– ¿Por mi bien?
– Cuando nos veamos -respondió Stern.
Al principio temió que ella no viniera. Estaba sentado en uno de los mullidos sillones del club, frente al ascensor, observando cómo se abrían y cerraban las puertas de acero bruñido y cómo desembarcaban los hombres de negocios. Sonny llegó agitada y parecía fuera de lugar, como ella misma había reconocido, con su sencillo vestido sin mangas de premamá, más apropiado para pasear por el campo. Sonny parecía haber llegado a ese punto del embarazo en el que se contentaba con seguir con vida. Caminaba con desgana. Llevaba un ancho sombrero con cinta rosada para protegerse del sol.
Stern la saludó con la mano. Le elogió el aspecto y de nuevo la invitó a comer o beber algo.
– No puedo. -Sonny se apoyó una mano en el vientre e hizo una mueca-. Además, llevo prisa. Vamos, Sandy. ¿De qué se trata?
Stern la condujo a un guardarropa apartado, una habitación pequeña con paneles de roble rojo, que no se usaba en verano. Detrás de la pared se oían los ruidos de la cocina y les llegaban olores de carne y verdura por los conductos de aire. El lugar tenía un vago aire clandestino.
– Pido disculpas por estas maniobras. Sospecho que Sennett la criticaría por reunirse conmigo.
Ella hizo otra mueca: ¿a quién le importaba?
– Sonny, estoy profundamente agradecido por su actitud de ayer, pero fue un error. Sin duda el fiscal está disgustado.
– Yo no diría que está contento.
– Sin duda.
Ella estaba buscando un asiento. Le dolían las piernas y había caminado deprisa. Encontró una silla en un rincón. Se sentó frente a los percheros vacíos y se abanicó con el sombrero. Stern permaneció de pie.
– Sandy, al grano.
– Hoy vaya a ver a Stan. Dígale que ha recapacitado y que está dispuesta a actuar enérgicamente.
– No estoy dispuesta a hacerlo. Además, hoy no le importa, de cualquier modo. Está enfadado porque usted averiguó lo del informante. Anoche tuvo a cuatro ayudantes investigando en la biblioteca hasta las dos. Así es Stan. Siempre con sus sandeces machistas: es así porque yo lo digo. Pero cuando las cosas se ponen mal quiere llamar a los marines para que le cubran el trasero. -Sonny calló de pronto. Como de costumbre, se había ido de la lengua-. De paso, yo no tenía idea de quién era. Al fin le pregunté a Stan hace tres días. Después de que habláramos por teléfono. Me parece morboso.
– Sonny, no fingiré que no estoy profundamente afligido, pero aclaro, entre nosotros, que no creo que la conducta del gobierno fuera ilegal.
– Tal vez no, pero apesta. No me molestaría tanto si Stan no tuviera esa sonrisa en la cara. Para él no se trata de principios eternos, sino de rencores personales.
– Sonny, le recuerdo que no hay principios eternos en la práctica de la ley -observó Stern con cierta autoridad-. Hay seres humanos en cada papel, en cada caso. Las personalidades siempre pesan.
– De un modo u otro, la fiscalía se extralimitó. -Sonny acarició la cinta del sombrero-. Escuche, Sandy, no le hice un favor especial. Al menos no tuve esa intención. Simplemente me molestó la idea de enviar una citación basada en ese tipo de información, sin revelar la fuente. Me lo imaginé todo: la juez lo encierra a usted y luego averigua que había una cuestión delicada que el gobierno no había mencionado. Nos tendría a mal traer. Pensé que si usted presentaba una moción, tal vez usted la mencionaría, o nosotros. Me daría la oportunidad de hablar de nuevo con Stan.
Stern asintió. Sonny había razonado con prudencia y buen criterio. Su conducta había sido más juiciosa y profesional que la de su jefe.
– No piense que se me ha pasado el enfado -dijo Sonny-. Sigo irritada. Me jugó usted una mala pasada en el campo, haciéndome preguntas acerca de esos documentos como si jamás los hubiera visto.
– No los había visto. No los he visto en mi vida.
Ella lo observó, tratando de dilucidar si él decía la verdad y, en tal caso, cuál era esa verdad.
– No comprendo -dijo, alzando la mano-. Ya sé. Confidencias, ¿no?
– Así es.
– Debe de ser una historia complicada. -Sonny se encogió de hombros-. Supongo que por eso no se la quiere contar al gran jurado.
Él guardó silencio un instante.
– Sonny, cuando estábamos en el campo usted me contó todo lo que podía con la intención de ser ecuánime. Me gustaría pagar con la misma moneda. Hablando esta mañana con Stan, estoy seguro de que le dejé la impresión de que deseaba verlo para quejarme porque el gobierno había usado a mi hijo como informante. Sin duda haré eso. Pero, siempre que Sennett esté dispuesto a hacer las concesiones que le corresponden en estas circunstancias, espero que nuestra conversación conduzca a un acuerdo para que Dixon se declare culpable.
Ella evaluó estas palabras y ladeó la cabeza con admiración.
– Muy oportuno -comentó.
– Eso creo. -Ambos reflexionaron un instante sobre las medidas que tomaría Sennett para impedir que Stern provocara un revuelo por las tácticas del gobierno con Peter-. De este modo, ya no habrá investigación por gran jurado ni procedimientos por desacato.
Ella sonrió al hacer la asociación.
– Quiere que yo haga las paces con Stan antes de que él lo sepa, ¿verdad? -Sonny rió en voz alta-. Oh, es toda una conspiración. Aunque, desde luego, se lo merece.
Stern también sonrió, pero no dijo nada. Sonny se volvió a abanicar con el sombrero.
– Mire, Sandy, estoy bien con él. No me ha despedido. Sabía que tenía que haberme comentado tiempo atrás algo tan delicado. Además, tiene suficiente astucia política como para evaluar la situación. No quiere que una ayudante lo critique ante los demás, así que prefiere tenerme con él. Se limitó a retirarme del caso. Alega que no soy suficientemente objetiva con usted. -Quizá por el calor, o por lo que había dicho, o por uno de los caprichos físicos del embarazo, de nuevo se le subió el color. Las mejillas le brillaron como una flor-. Lo cual es cierto -añadió deprisa con una sonrisa compungida y lo miró a la cara.
Ambos compartieron una dulce mirada, pensó Stern.
– Está convencido que esa noche yo podría haber escapado con usted -murmulló ella-, si me lo hubiera pedido.
– Estuve a punto de hacerlo -admitió él. Al oír sus propias palabras, comprendió que ambos hablaban en pasado, pero por primera vez eso le resultaba apropiado. Al hablar había hallado un toque de gracia, una nota perfecta, de tal modo que ni ella ni él ni nadie sabrían con exactitud dónde se dividían las aguas, en qué medida obedecía cada sílaba a una intención burlona o a la más sincera pasión perdida-. Por desgracia, usted está casada.
Ella se apoyó ambas manos en el estómago.
– Por suerte.
– En efecto.
– Le dije a Charlie que nos habíamos casado para ser locos juntos, así que tendríamos que seguir igual. -Se rió de sí misma, agitó el sombrero, se tocó los pies-. Dígame que lo aprueba.
– Lo apruebo -dijo Stern.
– Pues yo no -replicó Sonny y ambos se echaron a reír.
– Sonny, usted me ha inspirado -dijo Stern.
Avanzó un paso más, y ella movió la cara, ofreciéndole la mejilla. Pero él no la besó. En cambio, conmovido o, según sus propias palabras, inspirado, le apoyó las manos en los hombros desnudos y luego le acarició suavemente los brazos en una extraña ceremonia. Le aferró los brazos y luego las manos. Ella había erguido la cara para mirarlo a los ojos.
– Cuando crezca -dijo Sonny-, quiero ser como Sandy Stern.
49
Así era la vida, pensó Stern. Bajó en el ascensor de Morgan Towers, parpadeando como si la presencia de esa mujer fuera una luz intensa. Por un instante estuvo lleno de dudas. ¿El desenlace habría sido distinto otro día, si él hubiese estado menos debilitado por la falta de sueño? Las puertas se abrieron al sol del mediodía, que resplandecía por las enormes ventanas del vestíbulo; cuando echó a andar, con los ojos irritados y un ligero mareo, se asombró de sentirse más animado que desde hacía muchos meses. Las cosas esenciales, no simplemente las cotidianas, sino las cuestiones de fe e influencia, permanecían en su lugar, no alteradas por el fracaso. Se tocó el botón central de la chaqueta e irguió la barbilla con dignidad. Alejandro Stern.