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– Te tengo mucho respeto, Stern.

– Dixon, tal vez no llegue a entender nunca tus motivaciones, pero no tengo dudas sobre las de Clara. Soy uno de esos judíos que saben aritmética. Casi seiscientos mil dólares robados mediante transacciones adelantadas, más doscientos cincuenta mil perdidos en el déficit de la cuenta Wunderkind, suman algo más de ochocientos cincuenta mil dólares, la cantidad que figura en el cheque que Clara libró contra su cuenta de inversiones del River National. Mi esposa estaba pagando las deudas que su yerno contrajo en la cuenta que su hija había abierto. Me gustaría que no me ofendieras negando la evidencia.

– Está bien. -Dixon asintió y se puso a caminar, evidentemente ofuscado-. Ella sabía que John y yo éramos cómplices. Pensó que quizá yo estuviera dispuesto a enfrentar solo las consecuencias. Se ofreció a pagar los costes.

– ¡Mientes! -Stern cerró el maletín con violencia. Tras sufrir tanto tiempo en silencio, estaba al borde de una ira incontrolada contra su cuñado-. Dixon, puedes haber convencido a Margy con estas pamplinas de que tú y John erais conspiradores secretos y que tú merecías cargar con la culpa, pero sé muy bien que no estabas involucrado en este delito.

– ¿Margy? -Dixon se detuvo-. Pensé que ocupaba el primer puesto en tu lista de despreciables.

– He cambiado de opinión. -Stern sintió la tentación de añadir una palabra más en defensa de ella, ya que había hablado erróneamente de Margy en su última reunión con Dixon, pero seguía convencido de que en algún momento había aceptado seguir las indicaciones de Dixon en lo que ella revelaba a Stern. Casi imaginaba a Dixon diciéndole: «No menciones al chico»-. También sabrás, Dixon, que ya conozco toda la historia: cómo decidiste salvar tu empresa, infligir un castigo y cómo en consecuencia alguien decidió informar contra ti.

Dixon esperó, se paró en seco y finalmente se acercó al sofá para evaluar esta novedad. Se quitó la chaqueta, la arrojó allí y se sentó al lado.

– Según tu plan original, Dixon, ¿cuánto tiempo debía sufrir John en tu purgatorio?

Dixon agitó la mano como si tuviera algo en ella. Aún no se decidía a confesar la verdad.

– No había límites de tiempo -respondió al fin-. En realidad, le dije que tal vez dentro de dos o tres años lo denunciara al gobierno de todos modos.

– Por lo visto te creyó.

– Hizo bien -dijo Dixon, quien miró al cuñado de hito en hito, hasta que rompió el trance encendiendo un cigarrillo. Tamborileó con el filtro sobre el cristal del escritorio-. Desde luego, el muy gilipollas nunca me dijo que su mujer estaba embarazada.

– ¿Eso habría cambiado las cosas?

Dixon se encogió de hombros.

– Tal vez. Habría reflexionado un poco más sobre la situación a la cual lo empujaba.

– ¿Y Clara? -preguntó Stern-. Me gustaría que me contaras tu último encuentro con ella. ¿Cuándo fue?

– Tres o cuatro días antes de su muerte. -Dixon observó el cigarrillo-. No hay nada especial que contar. Ella trajo ese cheque. Como dices, quería pagar las deudas de John. Le dije que no se molestara, que no lo aceptaría. Yo quería el pellejo de ese idiota, no un cheque. Eso era todo. Ella insistió en dármelo, así que lo guardé en la caja de seguridad. Eso es todo.

– Eso no es todo, Dixon.

– Sí, lo es.

– No, Dixon. Tuviste la tentación de entregar a John a los fiscales. Pero no solamente perdiste impulso, sino que te callaste mientras cambiaban la libertad de él por la tuya. Un cambio muy sorprendente.

Dixon Hartnell se había criado en regiones donde la presión de la tierra había transformado desechos orgánicos en algo negro, brillante y casi tan duro como la piedra. Había aprendido esta lección y ahora tenía el aspecto apropiado: duro y diamantino como si el centro de la tierra le infundiera la capacidad de resistencia. Trasladado de las tierras del carbón al corazón de los mercados, había aprendido que su voluntad era inmensa, y ahora estaba obligada. No tenía más que decir.

– Háblame de tu audiencia de esta mañana. ¿En serio irás a la cárcel por mí?

– Si es preciso. Ya hay suficientes miembros de mi familia atestiguando contra ti. -Dixon resistió el sarcasmo con la misma expresión firme- ¿Es verdad que Clara te reveló el papel de Peter en todo esto?

Dixon fumó el cigarrillo sin hacer comentarios.

– Otro abogado, Dixon, te ayudaría a presentar una excelente moción contra los procedimientos del gran jurado y la conducta del gobierno en lo relacionado con Peter. Ni siquiera tendrías que comentar la veracidad de la información que él les brindó.

Una expresión de interés cruzó la cara de Dixon.

– ¿Yo ganaría?

– ¿A mi entender? No. Se te otorgaría una audiencia para determinar que no hubo violaciones de tu derecho al asesoramiento profesional. Desde luego, podrías retrasar la apisonadora de Sennett. Pero dudo que un tribunal condenara la conducta del gobierno o pensara que violaron tus derechos. El gobierno está casi obligado a tomar sus testigos donde los encuentre. Simplemente halló éste en un sitio más que conveniente.

Dixon se encogió de hombros. No le sorprendía. Stern insistió en que consultara con otro abogado, pero Dixon agitó la mano.

– Me fío de tu palabra.

Se levantó y se dirigió a uno de los estantes. Allí había fotografías de la familia. Clara. Los hijos. A decir verdad, y en el día de hoy se requería la verdad una vez más, Stern rara vez observaba los retratos. Eran objetos obligatorios, una decoración apropiada. Pero Dixon se detuvo ante cada fotografía y las sostuvo una por una. Stern le concedió este momento, hasta que él estuvo preparado.

– Ahora Dixon, por favor, me gustaría saber qué ocurrió la última vez que te encontraste con Clara. Puedes ser breve. Me conformaré con lo más importante. No es preciso -añadió Stern con voz gutural- que te explayes en lo que menos deseas contar y en lo que yo menos deseo saber.

Dixon dio media vuelta, aunque mantuvo una notable compostura. Aun así, Stern advirtió que se había despabilado de golpe. Tenía los ojos más abiertos, una postura casi militar. Si Dixon aceptaba las reglas, este terreno siempre quedaría inexplorado entre ellos. Tras muchas reflexiones, Stern había resuelto que prefería este convenio. Pero Dixon era quien era, un jugador visceral. Parpadeó y miró a Stern a los ojos.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Qué quiero decir? -Stern vaciló un instante, y luego se precipitó en el núcleo humeante de su cólera. Cogió el maletín y lo golpeó contra el escritorio-. ¿Quieres que te haga dibujos, Dixon? ¿Quieres entablar un desapasionado coloquio sobre los mortales azares de las enfermedades de transmisión sexual? Me refiero, Dixon, a tus relaciones con mi mujer.

Dixon no movió los ojos grises. Cuando Stern observó el escritorio, vio que había quebrado el cristal, dejando un agujero de bala en el punto del impacto y una grieta que se irradiaba por la superficie ahumada hasta el borde verde biselado. Este escritorio nunca le había gustado.

– ¿Quieres explicaciones? -preguntó Dixon.

Estaba detrás de Stern, y este prefirió no mirarlo.

– No.

– Porque no las tengo. Soy sólo un condenado hijo de puta.

– ¿Tratas de seducirme con tu encanto, Dixon?

– No. Fue hace mucho tiempo, Stern.

– Lo sé.

– Fue un accidente.

– ¡Por favor!

– No, no es eso. -Dixon chasqueó los dedos-. Fue sin intención. -Cuando Stern dio media vuelta, Dixon se había acercado y le extendía la cigarrera con una mirada ávida y servil-. ¿Un puro?

Stern le arrebató la caja entera.

– ¡Aparta las zarpas, Dixon!

La caja le quedó en las manos. Stern extrajo un cigarro, lo encendió, y cerró la tapa con fuerza. Miró con furia al cuñado mientras Dixon se retiraba hacia el sofá, encendiendo otro cigarrillo.

– Fue culpa mía -comentó-. No me necesitas a mí para que te diga eso. La asedié durante años. Años. -Stern imaginó a Dixon en una reunión familiar, surgiendo de las sombras de la cocina o el vestíbulo para apoyar las manos en las caderas de Clara. Repulsivo. Un ataque claro pero neutro, por si lo rechazaban. Pero con el silencio de Clara, Dixon, siendo quien era, se habría sentido alentado. Sabía que había despertado algún interés. Paso a paso, gesto a gesto, año tras año, había intensificado la llama, consciente de que esta posibilidad de pasión era un tesoro más, un secreto más de Clara. Stern, tentado de imaginar más, decidió contenerse. Basta, se dijo a sí mismo. Basta-. Yo la admiraba. -Por primera vez, se atrevió a mirar a Stern-. Era una mujer admirable.