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En mayo del mismo año se encontró en un campo de rosas, a medio camino entre Grasse y el pueblo de Opio, situado al este de dicha ciudad, el cuerpo desnudo de una muchacha de quince años. Había sido golpeada en la nuca con un garrote. El campesino que lo descubrió quedó tan trastornado por el macabro hallazgo que casi atrajo hacia su persona las sospechas de la policía declarando al teniente con voz trémula que nunca había visto nada tan bello, cuando lo que quiso decir era que nunca había visto nada tan espantoso.
En realidad, la joven era de una belleza exquisita. Pertenecía a aquel tipo de mujeres plácidas que parecen hechas de miel oscura, tersas, dulces y melosas, que con un gesto apacible, un movimiento de la cabellera, un solo y lento destello de la mirada dominan el espacio y permanecen tranquilas como en el centro de un ciclón, al parecer ignorantes de la propia fuerza de atracción, que arrastra hacia ellas de modo irresistible los anhelos y las almas tanto de hombres como de mujeres. Y era joven, muy joven, aún no había perdido en la madurez incipiente el encanto de su tipo.
Sus miembros mórbidos eran todavía tersos y firmes, los pechos como recién moldeados, y el rostro ancho, enmarcado por cabellos negros y fuertes, aún poseía los contornos más delicados y los lugares más secretos. La cabellera faltaba sin embargo. El asesino la había cortado y robado, así como la ropa.
Se sospechó de los gitanos; a los gitanos se les podía atribuir todo. Era bien sabido que tejían alfombras con retales viejos, rellenaban almohadas con cabello humano y hacían muñecas con piel y dientes de los condenados a la horca. En el caso de crímenes tan perversos, sólo podía sospecharse de los gitanos. Pero por aquel entonces no había ninguno en muchas millas a la redonda, no habían sido vistos en la región desde el mes de diciembre.
A falta de gitanos, se sospechó de los jornaleros italianos, pero tampoco había ninguno por los alrededores; era demasiado pronto para ellos, pues no iban por allí hasta junio, al tiempo de la cosecha del jazmín, así que tampoco podían haber sido los italianos. A continuación, las sospechas recayeron en los fabricantes de pelucas, a quienes acusaba la melena cortada de la víctima. En vano. Después se pensó en los judíos, después en los monjes del convento de benedictinos, supuestamente lascivos -aunque todos pasaban de los setenta-, después en los cistercienses, en los masones, en los alienados de la Charitè, en los carboneros, en los mendigos y, por último, en los nobles disolutos, en particular el marqués de Cabris, que se había casado tres veces y organizaba, según se decía, misas orgiásticas en sus bodegas, en cuyo transcurso bebía sangre de doncella para aumentar su potencia sexual. Sin embargo, no pudo probarse nada concreto. Nadie había sido testigo del asesinato ni pudieron encontrarse ropas o cabellos de la víctima. Al cabo de unas semanas, el teniente de policía dio por terminadas las investigaciones.
A mediados de junio llegaron los italianos, muchos con sus familias, para ganarse la vida como recolectores. Los campesinos los contrataron, pero, recordando el asesinato, prohibieron a sus mujeres e hijas que tuvieran tratos con ellos. Toda precaución era poca, porque a pesar de que los jornaleros no eran culpables del crimen, en principio podían haberlo sido, de ahí que no estuviera de más precaverse de ellos.
Poco después del comienzo de la cosecha del jazmín se produjeron otros dos asesinatos. Las víctimas fueron otra vez muchachas extraordinariamente hermosas, ambas pertenecían al mismo tipo de mujeres morenas y plácidas, las dos fueron halladas también desnudas y con la cabellera cortada, y tendidas en los campos de flores con una herida contusa en la base del cráneo. Tampoco esta vez había rastro del asesino. La noticia se propagó como un reguero de pólvora y se temieron más agresiones contra los inmigrantes cuando se supo que ambas víctimas eran italianas, hijas de un jornalero genovés.
Ahora el temor hizo mella en la región. La gente ya no sabía hacia quién dirigir su cólera impotente. Es cierto que algunos todavía sospechaban de los locos o del misterioso marqués, pero nadie lo consideraba probable, ya que los primeros estaban bajo constante vigilancia y el último se había marchado hacía tiempo a París. En consecuencia, todos hicieron causa común. Los campesinos abrieron sus graneros a los inmigrantes, que hasta entonces habían dormido a la intemperie. Los habitantes de la ciudad organizaron un servicio de patrullas nocturnas en cada barrio. El teniente de policía reforzó la guardia de las puertas. Sin embargo, ninguna de estas disposiciones sirvió de nada. Pocos días después del doble asesinato se encontró el cadáver de otra muchacha, en iguales condiciones que los anteriores. Esta vez se trataba de una lavandera sarda del palacio episcopal, que fue asesinada cerca de la gran alberca de la Fontaine de la Foux, ante las mismas puertas de la ciudad. Y aunque los cónsules, apremiados por la excitada población, tomaron medidas más severas -controles más estrictos en las puertas, reforzamiento de las guardias nocturnas, prohibición de salida de todas las personas del sexo femenino a la caída de la noche-, aquel verano no pasó otra semana sin que fuera encontrado el cadáver de una doncella. Y siempre se trataba de muchachas que acababan de convertirse en mujeres y siempre eran las más hermosas y, en su mayoría, de aquel tipo moreno y seductor, aunque pronto el asesino dejó de despreciar a la clase de muchachas dominantes en la región, dulces, de tez blanca y un poco más redondeadas. Incluso las castañas y rubias oscuras, siempre y cuando no fueran muy delgadas, figuraron al final entre sus víctimas. Las buscaba por todas partes, no ya sólo en los alrededores de Grasse, sino en el centro de la ciudad e incluso hasta en las casas. La hija de un carpintero fue hallada muerta de un golpe en su dormitorio del quinto piso y nadie de la casa había oído el menor ruido y ninguno de los perros, que husmeaban y ladraban a todos los extraños, había reaccionado. El asesino parecía inasequible e incorpóreo como un espíritu.
La población se indignó e insultó a las autoridades. El más pequeño rumor daba origen a desmanes. Un vendedor ambulante que ofrecía filtros amorosos y pócimas de curandero estuvo a punto de ser linchado porque alguien dijo que sus remedios contenían cabellos de doncella pulverizados. Se intentó provocar un incendio en la mansión de Cabris y en el hospicio de la Charitè. El pañero Alexandre Misnard mató de un tiro a su propio criado cuando éste volvía de noche a casa porque lo tomó por el famoso asesino de doncellas. Quienes podían permitírselo, enviaban a sus hijas adolescentes a casa de familiares o a internados de Niza, Aix o Marsella. El teniente de policía fue relevado de su cargo a instancias del consejo. Su sucesor encomendó el examen del estado virginal de los cadáveres sin cabellera al colegio de médicos. Todas las muchachas estaban intactas.
Extrañamente, este hecho incrementó el horror en vez de disminuirlo, porque en su fuero interno todos estaban seguros de que las muchachas habían sido violadas. En este caso se habría conocido por lo menos el móvil del asesino, mientras que ahora se sabía lo mismo que antes, no se tenía la menor pista. Y quien creía en Dios, se refugiaba en la oración, para que al menos la propia casa se salvara del demoníaco visitante.
El concejo, un gremio de los treinta ciudadanos nobles más ricos y prestigiosos de Grasse, caballeros ilustrados y anticlericales en su mayoría, que habrían preferido ver en el obispo sólo a un buen hombre y los conventos y abadías convertidos en almacenes o fábricas, estos arrogantes y poderosos caballeros del concejo se vieron obligados en su impotencia a redactar una sumisa petición a monseñor el obispo para que se dignara maldecir y excomulgar al monstruoso asesino de doncellas, a quien el poder civil no conseguía atrapar, como hiciera su preclaro antecesor en el año 1708 con las terribles langostas que entonces amenazaban al país. Y de hecho, a finales de septiembre, el asesino de doncellas de Grasse, que hasta la fecha había segado la vida de nada menos que veinticuatro de las más hermosas doncellas de todas las capas sociales, fue maldecido, excomulgado y proscrito con toda solemnidad en todos los atrios de las iglesias por escrito y oralmente desde todos los púlpitos de la ciudad, entre ellos el de Notre-Dame-du-Puy, por boca del obispo en persona.