre.

SEGUNDA PARTE

23

En el momento en que se derrumbó la casa de Giuseppe Baldini, Grenouille se encontraba en el camino de Orleans. Había dejado atrás la atmósfera de la gran urbe y a cada paso que le alejaba de ella el aire era más claro, puro y limpio. Y también más enrarecido. Ya no se acumulaban en cada metro centenares y millares de diferentes olores en un remolino vertiginoso, sino que los pocos que había -el olor del camino arenoso, de los prados, de la tierra, de las plantas, del agua- se extendían en largas franjas sobre el paisaje, ampliándose y encogiéndose con lentitud, sin interrumpirse casi nunca de forma repentina.

Grenouille acogió esta sencillez como una liberación. Los apacibles aromas acariciaban su olfato. Por primera vez en su vida no tenía que estar preparado para captar con cada aliento uno nuevo, inesperado y hostil o perder uno agradable. Por primera vez podía respirar casi libremente, sin verse obligado a olfatear con cautela. Decimos "casi" porque, naturalmente, nada fluía con libertad a través de la nariz de Grenouille. Aunque no tuviera el menor motivo para ello, siempre quedaba en él una reserva instintiva, alerta a todo cuanto procediera del exterior y fuera aspirado por su sentido del olfato.

Durante toda su vida, incluso en los pocos momentos en que sintió indicios de contento, satisfacción e incluso felicidad, prefirió expeler que aspirar el aire, lo cual fue cierto desde que la iniciara, no con un aliento lleno de esperanza, sino con un grito espantoso. Aparte, sin embargo, de esta limitación, que era innata en él, Grenouille se sentía mejor a medida que se alejaba de París, respiraba con más ligereza, caminaba con paso más rápido y adoptaba incluso de manera esporádica una posición erguida, de ahí que visto desde lejos casi parecía un aprendiz de artesano corriente, o sea, un hombre completamente normal.

Lo que encontraba más liberador era la lejanía de los seres humanos. En París vivían hacinados más habitantes que en cualquier otra ciudad del mundo, unos seiscientos o setecientos mil. Pululaban en las calles y plazas y atestaban las casas desde el sótano hasta el tejado. En todo París no había apenas un rincón que no bullera de hombres, ninguna piedra, ningún trozo de tierra que no oliera a seres humanos.