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Caminaron hasta el coche de Barbara, aparcado en Queen's Gate Gardens. Nkata había dicho a King-Ryder que se encontraría con él en el Agincourt media hora después de que colgara.

«Si aparece antes, no me verá -había advertido a King-Ryder-. Dé gracias al cielo de que me preste a negociar, amigo.»

King-Ryder se ocuparía de que la entrada de artistas estuviera abierta, y también de que el edificio estuviera desierto.

El trayecto hasta el West End les llevó menos de veinte minutos. El teatro Agincourt se alzaba junto al museo de Historia del Teatro, en una angosta calle que nacía en Shaftesbury Avenue. La entrada de artistas se encontraba ante una hilera de contenedores pertenecientes al hotel Royal Standard. No había ventanas que dieran a la calle, de modo que Barbara y Nkata pudieron entrar en el teatro sin que nadie les observara.

Nkata se apostó en la última fila de platea. Barbara se ocultó fuera del escenario, en la oscuridad proporcionada por un enorme decorado. Aunque el tráfico y los peatones que pasaban por delante del teatro causaban un estruendo que parecía extenderse a toda Shaftesbury Avenue, dentro del edificio reinaba un silencio de muerte. Así pues, cuando su presa entró en el escenario siete minutos después, Barbara le oyó.

Hizo lo que Nkata le había indicado: cerró la puerta, se encaminó a la zona de las bambalinas, encendió las luces, caminó hasta el centro del escenario y se detuvo en el punto donde seguramente, sospechó Barbara, Hamlet debía agonizar en brazos de Horacio. Un toque de distinción.

Escrutó el teatro a oscuras y dijo:

– Muy bien, maldita sea, aquí estoy.

Nkata habló desde el fondo, oculto por las sombras.

– Ya lo veo.

King-Ryder avanzó un paso y de repente dijo, con voz dolorida y aguda:

– Tú le mataste, sucio bastardo. Vosotros le matasteis. Los dos. Y juro por Dios que lo vais a pagar.

– Yo no he matado a nadie. Hace tiempo que no viajo a Derbyshire.

– Ya sabes de qué estoy hablando. Tú mataste a mi padre.

Barbara frunció el entrecejo. ¿De qué coño estaba hablando?

– Tengo entendido que ese tío se suicidó -dijo Nkata.

King-Ryder apretó los puños.

– ¿Y por qué? ¿Por qué coño crees que se suicidó? Necesitaba esa partitura. Y la habría conseguido, hasta la última puta hoja, si tú y tus colegas no os hubierais entrometido. Se pegó un tiro porque pensó… creyó… Mi padre creyó… -Su voz se quebró-. Tú le mataste. Dame esa partitura. Tú le mataste.

– Antes hemos de llegar a un acuerdo, tío.

– Sal a la luz para que pueda verte.

– Ni lo sueñes. Si no me ves, no sabrás a quién debes cargarte.

– Estás loco si piensas que voy a dar un montón de dinero a alguien que no da la cara.

– Sin embargo, esperabas que tu padre hiciera lo mismo.

– No hables de él. No eres digno de mencionar su nombre.

– ¿Te sientes culpable?

– Dame la partitura. Sube aquí. Pórtate como un hombre. Dámela.

– No te saldrá gratis.

– Estupendo. ¿Cuánto?

– Lo que tu padre iba a pagar.

– Estás loco.

– Una buena tajada -dijo Nkata-. Me encantará quitártela de las manos. Y no te hagas el listo, tío. Sé cuál es la cantidad. Te doy veinticuatro horas para traerla aquí, en metálico. Supongo que las transacciones tardan más cuando St. Helier anda de por medio, y yo soy un tipo comprensivo.

La mención de St. Helier llevó las cosas demasiado lejos. Barbara lo vio en la reacción de King-Ryder: la espalda se tensó de repente, cuando todas las terminales nerviosas se pusieron en estado de alerta. Ningún chorizo corriente habría sabido lo del banco de St. Helier.

King-Ryder se alejó del centro del escenario y escudriñó la oscuridad de la platea.

– ¿Quién cojones eres? -preguntó con cautela.

Barbara intervino.

– Creo que ya sabe la respuesta, señor King-Ryder. -Salió de la oscuridad-. Por cierto, la partitura no está aquí. Para ser sincera, creo que nunca habría salido a la superficie si usted no hubiera matado a Terry Cole para recuperarla. Terry se la había regalado a su vecina, la anciana señora Baden. Y ella no tenía la menor idea de lo que era.

– Usted… -dijo King-Ryder, perplejo.

– Exacto. ¿Quiere acompañarme como un niño bueno, o montamos una escena?

– No tienen nada contra mí -dijo King-Ryder-. No he dicho nada que puedan utilizar para demostrar que he levantado un dedo para hacer daño a alguien.

– Eso es cierto. -Nkata bajó por el pasillo central del teatro-. Pero hemos encontrado una bonita chaqueta de cuero en Derbyshire. Y si sus huellas dactilares coinciden con las que se encuentren en ella, las va a pasar canutas.

Barbara casi vio las ruedecillas que giraban a toda prisa en el cerebro de King-Ryder mientras repasaba las opciones: luchar, huir o rendirse. Todo estaba en su contra, pese a que uno de sus adversarios era una mujer, y si bien el teatro y el barrio circundante facilitaban muchos lugares donde esconderse, aunque hubiera intentado escapar solo era una cuestión de tiempo que le detuvieran.

Su postura cambió de nuevo.

– Ellos mataron a mi padre -dijo vagamente-. Ellos mataron a papá.

Cuando habían transcurrido dos horas sin que Andy Maiden volviera a Broughton Manor, Lynley empezó a dudar de las conclusiones que había extraído de la nota que había dejado en Maiden Hall. Una llamada telefónica de Hanken, informándole de la completa seguridad de Will Upman, contribuyó a fortalecer sus dudas.

– Aquí no hay ni rastro de él -dijo Lynley a su colega-. Pete, tengo un mal presagio.

Su mal presagio se convirtió en ominoso cuando Winston Nkata le telefoneó desde Londres. Tenía a Matthew King-Ryder en el Yard, dijo en un rápido recitado que no ofrecía oportunidades de interrupción. Barbara Havers había urdido una celada que había funcionado a la perfección. El tío estaba dispuesto a hablar de los asesinatos. Nkata y Havers podían encerrarle y esperar al inspector, o empezar a interrogarle. ¿Cuál era el deseo de Lynley?

– Todo fue por esa partitura que Barb encontró en Battersea. Terry Cole se interpuso entre la partitura y lo que iba a suceder con ella, y el padre de King-Ryder se voló los sesos por ese motivo. Matthew quiso vengarse de su muerte, al menos eso afirma. También quería recuperar la partitura, por supuesto.

Lynley escuchaba sin comprender. Nkata habló del West End, de la nueva producción de Hamlet, de cabinas telefónicas en South Kensington y de Terry Cole. Cuando terminó y repitió la pregunta (¿quería el inspector que esperaran hasta su regreso para tomar declaración a Matthew King-Ryder?), Lynley dijo con voz ronca:

– Pero Winston, ¿y la chica? Nicola. ¿Por qué la mató?

– Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. King-Ryder la mató porque estaba allí. Cuando la flecha alcanzó a Terry, ella le vio con el arco. Barb dice que vio una foto en el apartamento del tío: Matthew de niño, posando con papá en el colegio el día de los Deportes. Cree que llevaba un carcaj. Vio la correa que le cruzaba el pecho. Supongo que si conseguimos una orden judicial, descubriremos un longbow en su casa. ¿Quiere que lo haga?

– ¿Cómo explicas la intervención de Havers? -preguntó Lynley.

– Interrogó a Vi Nevin cuando la chica recobró el conocimiento, anoche. Le facilitó casi todos los detalles. -Lynley oyó que Nkata respiraba hondo-. Como la Nevin no parecía implicada en el caso (debido al rollo de Islington), le dije que lo hiciera. Le dije a Barb que hablara con ella. Si es cuestión de reprimendas, yo soy el único responsable.

Lynley se sentía abrumado por la cantidad de información que Nkata le había transmitido, pero aun así consiguió decir:

– Bien hecho, Winston.