Ya estaba preparado para irse, pero la ley le había enseñado que pronunciar el veredicto era importante, más que todo lo demás.
– Peter, te lo repetiré de nuevo. Lo que has hecho es imperdonable. Es totalmente inmoral. Y aún más, has expuesto a grandes sufrimientos a todos los miembros de esta familia.
Peter guardó silencio un instante, pero al fin habló.
– Eso pensaba mamá. Estaba aterrada. Contárselo a ella fue lo más tonto que he hecho en mi vida. -Peter alzó los ojos-. Estoy seguro de que eso fue la gota que colmó el vaso.
Por un instante un temblor de emoción le cruzó la cara. Stern comprendió que Peter era tan duro consigo mismo como en los juicios que aplicaba a los demás. Se había despedido de la madre, la persona que más quería en la vida, teniendo que verle una expresión de esperanza marchita y creencias despedazadas. Era imposible negar los factores biológicos. A pesar de todo, Stern se sintió terriblemente conmovido por el hijo y por su incurable angustia.
Se encaminó hacia la puerta.
– ¿Qué vas a hacer, papá? ¿Qué va a ocurrir?
Su hijo, como todos los hijos, aún quería creer que su padre era un hombre de infinitos recursos, de soluciones perfectas. Pero en ese momento Stern no tenía nada que ofrecer.
47
Marta regresó a casa poco después de las diez. Tarareaba en voz baja, con notas discordantes, y Stern la oyó desde el solario. Marta era la única de la familia que había tenido un buen día. Venía del tribunal y se la veía eufórica.
– Ni siquiera ella pudo soportarlo -explicó Marta, aludiendo a Klonsky.
Stern se reservó la opinión; Marta parecía encantada de creer que había convertido a una fiscal. Desde la oficina llamó a George Mason con la noticia y luego le dictó el informe a la juez Winchell. Después preguntó si había en la oficina casos en los cuales pudiera echar una mano mientras buscaba un empleo. Paga por horas. Stern, al cabo de un momento de reflexión, decidió que se había precipitado en sus esperanzas y la remitió a Sondra.
Por la tarde Marta se había instalado en la única oficina vacía para examinar una pila de carpetas relacionadas con el reciente caso de fraude, redactando o charlando animadamente por teléfono cuando pasaba Stern. Marta parecía vivir su vida como una máquina. Si la enchufabas en cualquier parte, funcionaba a plena potencia. Su hija lo desconcertaba, pero aun así le agradaba contar con su compañía. Seguirían así durante varias semanas. Él intentaría ser discreto. Se preguntó si esta posibilidad hubiera sido factible de vivir Clara. No, decidió al cabo de un instante. Había muchas razones para que de pronto Marta se interesara en Kindle, y una de ellas era que su madre había muerto. Así es la dolorosa aritmética de los hechos humanos, pensó Stern. Pérdida y ganancia.
Stern, en el solario, cerró los ojos cuando la oyó entrar.
– ¿Estás dormido? -susurró ella.
Él notó que Marta se acercaba, pero no se movió. Esa noche no tenía ánimos para conversar más con sus hijos, ni siquiera con Marta. Permaneció inmóvil, escuchando los pasos de ella en la escalera. No tenía sueño. A la una, fue a la cocina y se sentó bajo la pantalla de cristal verde de la lámpara, sorbiendo jerez, como en la noche que había descubierto a Clara. De momento estaba más allá de todo juicio y aún no le interesaba la trigonometría de las posibles soluciones. Se sumió de nuevo en su dolor, hundido hasta la barbilla en el cieno espeso de algo parecido a un desgarrón, que lo atrapaba como arenas movedizas.
A las cinco y media subió, se duchó y se vistió. Preparó café y calentó un panecillo. Luego marchó hacia la ciudad, al refugio del trabajo y la oficina. Entró por la puerta trasera y se alarmó al advertir que algo estaba fuera de lugar.
Dixon había regresado.
Estaba en el sofá de la oficina de Stern, esta vez erguido, pero durmiendo. Se había quitado los elegantes zapatos, que estaban a poca distancia de la caja fuerte. Se había dormido con las piernas cruzadas a la altura del tobillo. Vestía una chaqueta de seda -el aire acondicionado debía de haber funcionado toda la noche, pues la habitación estaba helada- y tenía los brazos tendidos sobre la tela nudosa de los cojines del sofá. Apoyaba la barbilla sobre la chillona camisa tropical.
Stern se plantó ante el cristal ahumado del escritorio, mientras extraía documentos del maletín.
– Habrás creído que estuviste muy gracioso el otro día -espetó Dixon con claridad, pero sin moverse-. Esas pamplinas sobre la caja. «Me engañas, Dixon.» -Abrió los ojos-. Como un puñetero oráculo. -Se apoyó una mano en el cuello y movió la cabeza-. Te habrás desternillado de risa, pues ya lo habías mirado todo.
– Ah -exclamó Stern.
Silvia. Una brecha en el sistema de seguridad.
– Tengo una factura del sujeto que reparó la puerta trasera. Tendrías que haber oído a tu hermana. «Oh, eso es de Alejandro.» Larí, lará -canturreó con voz de falsete-. Como diciendo: «¿Acaso no te mencioné que mi hermano contrató a un matón para derrumbar la puerta?». Cuatrocientos pavos. Por cierto, espero que pagues tú.
El ojeroso Dixon tenía un aspecto temible. No se había afeitado y estaba visiblemente exhausto; los ojos parecían hundidos en las oscuras cuencas. Pidió a Stern que llamara a su casa. Stern pulsó un botón del aparato y le entregó el teléfono, mientras se marchaba para preparar café en la pequeña cocina del pasillo. Cuando regresó, Dixon se estaba despidiendo de Silvia.
– Tu hermana dice que tú y yo tenemos que dejar de vernos así. -Dixon rió. El humor de Silvia era torpe pero Dixon lo admiraba-. Ya veo que no estás en la cárcel.
Stern alzó ambas manos para subrayar que estaba presente.
– He llamado a Marta -continuó Dixon-. Me dijo que tu amiguita, no recuerdo el nombre, te ha salvado el pellejo.
– De momento, sí -replicó Stern-. Las celebraciones se reanudarán la semana próxima. ¿Vendrás a visitarme?
– Visitarte -rezongó Dixon-. ¿A qué estás jugando, Stern?
– ¿A qué estoy jugando? -Stern se volvió hacia el cuñado con un gesto típico del tribunal-. ¿Has encontrado otro abogado, Dixon?
– No quiero otro abogado. He cambiado de parecer.
– Necesitas otro abogado, Dixon. Un abogado y su cliente deben tenerse mutua confianza.
– Yo confío en ti.
– Pero yo en ti, no, Dixon… ni en tu temperamento ni en tus motivaciones. Eres un hombre orgulloso, desleal, embustero. Eres un cliente inaguantable y, si en algo te importa, un pésimo amigo.
Dixon parpadeó y se frotó los ojos.
– No soy tu amigo -precisó al fin. Aún no sabía qué diría a continuación y sonrió débilmente-. Soy un pariente. No puedes librarte de mí.
– Todo lo contrario. Estoy harto de tus misterios y de tu desdén.
– ¿Desdén?
– Entre los muchísimos rencores que te guardo, Dixon, creo que ninguno es mayor que éste: no hay persona en el mundo que comprenda mejor la muerte de Clara que tú. Y te has guardado los detalles. Sin duda para tu propio beneficio, para seguir algún perverso y desconcertante plan personal.
– Estás enfadado porque no mencioné el cheque que ella me dio.
Stern no respondió.
– En realidad la explicación es muy simple.
– Dixon, vas a mentirme otra vez.
– No -dijo él con aire inocente.
– Sí.
– Stern…
– Me debes cierto respeto, Dixon.