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Corrió a lo largo de la muralla hasta el lugar conocido tras el que se encontraba el jardín. Aunque al parecer la muchacha no estaba en el jardín, sino en la casa, en un aposento y detrás de las ventanas cerradas, su fragancia salía ondeando como una brisa suave y constante.

Grenouille permaneció inmóvil. No se sentía embriagado o aturdido como la primera vez que había olfateado, sino lleno de la dicha del amante que escucha u observa desde lejos a su amada y sabe que la llevará consigo al hogar dentro de un año. Verdaderamente, Grenouille, la garrapata solitaria, el monstruo, el inhumano Grenouille, que nunca había sentido amor y nunca podría inspirarlo, aquel día de marzo, ante la muralla de Grasse, amó y fue invadido por la bienaventuranza de su amor.

Bien es verdad que no amaba a una persona, ni siquiera a la muchacha de la casa de detrás de la muralla. Amaba la fragancia. Sólo a ella y nada más y únicamente como su futura y propia fragancia. Vendría a apoderarse de ella dentro de un año, lo juraba por su vida. Y después de esta extraña y solemne promesa, o juramento de amor, después de este voto de fidelidad pronunciado ante sí mismo y ante su futura fragancia, abandonó el lugar con ánimo alegre y volvió a la ciudad por la Porte du Cours.

Cuando yacía en su cabaña por la noche, evocó de nuevo el recuerdo de la fragancia -no pudo resistirse a la tentación- y se sumergió en ella para acariciarla y dejarse acariciar por ella de un modo tan íntimo, tan soñador, como si ya la poseyera realmente, y amó a su fragancia, su propia fragancia, y a sí mismo en ella durante una hora exquisita y embriagadora. Quería llevar consigo al sueño este sentimiento de amor hacia sí mismo, pero precisamente en el instante en que cerró los ojos y sólo habría necesitado un segundo para conciliar el sueño, la fragancia lo abandonó de repente y en su lugar flotó en la habitación el frío y penetrante olor del redil de cabras.

Grenouille se asustó. "¿Y si esta fragancia que voy a poseer -se dijo- desaparece? No es como en el recuerdo, donde todos los perfumes son imperecederos. El perfume real se desvanece en el mundo; es volátil. Y cuando se gaste, desaparecerá el manantial de donde lo he capturado y yo estaré desnudo como antes y tendré que conformarme con mis sucedáneos. No, será peor que antes. Porque ahora entretanto habré conocido y poseído mi propia magnífica fragancia y jamás podré olvidarla, ya que jamás olvido un aroma, y durante toda la vida me consumirá su recuerdo como me consume ahora, en este mismo momento, la idea de que llegaré a poseerlo… ¿Para qué lo necesito, entonces?"

Este pensamiento fue en extremo desagradable para Grenouille. Le aterraba que la fragancia que aún no poseía, dejara de ser suya irremisiblemente cuando la poseyera. ¿Cuánto tiempo podría conservarla? ¿Unos días? ¿Unas semanas? ¿Tal vez un mes, si se perfumaba con suma parquedad? ¿Y después? Se vio a sí mismo agitando el frasco para aprovechar las últimas gotas, enjuagándolo con alcohol a fin de no desperdiciar el menor resto y vio, olió cómo se evaporaba para siempre y sin remedio su adorado perfume. Sería como una muerte lenta, una especie de asfixia interna, una dolorosa y gradual evaporación de sí mismo en el repugnante mundo.

Se estremeció. Le asaltó el deseo de renunciar a sus planes, de perderse en la noche y alejarse de allí. Cruzaría las montañas nevadas, sin descanso, recorrería cien millas hasta Auvernia y allí volvería a rastras a su vieja caverna y dormiría hasta que le sorprendiera la muerte. Pero no lo hizo. Permaneció sentado y no cedió al deseo, pese a que era muy fuerte. No cedió a él porque siempre había sentido el deseo de alejarse de todo y esconderse en una caverna. Ya lo conocía. En cambio, no conocía la posesión de una fragancia humana, una fragancia tan maravillosa como la de la muchacha que vivía detrás de la muralla. Y aunque sabía que debería pagar un precio terriblemente caro por la posesión de aquella fragancia y su pérdida inevitable, tanto la posesión como la pérdida se le antojaron más apetecibles que la lapidaria renuncia a ambas. Porque durante toda su vida no había hecho más que renunciar, pero nunca había poseído y perdido.

Poco a poco se esfumaron las dudas y con ellas los estremecimientos. Sintió cómo la sangre caliente volvía a darle vida y cómo se apoderaba de él la voluntad de llevar a cabo lo que se había propuesto, incluso con más fuerza que antes, porque ahora la voluntad ya no tenía su origen en un simple anhelo, sino que había surgido de una decisión meditada. La garrapata Grenouille, colocada ante la disyuntiva de resecarse o dejarse caer, optó por esto último, sabiendo muy bien que esta caída sería la definitiva. Se acostó de nuevo en el catre, sintiéndose muy a gusto sobre la paja y bajo la manta y considerándose un héroe.

Sin embargo, Grenouille no habría sido Grenouille si un sentimiento fatalista y heroico le hubiera satisfecho durante mucho tiempo. Poseía para ello una personalidad demasiado tenaz, un temperamento demasiado retorcido y un espíritu demasiado refinado. De acuerdo… había decidido poseer la fragancia de la muchacha de detrás de la muralla. Y si al cabo de pocas semanas la perdía y la pérdida le causaba la muerte, no le importaría. Sería mejor, sin embargo, no morir y aun así continuar en posesión del perfume, o al menos aplazar todo lo posible su pérdida. Había que hacerlo durar más. Había que eliminar su volatilidad sin arrebatarle sus cualidades… un problema de perfumería.

Existen fragancias que se conservan durante décadas. Un armario frotado con almizcle, un trozo de cuero empapado de esencia de canela, un bulbo de ámbar, un cofre de madera de cedro poseen una vida olfativa casi eterna. En cambio otros -el aceite de lima, la bergamota, los extractos de narciso y nardo y muchos perfumes florales- se evaporan al cabo de pocas horas al ser expuestos al aire. El perfumista lucha contra esta circunstancia fatal ligando las fragancias demasiado volátiles a otras más perennes, como si las maniatara para frenar sus ansias de libertad, un arte que consiste en dejar las ataduras lo más sueltas posible a fin de dar al aroma prisionero una semblanza de libertad y en anudarlas con fuerza para que no pueda huir.

Grenouille había realizado a la perfección esta muestra de habilidad con la esencia de nardo, cuya efímera fragancia retuvo con minúsculas cantidades de algalia, vainilla, láudano y ciprés, prestándole así un auténtico valor. ¿Por qué no hacer algo parecido con la fragancia de la muchacha? ¿Por qué usar y derrochar en estado puro el aroma más valioso y frágil de todos? Qué torpeza. Qué grave falta de refinamiento. ¿Acaso se dejaban los diamantes en bruto? ¿Se llevaba el oro en pedruscos alrededor del cuello? ¿Era él, Grenouille, un primitivo ladrón de perfumes como Druot y demás maceradores, destiladores y exprimidores de pétalos? ¿Acaso no era el mayor perfumista del mundo? Se asestó un manotazo en la cabeza, horrorizado porque no se le había ocurrido antes: aquella singular fragancia no podía usarse en bruto. Debía tratarla como la piedra preciosa de más valor. Debía forjar una diadema fragante en cuya parte más elevada refulgiera "su" aroma, mezclado con otros pero dominándolos a todos. Elaboraría un perfume según todas las reglas del arte y la fragancia de la muchacha de detrás de la muralla, sería la nota central.

Como auxiliares, como nota básica, mediana y alta, como aroma de punta y como fijador no eran apropiados ni el almizcle ni la algalia, ni el neroli ni la esencia de rosas; esto por descontado. Para un perfume como aquél, para un perfume humano, se requerían otros ingredientes.