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– Dixon, no tienes conciencia.

– No. -Dixon meneó la cabeza-. Soy raro. Siempre quise hacer lo que otros no hacían.

– Creo que eso tiene un nombre, Dixon. Es el mal.

Dixon apagó el cigarrillo. La boca le temblaba como el hocico de un perro. Dixon Hartnell iba a llorar. Tenía la cara roja y bajó la mirada.

– No tenía nada que ver contigo.

– Me cuesta creerlo.

– Hablo en serio.

– Eres un caso patológico, Dixon.

– Vale. Lo admito.

Se estaba impacientando con Stern. La autocrítica no formaba parte de su repertorio. Seguía adelante en la vida y rara vez miraba atrás.

– ¿Puedo preguntar, Dixon, cuándo ocurrió este interludio?

Dixon alzó la cara desconcertado.

– ¿A qué hora del día?

– Por favor, Dixon. ¿En qué momento de la historia de la humanidad sucedió todo esto?

– No lo sé. Fue cuando Kate se marchó a la universidad. Clara estaba abatida, muy deprimida. Todo lo veía negro. Tú estabas con tu gran caso de Kansas City, siempre ocupado.

– ¿Ésa es tu excusa, Dixon?

Dixon lo miró mientras extraía otro cigarrillo.

– Ya te lo he dicho, me aproveché. A ella no le importaba nada. Fue un acto de desesperación. Maldita desesperación.

– Gracias, Dixon, por tu importante aporte psicológico.

– Ella estaba destruyendo su vida. Se estaba desquitando de ti.

– Te repites -masculló Stern.

Por primera vez sintió, absurdamente, que tal vez rompiera a llorar. No quería que Dixon le revelara los lados ocultos de Clara. ¿Dixon estaba en lo cierto? Bastante, tal vez. Clara había tomado represalias con la esperanza de hallar cierta oscura magia en lo más prohibido. Se envilecería buscando la liberación, y en el peor de los casos al menos tendría razones para ser desgraciada, para despreciarse.

– Fue una noche y un día. Un completo fracaso -explicó Dixon-. Una nulidad. No lo digo sólo ahora. Si no hubiera tenido ese problema, se podría haber dicho que no pasó nada.

– Si no lo hubiera tenido.

– Desde luego, y no lo sabía -dijo Dixon-. Nunca lo olvidaré. Me entregó una nota en una reunión familiar. Aún me acuerdo. Una línea, nunca desperdiciaba las palabras. Ni siquiera «Querido idiota». Tan sólo: «Me están tratando por…» -Dixon agitó la mano para llenar los puntos suspensivos-. Yo no tenía ni idea. Cuando le dije a tu hermana que tenía que hacerse un análisis, me echó de la casa y fue a llorar sobre el hombro de Clara. Menudo desastre.

Todo este drama se había representado en total ausencia de Stern. Él estaba tras las bambalinas, en Kansas City. En brazos de su celosa amante: absorto en el papel que más le gustaba, había pasado por alto los acontecimientos esenciales de su vida.

Se fumó el puro. La noche de insomnio se cobraba su precio. Tenía los ojos inflamados y el cuerpo febril y agotado después del arrebato de ira. En cuanto al puro, le sorprendió descubrir que el sabor ya no le gustaba. Lo terminaría, desde luego. Había empezado a fumar puros en la oficina de Henry Mittler, cuando no podía pagárselos, y por lo general se limitaba a los que Henry le daba de mala gana, y con un cigarro en la mano todavía experimentaba ambiguas sensaciones de triunfo absoluto y seca frugalidad, pero no le costaría dejar de fumarlos. A fin de cuentas, su vida había cambiado.

– Ella acudió a mi oficina -prosiguió Dixon-. Apareció allí.

– ¿Clara?

– No, el hombre de la luna. -Dixon se acostó en el sofá de Stern-. Yo sabía a qué venía. Durante años no me había dicho otra cosa que «Pásame los guisantes».

– ¿Qué pasó?

– Entró, se sentó y lloró. Señor, cómo lloró. -Dixon la evocó un instante-. A moco tendido. De un modo u otro, oí toda la historia. Peter. John. Médicos. Tratamiento. Lo que me afectó fue el dinero. Me dio el cheque como si pensara que el dinero…

Dixon alzó una mano, con los ojos turbios, dolorido una vez más porque Clara había pensado que el dinero podía persuadirlo. Ante sus propios ojos, Dixon no tenía precio.

– ¿Y cuál era la idea de Clara, Dixon? ¿Qué quería?

– ¿Quería? Lo que querría cualquier madre. Quería que sus hijos estuvieran a salvo. Quería que yo encontrara una solución. Por eso traía el cheque. Pensaba que tal vez yo pudiera pagar a todos, MD, los clientes, y enterrar el asunto.

– ¿Qué le dijiste?

– Era demasiado tarde para eso. Peter ya había empezado a jugar al agente secreto.

– ¿Entendiste que la teoría de Peter era que nadie resultara acusado?

– Sí, lo entendí. Eso fue una locura. Pensé que si yo abría la boca, John y él terminarían descuartizados. Pensé que aun esos gilipollas de la fiscalía lo entenderían. No tengo motivos, por Cristo. ¿Voy a destrozar mi vida por unas perras?

– ¿Le dijiste todo esto a Clara?

– Era una mujer inteligente. Sabía cuáles eran los riesgos. Estaba muerta de miedo por todos ellos.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– ¿Cómo terminó la conversación, Dixon?

– Oh, no lo sé. La otra razón por la cual había venido era su estado de salud. Quería decirme que tal vez tuviera que contártelo. Es decir, no estaba preocupada por mí… le inquietaba que Silvia se enterara. De todos modos, cuando me hubo dicho esto, puso una expresión muy serena y añadió: «Dixon, no sé si podré continuar». Fue el momento más terrible de mi vida. No tuve que preguntarle de qué hablaba.

– ¿Qué respondiste?

– ¿Cómo demonios crees que respondí? Le supliqué que no lo hiciera. Durante media hora. Le di todas las razones que se me ocurrieron. Ella seguía hablando de sus hijos. Peter y Kate. Y John. Y de ti. Estaba totalmente deshecha. Traté de tranquilizarla, le aseguré que Peter y Kate estarían bien. ¿Pero qué podía decir para convencerla del todo? -Dixon se encogió de hombros-. Así que le prometí…

Era como todo lo demás. Todo lo demás. Como formas en las nubes. Él lo había visto, pero nunca había discernido el contorno.

– Le prometiste a Clara que callarías cuando te acusaran y aceptarías los cargos.

Dixon dejó el brazo colgando sobre el sofá. Sacudió las cenizas pero cayeron fuera del cenicero. Se levantó, se restregó las palmas contra los ojos.

– ¿Puedo preguntar por qué, Dixon?

– Acabo de decirte por qué. Porque se lo debía. Mira, Stern, yo no soy como tú. No soy sabio ni bueno. No puedo evitar mis acciones. Sólo puedo lamentarlo después. Es la historia de mi vida. Pero limpio mi propia mierda.

Permanecieron un rato en silencio.

– Te libero, Dixon.

– ¿Qué?

– Te libero de este peso. Fuiste muy valiente. Hiciste un trato para salvar la vida de Clara, pero a pesar de tus denodados esfuerzos fracasaste. Quedas en libertad.

Dixon meneó la cabeza.

– Se lo prometí.

– Dixon.

– Se lo prometí.

– No puedo permitirlo, Dixon.

– Yo no te pedí permiso.

– He reflexionado mucho, Dixon. Creo que John y Peter deben jugar su propia partida. Tienen que hablar, contratar a otro abogado y decir la verdad a través de él. Ver si confunden a los fiscales, tal como había calculado Peter.