Ahora podía descansar tranquilo durante un buen rato. Estiraba sus miembros todo lo que permitía la estrechez de su pétreo aposento; en cambio, interiormente, en las barridas praderas de su alma, podía estirarse a su antojo, dormitar y jugar con delicadas fragancias en torno a su nariz: un soplo aromático, por ejemplo, como venido de un prado primaveral; un templado viento de mayo que sopla entre las primeras hojas verdes de las hayas; una brisa marina, penetrante como almendras saladas.
Caía la tarde cuando se levantó, aunque esta expresión sea un decir, ya que no había tarde ni mañana ni crepúsculo, no había luz ni oscuridad, ni tampoco prado primaveral ni hojas verdes de haya… En el universo interior de Grenouille no había nada, ninguna cosa, sólo el olor de las cosas. (Por esto, llamar a este universo un paisaje es de nuevo una manera de hablar, pero la única adecuada, la única posible, ya que nuestra lengua no sirve para describir el mundo de los olores). Caía, pues, la tarde en aquel momento y en el estado de ánimo de Grenouille, como en el sur al final de la siesta, cuando el letargo del mediodía abandona lentamente el paisaje y la vida interrumpida quiere reanudar su ritmo. El calor abrasador -enemigo de las fragancias sublimes- había remitido, destruyendo a la manada de demonios. Los campos interiores se extendían pálidos y blandos en el lascivo sosiego del despertar, esperando ser hollados por la voluntad de su dueño.
Y, como ya hemos dicho, Grenouille se levantó y sacudió el sueño de sus miembros. El Gran Grenouille interior se irguió como un gigante, en toda su grandiosidad y altura, ofreciendo un aspecto magnífico -¡casi era una lástima que nadie le viera!-, y miró a su alrededor, arrogante y sublime.
¡Sí! Éste era su reino! ¡El singular reino de Grenouille! Creado y gobernado por él, el singular Grenouille, devastado por él y erigido de nuevo cuando se le antojaba, ampliado hasta el infinito y defendido con espada flamígera contra cualquier intruso. Aquí sólo mandaba su voluntad, la voluntad del grande, del magnífico, del singular Grenouille. Y una vez disipados los malos olores del pasado, quería ahora inundarlo de fragancias.
Recorrió a grandes zancadas los campos yermos y sembró aromas de diversas clases, tan pronto parco como pródigo, creando anchas e interminables plantaciones y parterres pequeños e íntimos, derramando las semillas a puñados o de una en una en lugares escogidos. Hasta las regiones más remotas de su reino corrió, presuroso, el Gran Grenouille, el veloz jardinero, y pronto no quedó ningún rincón en que no hubiera sembrado un grano de fragancia.
Y cuando vio que todo estaba bien y que toda la tierra había absorbido la divina semilla de Grenouille, el Gran Grenouille dejó caer una lluvia de alcohol, fina y persistente, y en seguida todo empezó a germinar y brotar, de modo que la vista de los sembrados alegraba el corazón. Las plantaciones no tardaron en ofrecer abundantes frutos, en los jardines ocultos crecieron tallos jugosos y los capullos se abrieron en un estallido de pura lozanía.
Entonces ordenó el Gran Grenouille que cesara la lluvia. Y así sucedió. Y envió el templado sol de su sonrisa por toda la tierra e inmediatamente, en todos los confines del reino, la magnífica abundancia de capullos se convirtió en una única alfombra multicolor consistente en miríadas de valiosos frascos de perfume. Y el Gran Grenouille vio que todo estaba bien, muy bien. Y el viento de su hálito sopló por toda la tierra. Y las flores, al ser acariciadas, despidieron chorros de fragancia y mezclaron sus innumerables aromas hasta formar uno solo y universal, siempre cambiante pero en el cambio siempre unido en un homenaje a él, el grande, el único, el magnífico Grenouille quien, desde su trono en una nube de fragancia dorada, aspiró de nuevo, olfateando su aliento, y el olor de la ofrenda le resultó agradable. Y descendió del trono para bendecir varias veces su creación, la cual se lo agradeció con vítores y gritos jubilosos y repetidos chorros de magnífico perfume. Mientras tanto, había oscurecido y las fragancias seguían derramándose y mezclándose con los azules de la noche en notas cada vez más fantásticas. Se preparaba una verdadera fiesta de perfumes, con un gigantesco castillo de fuegos artificiales, brillantes y aromáticos.
Sin embargo, el Gran Grenouille estaba un poco cansado, así que bostezó y habló:
– Mirad, he hecho una gran obra y me complace mucho pero, como todo lo terminado, ya empieza a aburrirme. Quiero retirarme y, como culminación de este fructífero día, permitirme un pequeño entretenimiento en las cámaras de mi corazón.
Así habló el Gran Grenouille quien, mientras el pueblo llano de las fragancias bailaba y le vitoreaba alegremente, bajó de la nube dorada con alas extendidas y voló sobre el paisaje nocturno de su alma hacia el hogar de su corazón.
27
Ah, ¡qué agradable era volver al hogar! La doble tarea de vengador y creador del mundo representaba un esfuerzo considerable y someterse después durante horas al homenaje de los propios engendros no era el descanso más reparador. Fatigado por los divinos deberes de la creación y la representación, el Gran Grenouille ansiaba los goces domésticos.
Su corazón era un castillo de púrpura situado en un pedregoso desierto, oculto tras las dunas y rodeado de un oasis pantanoso y de siete murallas de piedra. Sólo volando se podía acceder a él. Contenía mil cámaras, mil bodegas y mil elegantes salones, entre ellos uno provisto de un sencillo canapé de púrpura donde Grenouille, que ya no era el Gran Grenouille, sino simplemente Grenouille o el querido Jean-Baptiste, solía descansar de las fatigas del día.
Sin embargo, en las cámaras del castillo había estanterías desde el suelo hasta el techo y en ellas se encontraban todos los olores reunidos por Grenouille en el curso de su vida, varios millones. Y en las bodegas del castillo reposaban en cubas las mejores fragancias de su existencia que, una vez maduras, trasladaba a botellas que almacenaba en pasillos húmedos y fríos de varios kilómetros de longitud, clasificadas por años y procedencias; había tantas, que una vida no bastaba para beberlas todas.
Y cuando el querido Jean-Baptiste, de vuelta por fin en su hogar en el salón púrpura, acostado en su sencillo y cómodo sofá -después de quitarse las botas, por así decirlo-, daba unas palmadas y llamaba a sus criados, que eran invisibles, intocables, inaudibles y, sobre todo, inodoros y, por consiguiente, imaginarios, les ordenaba que fueran a las cámaras y sacaran de la gran biblioteca los olores de este o aquel volumen y bajaran a las bodegas a buscarle algo de beber.
Los criados imaginarios iban corriendo y el estómago de Grenouille se retorcía durante la penosa espera. Se sentía de repente como un bebedor sobrecogido en la taberna por el temor a que por alguna razón le nieguen la copa de aguardiente que ha pedido. ¿Y si las bodegas y cámaras se encuentran vacías de improviso, y si el vino de las cubas se ha vuelto rancio? ¿Por qué le hacían esperar? ¿Por qué no venían? Necesitaba inmediatamente la bebida, la necesitaba con urgencia, con frenesí, moriría en el acto si no la obtenía.
¡Calma, Jean-Baptiste! ¡Calma, querido! Ya vienen, ya te traen lo que anhelas. Ya llegan volando los criados, trayendo en una bandeja invisible el libro de los olores y en sus invisibles manos enguantadas de blanco, las valiosas botellas; ahora las depositan con sumo cuidado, se inclinan y desaparecen.
Y cuando le dejan solo -¡por fin, otra vez solo!- alarga Jean-Baptiste la mano hacia los ansiados aromas, abre la primera botella, se sirve un vaso lleno hasta el borde, se lo acerca a los labios y bebe. Apura el vaso de olor fresco de un solo trago, y ¡es delicioso! Es un aroma tan bueno y liberador, que al querido Jean-Baptiste se le anegan los ojos en lágrimas de puro placer y se sirve en seguida el segundo vaso de la misma fragancia: una fragancia del año 1752, atrapada en primavera, en el Pont Royal, antes de la salida del sol, con la nariz vuelta hacia el oeste, de donde soplaba un viento ligero; en ella se mezclaban el olor del mar, el olor del bosque y algo del olor de brea de las barcas embarrancadas en la orilla. Era el aroma de la primera noche entera que, sin permiso de Grimal, había pasado vagando por París. Era el aroma fresco del incipiente día, el primer amanecer que vivía en libertad. Entonces este aroma le auguró la libertad para él, le auguró una vida nueva. El olor de aquella mañana fue para Grenouille un olor de esperanza; lo conservaba con unción y bebía de él a diario.