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Yacía dormido en el canapé del salón púrpura, rodeado de botellas vacías. Había bebido enormes cantidades; al final, hasta dos botellas del perfume de la muchacha pelirroja. Por lo visto, fue demasiado, ya que su descanso, aunque profundo como la muerte, no careció de sueños que lo cruzaron como jirones fantasmales y estos jirones eran claros vestigios de un olor. Al principio se deslizaron en franjas delgadas bajo la nariz de Grenouille pero después adquirieron la densidad de una nube; era como si se hallara en medio de un pantano que emanara una espesa niebla. Esta niebla fue ganando altura y pronto Grenouille se vio rodeado por ella, empapado de ella, y entre los jirones ya no quedaba ni rastro de aire limpio. Si no quería ahogarse, tenía que respirar esta niebla. Y la niebla era, como ya se ha dicho, un olor. Y Grenouille sabía de qué clase de olor se trataba. La niebla era su propio olor. El suyo, el de Grenouille, su propio olor.

Y lo espantoso era que Grenouille, aunque reconocía este olor como el suyo, no podía olerlo. No podía, ni siquiera ahogándose en el propio olor, olerse a sí mismo.

Cuando comprendió esto con claridad, profirió un grito fuerte y terrible, como si lo quemaran vivo. El grito derrumbó las paredes del salón púrpura y los muros del castillo, salió del corazón, cruzó tumbas, pantanos y desiertos, pasó a gran velocidad por el paisaje nocturno de su alma, como un voraz incendio, le taladró la boca, perforó la destrozada galería e irrumpió en el mundo, resonando mucho más allá de la altiplanicie de Saint-Flour; fue como si gritara la montaña. Y su propio grito despertó a Grenouille, quien al despertarse agitó los brazos como si quisiera dispersar la niebla inodora que quería asfixiarle. Sentía tal terror, que todo su cuerpo temblaba de puro pasmo. Si el grito no hubiese rasgado la niebla, se habría asfixiado a sí mismo: una muerte espantosa. Le aterraba sólo el pensarlo. Y mientras seguía sentado, temblando e intentando ordenar sus pensamientos de confusión y terror, sabía ya una cosa con absoluta seguridad: cambiaría su vida, aunque sólo fuera porque no quería tener aquella horrible pesadilla por segunda vez. No podría resistir una segunda vez.

Se echó la manta de caballerías sobre los hombros y se arrastró hasta el aire libre. Fuera mediaba la mañana, una mañana de finales de febrero. Brillaba el sol y la tierra olía a piedra húmeda, musgo y agua. En el viento flotaba ya un ligero perfume de anémonas. Se puso en cuclillas ante la entrada de la cueva. Los rayos del sol le calentaban. Aspiró el aire fresco. Todavía se estremecía al pensar en la niebla de la que había huido y un gran bienestar al notar el calor en la espalda. No cabía duda de que era bueno que este mundo exterior existiese, aunque sólo le sirviera de lugar de refugio. No resistía la idea de no haber encontrado ningún mundo a la salida del túnel. Ninguna luz, ningún olor, nada en absoluto… sólo aquella pavorosa niebla, dentro, fuera y por doquier…

La fuerte impresión fue remitiendo poco a poco, así como la sensación de miedo, y Grenouille empezó a sentirse más seguro. Hacia el mediodía ya había recobrado su sangre fría habitual. Se puso bajo la nariz el índice y el dedo mediano de la mano izquierda y respiró entre los dos dedos. Olió al aire húmedo de primavera, perfumado de anémonas. Sus dedos no los olió. Dio la vuelta a la mano y olfateó la palma. Notó el calor de la mano, pero no olió a nada. Entonces se enrolló la manga destrozada de su camisa y hundió la nariz en el hueco del codo. Sabía que era el lugar donde todos los hombres huelen a sí mismos. Pero no olió a nada. Tampoco olió a nada en las axilas ni en los pies ni en el sexo, hacia el que se dobló todo lo que pudo. Era grotesco: él, Grenouille, que podía olfatear a cualquier ser humano a kilómetros de distancia, no era capaz de oler su propio sexo, que tenía a menos de un palmo de la nariz. A pesar de ello, no se dejó dominar por el pánico, sino que se dijo lo siguiente, reflexionando con frialdad: "No es que yo no huela, porque todo huele. El hecho de que no huela mi propio olor se debe a que no he parado de oler desde mi nacimiento y por ello tengo la nariz embotada para mi propio olor. Si pudiera separarlo de mí, todo o por lo menos en parte, y volver a él al cabo de cierto tiempo de descanso, conseguiría olerlo muy bien y, por lo tanto, a mí mismo".

Se quitó la manta de los hombros y se despojó de la ropa, o de lo que quedaba de su ropa, que más bien eran harapos o andrajos. Durante siete años no se la había quitado de encima; debía estar totalmente impregnada de su olor. Tiró las prendas una sobre otra a la entrada de la cueva y se alejó. Entonces trepó, por primera vez en siete años, a la cima de la montaña y cuando estuvo allí se situó en el mismo lugar donde se detuviera el día de su llegada, dirigió la nariz hacia el oeste y dejó que el viento silbara en torno a su cuerpo desnudo. Su intención era orearse completamente, impregnarse tanto del aire del oeste -lo cual equivalía a bañarse en el olor del mar y de los prados húmedos- que el olor de éste dominara el de su propio cuerpo y así formara una capa de fragancia entre él, Grenouille, y sus ropas, a las cuales estaría entonces en posición de oler con claridad. Y a fin de aspirar por la nariz la menor cantidad posible del propio olor, inclinó el torso hacia delante, alargó el cuello contra el viento todo lo que pudo y estiró los brazos hacia atrás. Parecía un nadador a punto de zambullirse.

Mantuvo esta posición extraordinariamente ridícula durante varias horas, durante las cuales, pese a que el sol era todavía débil, su piel blanca, desacostumbrada a la luz, se puso roja como un tomate.

Hacia el atardecer bajó de nuevo a la caverna. Vio desde lejos el montón de ropa en el suelo. En los últimos metros se tapó la nariz y no la abrió hasta que la hubo hundido entre los harapos. Realizó la prueba olfatoria tal como se la enseñara Baldini: aspiró con fuerza y luego expelió el aire por etapas. A fin de captar el olor, formó sobre el montón una campana con las manos y metió en ella la nariz a guisa de badajo. Hizo todo lo que pudo para distinguir su propio olor en los harapos, pero no estaba allí. Decididamente, no estaba allí. Pudo entresacar mil otros olores, el de la piedra, la arena, el musgo, la resina, la sangre de cuervo; incluso el de la salchicha comprada hacía años en las cercanías de Sully era claramente perceptible. La ropa contenía un diario olfatorio de los siete u ocho últimos años. Sólo faltaba su propio olor, el olor de quien la había llevado puesta sin interrupción durante todo aquel tiempo.

Sintió de pronto un poco de miedo. El sol se había ocultado y él estaba desnudo ante la entrada de la galería en cuyo tenebroso extremo había vivido durante siete años. El viento era gélido y enfriaba su cuerpo, pero él no lo notaba porque sentía otra cosa que dominaba la sensación de frío y que era el temor. No el mismo temor que había experimentado durante el sueño, aquel temor espantoso de asfixiarse a sí mismo que debía ser vencido a cualquier precio y del que había conseguido escapar. El temor que ahora le atenazaba era el de ignorar algo de sí mismo y se trataba de una especie opuesta a la anterior, ya que de éste no podía escapar, sino que debía hacerle frente. Tenía que saber sin ningún género de duda -incluso aunque el descubrimiento fuese terrible- si despedía o no algún olor. Y además, sin pérdida de tiempo. Inmediatamente.

Entró de nuevo en la galería. A los dos metros ya estaba sumergido en tinieblas, pero a pesar de ello conocía el camino como a plena luz. Lo había recorrido muchos miles de veces, conocía cada detalle y cada recodo, olía cada saliente de roca y cada piedra protuberante. Encontrar el camino no era difícil, lo difícil era luchar contra el recuerdo de la pesadilla claustrofóbica, que avanzaba en su interior como una marea a medida que se adentraba en la galería. Pero tenía valor; es decir, luchaba contra el miedo de no saber, contra el temor de la incertidumbre, y su lucha era efectiva porque sabía que no podía escoger.