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Taillade-Espinasse le describió en su conferencia como la prueba viviente de la verdad de su teoría sobre el letal fluido terrestre. Mientras le arrancaba del cuerpo uno a uno los harapos que todavía conservaba, explicó el efecto devastador producido en Grenouille por el gas putrefacto: aquí se veían pústulas y cicatrices, causadas por la acción corrosiva del gas; allí, en el pecho, un enorme carcinoma rojo brillante; por todas partes, una descomposición de la piel; e incluso un claro raquitismo fluía del esqueleto, visible en el pie deforme y en la joroba. También estaban gravemente dañados los órganos internos, bazo, hígado, pulmones, vesícula biliar e intestinos, como probaba sin lugar a dudas el análisis de los excrementos que todos los presentes podían examinar en el plato colocado a los pies del sujeto. En resumen, todo ello indicaba que el deterioro de las energías vitales a causa de la exposición durante siete años al "fluidum letale Taillade" había alcanzado tales proporciones, que el sujeto -cuyo aspecto, por otra parte, presentaba significativas facciones de topo- debía describirse como un ser más cercano a la muerte que a la vida. No obstante, el ponente se comprometía, mediante una terapia de ventilación en combinación con una dieta vital, a restablecer al moribundo, pues así podía calificársele, hasta el punto demostrar en el plazo de ocho días signos de una curación completa que saltarían a la vista de todo el mundo y convocaba a los asistentes para que fueran testigos al cabo de una semana del éxito de este diagnóstico, que debería considerarse entonces como prueba definitiva de la exactitud de su teoría del fluido terrestre letal.

La conferencia fue un éxito sensacional. El docto público aplaudió con entusiasmo al ponente y luego desfiló ante el estrado donde se encontraba Grenouille. En su estado de abandono ficticio y con sus antiguos defectos y cicatrices, su aspecto era realmente tan impresionante y repulsivo que todos consideraron su estado grave e irreversible, a pesar de que él se sentía pletórico de salud y fuerza física. Muchos caballeros le dieron unos golpecitos profesionales, le midieron y le examinaron la boca y los ojos. Algunos le dirigieron la palabra para preguntarle acerca de su vida en la cueva y su estado actual, pero él se ciñó estrictamente a las indicaciones previas del marqués, contestando a semejantes preguntas con una especie de estertor y señalando con ambas manos y gestos de impotencia su laringe, como dando a entender que también estaba afectada por el "fluidum letale Taillade".

Cuando hubo concluido la representación, Taillade-Espinasse lo facturó en el carruaje al sótano de su palacio, donde lo encerró, en presencia de varios doctores elegidos de la Facultad de Medicina, en el aparato de ventilación de aire vital, un artilugio hecho con listones de abeto rojo, sin intersticios, en el cual se introducía aire desprovisto del gas letal mediante una chimenea aspiradora que se elevaba a gran altura sobre el tejado; aire que se renovaba por medio de una válvula de escape de cuero colocada a ras de suelo. Cuidaban de la buena marcha de la instalación un equipo de empleados que se turnaban día y noche para evitar que se parasen los ventiladores incorporados a la chimenea. Y mientras Grenouille estaba rodeado de este modo por una constante corriente de aire purificador, cada hora se le servían a través de una pequeña esclusa practicada en la pared lateral alimentos dietéticos de procedencia alejada de la tierra: caldo de pichón, empanada de alondras, guisado de ánade, frutas confitadas, pan de una especie de trigo muy alto, vino de los Pirineos, leche de gamuza y mantecado hecho con huevos de gallinas criadas en el tejado del palacio.

Cinco días duró esta cura mixta de descontaminación y revitalización, al cabo de los cuales el marqués hizo detener los ventiladores y llevar a Grenouille a una cámara de baño donde lo sumergieron en agua de lluvia templada durante varias horas y a continuación lo lavaron de pies a cabeza con jabón de aceite de nuez procedente de la ciudad andina de Potosí. Le cortaron las uñas de manos y pies, le cepillaron los dientes con cal pulverizada de los Dolomitas, lo afeitaron, le cortaron y peinaron los cabellos y se los empolvaron. Avisaron a un sastre y un zapatero y vistieron a Grenouille con una camisa de seda, de chorrera blanca y puños blancos encañonados, medias de seda, levita, pantalones y chaleco de terciopelo azul y lo calzaron con bonitos zapatos de piel negra, con hebilla, el derecho de los cuales disimulaba hábilmente el defecto del pie. Con sus propias manos maquilló el marqués el rostro lleno de cicatrices de Grenouille, usando colorete de talco, le pintó labios y mejillas con carmín y prestó a sus cejas una curva realmente distinguida con ayuda de un carboncillo de madera de tilo. Por último, le salpicó con su perfume personal, una fragancia de violetas bastante sencilla, retrocedió unos pasos y necesitó mucho tiempo para expresar su satisfacción con palabras.

– Monsieur -empezó por fin-, estoy entusiasmado conmigo mismo. Estoy impresionado por mi genialidad. Ciertamente, no he dudado nunca de mi teoría fluidal, por supuesto que no, pero me impresiona verla corroborada de forma tan magnífica por la terapia aplicada. Erais un animal y he hecho de vos un ser humano. Un acto verdaderamente divino. Permitidme que me emocione. Poneos delante de aquel espejo y contemplad vuestra imagen. Reconoceréis por primera vez en vuestra vida que sois un hombre, no un hombre extraordinario ni sobresaliente en modo alguno, pero sí de un aspecto muy pasable. Hacedlo, monsieur. Contemplaos y asombraos del milagro que he realizado en vos.

Era la primera vez que alguien llamaba "monsieur" a Grenouille.

Fue hacia el espejo y se miró. Hasta entonces no se había visto nunca en un espejo. Vio a un caballero vestido de elegante azul, con camisa y medias blancas y se inclinó instintivamente, como siempre se había inclinado ante semejantes caballeros. Éste, sin embargo, se inclinó a su vez y cuando Grenouille se irguió, él hizo lo propio, tras lo cual permanecieron ambos mirándose con fijeza.

Lo que más desconcertaba a Grenouille era el hecho de ofrecer un aspecto tan increíblemente normal. El marqués tenía razón: no sobresalía en nada, ni en apostura ni tampoco en fealdad. Era un poco bajo, su actitud era un poco torpe y su rostro, un poco inexpresivo; en suma, tenía el mismo aspecto que millares de otros hombres. Si ahora bajaba a la calle, nadie se volvería a mirarle. Ni siquiera a él mismo le llamaría la atención un hombre así, si se cruzaba con él por la calle. A menos que, al olerle, se percatara de que aparte del perfume de violetas no olía a nada, como el caballero del espejo y él mismo.

Y, no obstante, sólo hacía diez días que los campesinos habían huido gritando ante su aparición. Entonces no se sentía diferente de ahora y ahora, si cerraba los ojos, no sentía nada diferente de entonces. Aspiró el aire que emanaba de su persona y olió el mediocre perfume, el terciopelo y la piel recién lustrada de sus zapatos; olió la seda, los polvos, la pintura y el débil aroma del jabón de Potosí. Y supo de repente que no había sido el caldo de pichón ni el artilugio de aire purificador lo que había hecho de él un hombre normal, sino única y exclusivamente las ropas, el corte de pelo y un poco de maquillaje.

Abrió los ojos, parpadeó y vio que el caballero del espejo parpadeaba como él y esbozaba una sonrisa con sus labios pintados de carmesí, como si quisiera insinuarle que no le resultaba del todo antipático. Y también Grenouille, por su parte, encontraba bastante agradable al señor del espejo, aquella figura disfrazada, maquillada e inodora; por lo menos, tuvo la impresión de que podía -perfeccionando un poco la máscara- causar un efecto en el mundo exterior del que él, Grenouille, nunca se habría creído capaz. Hizo a la figura una inclinación de cabeza y vio que ella, al devolverle el saludo, hinchaba a hurtadillas las ventanas de la nariz…