– ¿Qué pasará si Sennett de pronto me cree? Si se ensaña con esos dos, los planes que tiene para mí en comparación parecerán juegos de niños.
Stern movió los hombros: su aire fatigado, místico y ajeno. No había palabras.
– Escucha -dijo Dixon-, he cerrado el pico todo el tiempo. Durante meses he esperado a que esos canallas desistieran. Que confundieran las cosas o perdieran el interés o titubearan. Pero no actuaré de este modo. John no lo logrará. He visto cómo actúa ante las situaciones peliagudas. En un tribunal, o con alguien que lo acose en serio, cederá. Hazme caso. Hundirá a Peter consigo y tal vez a Kate.
Sin duda Dixon estaba en lo cierto. Había reflexionado atentamente acerca de ello. John estaría espiando a toda la familia cuando Sennett terminara con él.
– Ése fue el riesgo que escogió Peter, Dixon.
– Oh, al demonio con eso. Son jóvenes.
Stern se sentó en el sofá junto a él. Tocó la mano de Dixon.
– Dixon, comprendo tu propósito. Reconozco que intentas saldar cuentas conmigo… que deseas ver intacto al resto de mi familia. Pero te perdono.
Dixon lo miró irritado… no, más que eso, ultrajado.
– ¿Puedes mostrar un poco de gratitud y cerrar el pico? -Se levantó-. Me declararé culpable, Stern. Y quiero que tú te encargues.
– No lo haré.
– No digas chorradas. Esto es lo correcto.
– Es un fraude, Dixon.
– Oh, basta ya, Stern. No empieces a alardear de tu honor. Te conozco hace tiempo. Has hecho cosas peores por razones peores. Estoy hablando de tus hijos.
– No.
– Sí. ¿Crees que eres el único en esta familia con derecho a ser noble?
– Silvia…
– Silvia estará bien, tú la cuidarás. Me verá los fines de semana. Será como un club campestre. Cumpliré esta sentencia sin una queja.
El mayor talento de Dixon consistía en saber vender, y mientras caminaba por la oficina había adoptado aspecto de vendedor. Era pura fanfarronería y Stern lo sabía. Las ojeras y las noches en vela de Dixon no se debían a la perspectiva de una vida de club campestre. Pero Dixon había sido soldado. Sabía que el valor no era la ausencia de miedo, sino la capacidad para seguir adelante con dignidad a pesar del miedo. Entonces Stern recordó al joven que había conocido, con fuerte barbilla y cabello broncíneo, que lucía el uniforme como un trofeo y estaba dispuesto a conseguir la gloria: una perfecta muestra de lo que Stern consideraba la especie más envidiable del planeta: un verdadero americano.
– Dixon, esto está mal.
– Oh, a la mierda con los principios, Stern. ¡A la mierda con tu honor! ¿No comprendes, idiota orgulloso, que ella tenía miedo de recurrir a ti precisamente por esto? -El acalorado Dixon asestó un puñetazo sobre el escritorio. El cristal se quebró con una vibración aguda. Ambos se movieron al instante, cada uno hacia un lado, para sostener los dos fragmentos. A lo largo de la fisura, un borde quedaba por debajo del otro. Las pilas de documentos se habían derrumbado y el puro de Stern había saltado del cenicero y estaba allí, aún encendido- ¿Se caerá? -preguntó Dixon.
Stern no lo sabía. Al final movió la silla del escritorio y la colocó entre las dos mitades. Dixon apartó las manos lentamente. El escritorio se hundió visiblemente, pero quedó estable.
Stern necesitó un instante para recordar dónde estaban. La contundente observación de Dixon se había perdido en la conmoción; de momento estaba salvado. Sabía que Dixon había cavilado acerca del asunto, y una vez más tenía razón.
Clara había dudado del pragmatismo del esposo, de su voluntad para renunciar a sus escrúpulos, sobre todo en un enfrentamiento con el hijo.
De momento, sin embargo, podía olvidar ese pensamiento; el sufrimiento vendría después, cuando estuviera solo. Pero sentía otro tipo de curiosidad, una curiosidad que se había despertado el día anterior ante un comentario de Peter.
– ¿Por qué soy tu abogado, Dixon? Ahora. En este asunto.
– ¿A quién más iba a acudir? Además, si hubiera contratado a otro habrías sospechado que ocurría algo.
– Pero dices que temías mis principios.
– No ibas a averiguar qué pasaba.
– ¿Por eso me dejaste la caja de seguridad tanto tiempo?
– Estaba cerrada.
– No obstante…
– Escucha, me asustaste con esa cháchara acerca de las órdenes de registro. Te creí. Pensé que éste era el mejor lugar.
– Pero ni siquiera tomaste la precaución de destruir el cheque que te había dado Clara.
– ¿Cómo iba a hacerlo? Me imaginé que los banqueros lo buscarían. O el abogado de la herencia. Tenía todo un numerito pensado para cuando ellos llegaran aquí: «Ella quería abrir una nueva cuenta de inversiones para los hijos, murió antes de que termináramos los documentos. Me alegra verlos. Firmen aquí».
Dixon sonrió satisfecho.
– Pero debiste tener en cuenta el riesgo de que yo lo averiguara todo.
Dixon se inclinó sobre el escritorio roto.
– Son tus hijos, Stern. Puedes darme elevados consejos para que los entregue, pero no te veo llamando a la puerta del fiscal. Nunca lo harías. -Dixon, con cara astuta y apuesta, sus ojos fatigados, miró al cuñado-. Harás lo que quiero. Tienes que hacerlo.
– No pudiste resistir el juego, ¿eh, Dixon?
Dixon se encogió de hombros.
– Instinto competitivo -dijo.
– ¿Por qué te sientes tan orgulloso con mi flaqueza? Te encanta verme ceder, Dixon.
Aún estaban uno frente al otro. Pero una carcajada ya bailoteaba en la expresión de Dixon a pesar de sus esfuerzos por reprimirla. La situación lo divertía.
– Quiero declararme culpable -concluyó.
Sabía que había ganado. Lo había sabido todo el tiempo.
Stern fue hasta el pasillo a traer café para ambos. Admitió que era un momento oportuno para negociar. Sennett se mostraría reacio a oponerse a una moción relacionada con la relación entre el gobierno y Peter. Aunque al final venciera, Sennett recibiría muchas críticas durante el proceso. Los jueces le reprocharían su inflexibilidad y la defensa protestaría con vehemencia. Los periódicos podían decir cosas desagradables. Sennett estaría ansioso de proteger su reputación.
– Decidido -convino Dixon.
– Pero no permitiré que nos asusten mientras tanto. Sennett tal vez utilice el problema conmigo como respaldo contra ti. No negociaré desde una posición débil. Si me declaran en desacato…
– De acuerdo -dijo Dixon-, podemos tomar celdas contiguas.
Le entregó el teléfono a Stern.
Todavía no eran las ocho; las secretarias no estaban. Pero tuvieron suerte. Sennett mismo atendió el teléfono.
48
Sennett convino en verlo a las cuatro. El fiscal federal se mostró prudente y quiso saber con qué se relacionaba el encuentro, pero Stern se limitó a decir que era necesaria una cita. Sennett estaba en evidente desventaja, demasiado aprensivo para pedirle detalles. A Stern se le ocurrió la idea cuando aún estaban hablando. El tono vibrante e inflexible de la voz de Sennett de pronto lo irritó, pero antes de llamar a Sonny quiso despedirse de Dixon y examinar ciertos detalles del caso de Remo, cuyo juicio empezaría el martes. Para entonces ya era cerca del mediodía.
– ¿Tiene unos minutos para comer? -preguntó.
– No voy a comer -respondió Sonny-. El calor me ha afectado. -Ella guardó silencio, tal vez esperando una explicación-. Si es por la reunión con Stan, no estaré allí.
Es un asunto personal, aclaró Stern. Quisiera verla un momento.
– ¿Le parece bien en el Morgan Towers Club dentro de veinte minutos?
– Oh, Sandy, detesto esos clubes privados. Parezco un saco. Ya sabe, es el calor.
Como de costumbre, el aire acondicionado del nuevo edificio federal había fallado.
– Prefiero una zona neutral. -Lejos de la oficina de ella, quería decir Stern-. Por el bien de usted. Prometo no mencionar la ropa.