Pasaron más segundos que se convirtieron en minutos.
– No picará -dijo Nkata.
Barbara le indicó que callara. Miró hacia Queen's Gate. Pese a su nerviosismo, fue capaz de imaginar lo sucedido aquella noche tres meses atrás: Terry Cole sube por la calle en su moto para depositar un nuevo fajo de postales en las dos cabinas, que sin duda formaban parte de su ruta regular. Tarda unos minutos; hay un montón de postales. Mientras las está colocando, el teléfono suena y, guiado por un capricho, lo descuelga y escucha el mensaje destinado a David King-Ryder. Piensa: ¿Por qué no le echamos un vistazo, a ver de qué va el rollo?, y se dispone a hacerlo. Recorre menos de un kilómetro en su Triumph, y ve ante él el Albert Hall. Entretanto, David King-Ryder llega, con cinco minutos de retraso, quizá menos. Aparca, corre hasta el teléfono y se pone a esperar. Pasa un cuarto de hora, tal vez más. Pero no sucede nada, y no sabe por qué. Desconoce la intervención de Terry Cole. Al final, piensa que le han timado. Cree que está arruinado. Su carrera y su vida están en manos de un chantajista que quiere destruirle. Ambas son historia, en pocas palabras.
Habría bastado con un solo minuto de retraso. Era muy fácil retrasarse en Londres por culpa del tráfico. Nunca había forma de saber si un recorrido desde el punto A hasta el punto B exigirá quince minutos o cuarenta y cinco. Y quizá King-Ryder no había intentado ir de A a B dentro de la ciudad. Tal vez venía del campo, por la autopista, donde cualquier cosa podía dar al traste con los planes de alguien. O quizá el coche sufrió una avería, la batería descargada, un pinchazo. ¿Qué más daba la circunstancia precisa? Lo único que contaba era que no había llegado a tiempo de contestar la llamada. La llamada que había hecho su hijo. Una llamada no muy diferente de la que Barbara y Nkata estaban esperando.
– El pez no ha picado -dijo Nkata.
– Mierda -dijo Barbara.
Y el teléfono sonó.
Barbara tiró el cigarrillo al suelo y corrió hacia la cabina. No era la misma desde la que Nkata había llamado, sino la de al lado. Lo cual podía no significar nada o todo, pensó Barbara, puesto que nunca sabrían en cuál había estado Terry Cole.
Nkata levantó el auricular al tercer timbrazo.
– ¿Mista King-Ryder? -dijo mientras Barbara contenía el aliento.
Sí, sí, sí, pensó cuando Nkata alzó el pulgar en señal de triunfo. Por fin entraban en materia.
– ¡Jodidos ordenadores! ¿De qué sirve tenerlos si cada día cascan? Dímelo, joder.
Por lo visto, la agente Peggy Hammer ya había oído muchas veces la misma pregunta en labios de su superior.
– No está roto, señor -dijo con admirable paciencia-. Es lo mismo del otro día. Estamos desconectados de la red por algún motivo. Supongo que el problema estará en Swansea, pero igual podría estar en Londres. Además, siempre hay nuestro…
– No le estoy pidiendo un análisis, Hammer -interrumpió Hanken-. Estoy pidiendo un poco de acción.
Habían llevado al centro de investigaciones de Buxton el montón de tarjetas de registro del hotel Black Angel, con lo que habían creído instrucciones sencillas que les permitirían reunir información en cuestión de minutos: conectarse con la DVLA de Swansea, introducir los números de matrícula de todos los coches cuyos conductores se hubieran alojado en el hotel Black Angel durante las dos últimas semanas, conseguir el nombre del propietario legal de cada coche, comparar el nombre con el consignado en la tarjeta del hotel. Propósito: ver si alguien se había registrado en el hotel con nombre falso. Corroboración de dicha posibilidad: un nombre en la tarjeta de registro, un nombre diferente en el sistema de la DVLA que indica la propiedad del automóvil. Una tarea sencilla. Solo tardarían unos minutos, porque los ordenadores eran rápidos y las tarjetas de registro (considerando el tamaño del hotel y el número de habitaciones) no eran numerosas. Quince minutos de trabajo, como máximo. Si el puto sistema hubiera funcionado por una puta vez.
Lynley vio que estos razonamientos pasaban por la mente de Hanken. Él también se sentía frustrado. Sin embargo, el motivo de su nerviosismo era diferente. No podía conseguir que Hanken se olvidara de Andy Maiden.
Lynley comprendía el razonamiento de su colega: Andy reunía el móvil y la oportunidad. Daba igual si tenía idea de utilizar un longbow, si alguien que se hubiera registrado en el hotel Black Angel bajo un nombre falso poseía esa habilidad. Y hasta que descubrieran si se habían utilizado identidades falsas en Tideswell, Lynley sabía que Hanken no daría el brazo a torcer.
El objetivo lógico era Julian Britton; siempre lo había sido. Al contrario que Andy Maiden, Britton tenía todos los números para ser el asesino. Había amado a Nicola hasta el punto de querer casarse con ella, y la había visitado en Londres, tal como él mismo había admitido. ¿Cabía que no hubiese visto nada que le hubiese dado la pista de su verdadera vida? Además, ¿existía alguna probabilidad de que hubiera sospechado que no era su único amante en Derbyshire?
Julian Britton tenía motivos a patadas. Carecía de coartada sólida para la noche del asesinato. Y en cuanto a lo de saber manejar un longbow, sin duda había visto montones de arcos en Broughton Manor durante torneos, recreaciones históricas y similares. ¿Era mucho suponer que Julian sabía manejarlos?
Un registro de Broughton Manor sería revelador. Las huellas dactilares de Julian, comparadas con las que el forense encontrara en la chaqueta de cuero, pondrían punto final al drama. Pero Hanken no tomaría esa dirección a menos que los registros del Black Angel desembocaran en un callejón sin salida. Daba igual que Julian hubiera podido abandonar la chaqueta en el Black Angel. Daba igual que hubiera tirado el impermeable en el contenedor. Daba igual que al hacerlo hubiera tenido que desviarse solo cinco minutos de la ruta directa entre Calder Moor y su casa. Hanken investigaría exhaustivamente a Andy Maiden, y entretanto sería como si Julian Britton no existiera.
Enfrentado a la rebelión del ordenador, Hanken maldijo la tecnología moderna. Tiró las tarjetas de registro a la agente Hammer y ordenó que utilizara un medio de comunicación anticuado: el teléfono.
– Llame a Swansea y dígales que si es necesario lo hagan a mano -ladró.
– Señor -contestó Peggy Hammer con voz sufrida.
Abandonaron el centro de investigaciones. Hanken masculló que lo único que podían hacer era esperar a que la agente Hammer y la DVLA obtuvieran la información que necesitaban, y Lynley se preguntó por la mejor manera de desviar el foco de la atención hacia Julian Britton. Una secretaria del departamento les alcanzó para decirles que preguntaban por Lynley en la zona de recepción.
– Es la señora Maiden -dijo-. Le advierto que está muy alterada.
Así era. La condujeron al despacho de Hanken unos minutos después, y era el pánico personificado. Aferraba una hoja de papel arrugada, y cuando vio a Lynley se puso a gritar.
– ¡Ayúdeme! -Se volvió hacia Hanken-. ¡Usted le obligó! No le dejaba en paz. No podía dejarle en paz. No quería darse cuenta de que a la larga haría algo… Haría… haría… algo…
Se llevó el puño con el papel a la frente.
– Señora Maiden -empezó Lynley.
– Usted trabajó con él, era amigo suyo. Le conoce. Le conocía. Ha de hacer algo, porque si no… si usted no puede… Por favor, por favor.
– ¿Qué coño está pasando? -preguntó Hanken. Era evidente que albergaba escasas simpatías por la esposa de su sospechoso número uno.
Lynley se acercó a Nan Maiden y cogió su mano. Le bajó el brazo y extrajo con suavidad la nota de entre los dedos.