Los animales que quiso macerar no cedían su olor como las flores, sin queja o sólo con un suspiro inaudible, sino que se defendían de la muerte con desesperación, no se dejaban ahogar y pateaban, luchaban y sudaban con tal profusión, que la grasa caliente se estropeaba por exceso de acidez. Así no se podía trabajar bien, naturalmente. Los objetos debían ser reducidos a la inmovilidad y, además, tan de repente que no tuvieran tiempo de sentir miedo o de resistirse. Era preciso matarlos.
Primero lo probó con un cachorro de perro al que indujo a separarse de su madre ofreciéndole un pedazo de carne delante del matadero e incitándolo así a seguirle hasta el taller, donde, mientras el animal mordía con excitación la carne que él sostenía con la mano izquierda, le asestó en el cogote un golpe fuerte y seco con un leño. La muerte fue tan súbita que el cachorro aún conservaba la expresión de felicidad en el hocico y los ojos cuando Grenouille lo colocó en la sala del perfumado sobre una parrilla, entre las placas engrasadas, donde soltó todo su olor perruno sin que lo enturbiase el sudor del miedo.
Huelga decir que la vigilancia era esencial. Los cadáveres, como las flores arrancadas, se descomponían con rapidez. Grenouille hizo, pues, guardia junto a su víctima durante unas doce horas, hasta que notó los primeros efluvios del olor a cadáver, agradable, ciertamente, pero adulterador, emanado por el cuerpo del cachorro. Interrumpió el "enfleurage" en el acto, se deshizo del cadáver y puso la poca grasa conseguida y sutilmente perfumada dentro de una olla, donde la lavó con cuidado. Destiló el alcohol hasta que sólo quedó la cantidad para llenar un dedal y vertió este resto en una probeta minúscula. El perfume olía con claridad al aroma a sebo, húmedo y un poco fuerte del pelaje perruno; de hecho, sorprendía por su intensidad. Y cuando Grenouille lo dejó olfatear a la vieja perra del matadero, el animal estalló en un aullido de alegría y después gimoteó y no quería apartar el hocico de la probeta. Pero Grenouille la tapó bien, se la guardó y la llevó mucho tiempo encima como recuerdo de aquel día de triunfo en que había logrado por primera vez arrebatar el alma perfumada a un ser viviente.
Después, con mucha lentitud y la más extrema precaución, se fue acercando a las personas. Inició la caza desde una distancia prudencial con una red de malla gruesa, ya que su objetivo no era conseguir un gran botín, sino probar el principio de su método de caza.
Camuflado con su ligera fragancia de la discreción, se mezcló al atardecer con los clientes de la taberna Quatre Dauphins y distribuyó por los rincones más ocultos y pegó bajo los bancos y mesas minúsculos trozos de tela impregnados de sebo y aceite. Unos días después fue a recogerlos e hizo la prueba. Y realmente, además de oler a todos los vahos de cocina imaginables, a humo de tabaco y a vino, olían también un poco a ser humano. Pero el olor era muy vago y confuso; se parecía más a un caldo mixto que a un aroma personal.
Captó un aura masiva similar, aunque más limpia y con un olor a sudor menos desagradable, en la catedral, donde colgó sus pingos bajo los bancos el veinticuatro de diciembre y los recogió el veintiséis, después de exponerlos a los olores de los asistentes a siete misas; un terrible conglomerado de sudor de culo, sangre de menstruación, corvas húmedas y manos convulsas, mezclados con el aliento expedido por mil cantantes de coro y declamadores de avemarías y el vapor sofocante del incienso y de la mirra, había impregnado los trozos de tela; terrible en su concentración nebulosa, imprecisa y nauseabunda y, no obstante, inequívocamente humano.
Grenouille capturó el primer aroma individual en el Hospicio de la Charitè, donde logró robar, antes de que la quemaran, una sábana de la cama de un oficial del tesoro recién muerto de tisis, que lo había cubierto durante dos meses. La tela estaba tan empapada de la grasa del enfermo que había absorbido sus vapores como una pasta de "enfleurage" y pudo ser sometida directamente al lavado. El resultado fue fantasmaclass="underline" bajo la nariz de Grenouille, y procedente de la solución de alcohol, el tesorero resucitó olfatoriamente de entre los muertos, y quedó suspendido en la habitación, desfigurado por el singular método de reproducción y los innumerables miasmas de su enfermedad, pero aun así reconocible como imagen olfativa individuaclass="underline" un hombre bajo de treinta años, rubio, de nariz gruesa, miembros cortos, pies planos y pálidos, sexo hinchado, temperamento bilioso y aliento desabrido; un hombre poco atractivo por su olor, aquel tesorero, indigno, como el cachorro, de ser conservado por más tiempo.
No obstante, Grenouille lo dejó flotar toda la noche como un espíritu perfumado en el interior de su cabaña y lo olfateó una y otra vez, feliz y hondamente satisfecho del poder que había conquistado sobre el aura de otra persona. Al día siguiente lo tiró.
Realizó una prueba más durante aquellos días de invierno. Pagó un franco a una mendiga muda que recorría la ciudad para que llevara todo un día sobre la piel un harapo preparado con diversas mezclas de grasa y aceite. El resultado reveló que lo más apropiado para la captura del olor humano era una combinación de grasa de riñones de cordero y sebo de cerdo y vaca, purificados varias veces, en una proporción de dos por cinco por tres, junto con pequeñas cantidades de aceite virgen.
Con esto, Grenouille se dio por satisfecho. Renunció a apoderarse por completo de una persona viva y tratarla perfumísticamente. Tal proceder comportaría siempre grandes riesgos y no aportaría ningún conocimiento nuevo. Sabía que ahora ya dominaba la técnica de arrebatar la fragancia a un ser humano y no era necesario demostrárselo de nuevo a sí mismo.
La fragancia humana en sí y de por sí le era indiferente. Se trataba de una fragancia que podía imitar bastante bien con sucedáneos. Lo que codiciaba era la fragancia de "ciertas" personas: aquellas, extremadamente raras, que inspiran amor. Tales eran sus víctimas.
39
En enero se casó la viuda Arnulfi con su primer oficial, Dominique Druot, a quien de este modo promocionó a "Maitre Gantier et Parfumeur". Se celebró un gran banquete para los maestros del gremio y otro más modesto para los oficiales, madame compró un colchón nuevo para su cama, que ahora compartía oficialmente con Druot, y sacó del armario su vestuario multicolor. Todo lo demás siguió como antes. Conservó el viejo y buen nombre de Arnulfi, conservó la fortuna indivisa, la dirección económica del negocio y las llaves del sótano; Druot cumplía a diario sus obligaciones sexuales y después se refrescaba con vino; y Grenouille, aunque ahora era el primer y único oficial, continuó desempeñando el grueso del trabajo por el mismo salario exiguo, parca alimentación y pobre alojamiento.
El año comenzó con el torrente amarillo de las casias, con jacintos, violetas y los narcóticos narcisos. Un domingo de marzo -quizá había transcurrido un año desde su llegada a Grasse-, Grenouille salió para ver cómo seguían las cosas en el jardín de detrás de la muralla, en el otro extremo de la ciudad. Esta vez ya iba preparado para la fragancia, sabía con bastante exactitud lo que le esperaba… y a pesar de ello, cuando la olfateó, ya desde la Porte Neuve, a medio camino de aquel lugar de la muralla, los latidos de su corazón se aceleraron y notó que la sangre le bullía de felicidad en las venas: ella continuaba allí, la planta de belleza incomparable había sobrevivido indemne al invierno, estaba llena de savia, crecía, se expandía, lucía las más espléndidas inflorescencias. Tal como esperaba, la fragancia se había intensificado sin perder nada de su delicadeza. El perfume que hacía sólo un año se derramaba en sutiles gotas y salpicaduras era ahora un fragante río ligeramente pastoso que refulgía con mil colores y aun así los unía sin desperdiciarlos. Y este río, como comprobó lleno de dicha Grenouille, se alimentaba de un manantial cada vez más rico. Un año más, sólo un año, sólo doce meses, y este manantial se desbordaría y él podría venir a captarlo y a apresar la salvaje acometida de su perfume.