El cielo estaba nublado. En la casa no ardía ninguna luz. La única chispa de esta noche tenebrosa parpadeaba al este, en el faro de la fortaleza de la Ile de Sainte-Marguerite, a una milla de distancia; era un minúsculo alfilerazo luminoso en un paño negro. Desde la bahía soplaba un viento ligero con olor a pescado. Los perros dormían.
Grenouille fue hacia la fachada que daba a la era y cogió una escalera que había apoyada contra la pared. La levantó y sostuvo en posición vertical, con tres peldaños bajo el brazo derecho y el resto apretado contra el hombro, y así cruzó el patio hasta que estuvo bajo su ventana, que estaba entreabierta. Mientras subía por la escalera de mano, ágil como si fuera de cemento, se congratuló de poder cosechar la fragancia de la muchacha aquí en La Napoule. En Grasse, con las ventanas enrejadas y la casa sometida a una vigilancia estricta, habría sido mucho más difícil. Aquí incluso dormía sola; ni siquiera necesitaba eliminar a la camarera.
Empujó la ventana, se introdujo en el aposento y dejó el paño a un lado. Entonces se volvió hacia la cama. La fragancia del cabello dominaba porque la muchacha dormía de bruces con el rostro enmarcado por el brazo y apretado contra la almohada, en una postura ideal para el mazazo en la nuca.
El ruido del golpe fue seco y crujiente. Lo detestaba. Lo detestaba sólo porque era un ruido en una operación por lo demás silenciosa. Sólo podía soportar este odioso ruido con los dientes apretados y cuando se hubo extinguido continuó todavía un rato inmóvil y rígido, con la mano aferrada a la maza, como si temiera que el ruido pudiese volver de alguna parte convertido en potente eco. Pero no volvió y el silencio reinó de nuevo en el dormitorio, un silencio incluso intensificado, porque ahora no se oía el aliento profundo de la muchacha. Y en cuanto se relajó la actitud tensa de Grenouille (que tal vez podría interpretarse también como una actitud de veneración o una especie de rígido minuto de silencio), su cuerpo recobró la flexibilidad.
Se guardó la maza y empezó a actuar con diligente premura. Ante todo desdobló el paño del perfumado y lo extendió sobre la mesa y las sillas, cuidando de que el lado engrasado quedara encima y se mantuviera intacto. Entonces apartó la sábana del lecho. La magnífica fragancia de la muchacha, que se derramó súbitamente, cálida y masiva, no le conmovió. Ya la conocía y la disfrutaría, la disfrutaría hasta la embriaguez más adelante, cuando la poseyera de verdad. Ahora se trataba de empezar cuanto antes, de dejar evaporar la menor cantidad posible; ahora se imponía la concentración y la rapidez.
Cortó el camisón de arriba a abajo con unos golpes de tijera, se lo quitó, cogió un paño engrasado y lo echó sobre el cuerpo desnudo. Entonces la levantó, le metió el paño sobrante por debajo, la enrolló como enrolla un barquillo el pastelero, plegó los extremos, la envolvió como una momia desde los dedos de los pies hasta la frente. Sólo sus cabellos sobresalían del vendaje de momia. Los cortó a ras de cráneo y los envolvió en el camisón, que ató como si fuera un hatillo. Por último, le tapó el cráneo rapado con una punta de paño, que introdujo dentro de un doblez con una delicada presión del dedo. Examinó todo el paquete; no había ninguna abertura, ningún agujero, ninguna rendija por la que pudiera escapar la fragancia de la muchacha. Estaba perfectamente envuelta. Ya no quedaba nada más por hacer, sólo esperar durante seis horas, hasta que amaneciera.
Tomó una silla pequeña sobre la que estaban sus ropas y se sentó. La túnica ancha y negra aún conservaba el delicado olor de su fragancia, mezclado con el olor de unas pastillas de anís que llevaba en el bolsillo como provisión para el viaje. Colocó los pies sobre el borde de la cama, cerca de los pies de ella, se cubrió con su túnica y comió las pastillas de anís. Estaba cansado, pero no quería dormirse porque no era decoroso dormirse durante el trabajo, aunque éste consistiera sólo en esperar. Recordó las noches pasadas en el taller de Baldini mientras destilaba: el alambique ennegrecido por el hollín, el fuego llameante, el leve rumor con que el producto de la destilación goteaba desde el tubo de enfriamiento a la botella florentina. De vez en cuando se tenía que vigilar el fuego, echar más agua destilada, cambiar la botella florentina, sustituir el marchito material de destilación. Y sin embargo, siempre le había parecido que no hacía guardia para desempeñar a intervalos estas tareas, sino que la guardia tenía su propio sentido. Incluso aquí, en este aposento, donde el proceso del "enfleurage" se desarrollaba por sí solo, donde incluso una verificación, una vuelta, un contacto inoportuno con el paquete perfumado podía ser contraproducente, incluso aquí, pensó Grenouille, su presencia vigilante tenía importancia. El sueño habría puesto en peligro el espíritu del éxito.
Por otra parte, no le resultaba difícil mantenerse despierto y esperar, pese a la fatiga. Amaba esta espera. También la había amado en el caso de las otras veinticuatro muchachas, porque no se trataba de una espera monótona ni ansiosa, sino de una espera palpitante, llena de sentido y, hasta cierto punto, activa. Ocurría algo mientras esperaba; ocurría lo esencial. Y aunque no lo hiciera él mismo, se hacía gracias a él. Había dado lo mejor que tenía, había aportado toda su habilidad y no había cometido ningún error. La obra era única y sería coronada por el éxito…Sólo debía esperar dos horas más.
Esta espera le llenaba de satisfacción. Nunca se había sentido tan bien en su vida, tan tranquilo, tan equilibrado, tan en paz consigo mismo -ni siquiera en su montaña- como en estas horas de pausa en el trabajo durante las cuales esperaba toda la noche velando a sus víctimas. Eran los únicos momentos en que casi se formaban pensamientos alegres dentro de su tenebroso cerebro.
Extrañamente, estos pensamientos no se proyectaban hacia el futuro. No pensaba en la fragancia que cosecharía dentro de un par de horas, ni en el perfume de veinticinco auras de doncellas, ni en planes, felicidad y éxito futuros. No, pensaba en su pasado. Recordó las etapas de su vida desde la casa de madame Gaillard y el montón de leños cálidos y húmedos que había enfrente, hasta su viaje de hoy al pequeño pueblo de La Napoule, con su olor a pescado. Pensó en el curtidor Grimal, en Giuseppe Baldini, en el marqués de la Taillade-Espinasse. Recordó la ciudad de París, su gran caldo tornasolado y maloliente, recordó a la muchacha pelirroja de la Rue des Marais, el campo abierto, el viento enrarecido, los bosques. Recordó también la montaña de Auvernia -no evitó en absoluto este recuerdo-, su caverna, el aire sin seres humanos. También recordó sus sueños. Y evocó todas estas cosas con gran complacencia. Sí, al mirar hacia atrás, le pareció que era un hombre especialmente favorecido por la suerte y que su destino le había llevado por caminos que, si bien habían sido tortuosos, al final resultaban ser los correctos… ¿cómo, si no, habría sido posible que se encontrase ahora en este oscuro aposento, en la meta de sus deseos? Pensándolo bien, era un individuo realmente afortunado.
Le embargaron la emoción, la humildad y el agradecimiento. "Gracias -murmuró-, gracias, Jean-Baptiste Grenouille, por ser como eres. " Hasta este punto era capaz de emocionarse a sí mismo.
Entonces entornó los párpados, no para dormir, sino para entregarse del todo a la paz de aquella noche sagrada. La paz llenaba su corazón, pero se le antojó que también reinaba a su alrededor. Olió el sueño tranquilo de la camarera en el aposento contiguo, el sueño satisfecho de Antoine Richis al otro lado del pasillo, olió el pacífico dormitar del posadero y los mozos, de los perros, de los animales del establo, de toda la aldea y del mar. El viento se había calmado. Todo estaba en silencio. Nada perturbaba la paz.