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No regresó a la oficina. Fue a su casa y se acostó. Se levantaría y vestiría a tiempo para su cita con Sennett. Un filósofo, Descartes creía Stern, había escogido la cama como lugar de reflexión y Stern había seguido su ejemplo durante mucho tiempo. Allí componía la mayoría de sus argumentaciones finales, junto a una bandeja con comida y una libreta amarilla. Hacía muy pocas anotaciones. Hilvanaba mentalmente las frases y argumentos, una y otra vez las mismas oraciones, los mismos conceptos, hasta que sólo el apasionado discurso que iba a pronunciar le ocupaba la conciencia. Hoy se trataba de Clara. Las últimas horas de su mujer ahora le pertenecían.

Stern había conocido a varios suicidas. Era otro de los aspectos tristes de su profesión: muchos clientes se obstinaban en causarse daño. Hacía años que él había dejado de preguntarse por qué. En muchos casos las respuestas eran evidentes: la autonegación, el sufrimiento, las carencias, las vergüenzas, las cicatrices. A finales de los cincuenta, cuando se iniciaba en la profesión, Stern había defendido a una estrella local del rock and roll que se llamaba Harky Malarky y estaba acusado de tenencia de drogas. Harky tenía la feroz melancolía de un bardo irlandés y siempre bailaba junto al precipicio. Adicción a la morfina. Mujeres destructivas. Amigos violentos. Murió, borracho como una cuba, en una moto con la cual saltó hacia un majestuoso cañón de Utah.

Había otros, no tan exagerados como Harky, pero todos tenían la certeza de que estaban condenados. Con Clara ocurría lo mismo. Él siempre lo había sabido. Un pesimismo abrumador, aplastante. Nunca preveía un futuro en el cual estuviera incluida. Un psiquiatra que él había conocido, Guy Pleace, le confesó a Stern una noche, durante una fiesta en casa de los Cawley, que todos los días luchaba contra el impulso de suicidarse. Se levantaba cada mañana y era una tarea más, como afeitarse o ir a la oficina: tratar de no matarse. Esa noche, dijo Pleace, había visto una especie de duende que lo llamaba desde el poste de la luz. Había dado tres veces la vuelta a la manzana para asegurarse de que no estaba allí. Su esposa, que estaba acostumbrada, lo tomó con calma, sabiendo que él tenía que hacerlo. Finalmente, tres años atrás, Guy había perdido una partida de ruleta rusa, con una bala en el tambor: por lo visto, había dejado que los duendes tuvieran su oportunidad.

En medio de su deprimente confesión, Pleace, medio borracho, se habla reído porque una eminencia de la psicología profunda, tal vez Freud, había comentado que los seres humanos no pueden captar la realidad de sus propias muertes. No era el caso de Guy, ni tal vez el de Clara, o de la mayoría de los que se marchan por propia voluntad. La taza siempre está medio vacía o medio llena. Para la mayoría de la gente -y desde luego para Stern- se trataba de saber cuánto quedaba.

Desde que había cumplido cuarenta años, a su modo codicioso, se había irritado ante la sensación de que la porción había sido escasa. Aquí, en casa, tapado en la cama, solo con los ruidos vespertinos del vecindario y el aire acondicionado, reconoció que la muerte de Clara lo había intimidado. Nos alineamos con ciertas figuras reconocibles. El turno de ella. Ahora el tuyo.

Pero para Clara, como para Guy, el momento nunca debía de haber estado lejos. Nate, de hecho, le había dicho eso. Para Clara siempre se trataba de un corto viaje hacia un destino conocido. Quería ser útil a lo largo del camino. Pero una sensación de inutilidad que trascendía todo diagnóstico psicológico -depresión, anemia- la había abrumado. ¿De qué valía esperar, dados los milenios, una eternidad que nunca compartiría? Con esta actitud había analizado sus opciones finales. El ampuloso y abnegado gesto de Dixon, al final, sólo debía de haber agudizado su confusión. No podía ser testigo de ese espantoso acto de autosacrificio. No podía revelar sus problemas y el pasado a su esposo, porque lo devastarían a él y a Silvia, dado el extraño efecto de explosión en cadena de la furia y el pesar. Eso habría sido una pobre recompensa para Dixon, quien en tales circunstancias tal vez llegara a perder la voluntad y el temple para cumplir su promesa.

Tampoco podía soportar que sus hijos fueran a la cárcel. No era suicidio, pensó Stern. No según Clara. Era eutanasia ante una angustia mortal.

¿Podría él haberla salvado? ¿Era mentira, un bálsamo superficial para su alma, pensar que si ellos dos se hubieran casado en la actualidad, en una época más sincera, esto no habría ocurrido? Se habían asignado los papeles en tiempos en que sus ambiciones mutuas dejaban más espacios inexplorados. Ahora había asesores, consejeros y especialistas en autosuperación para obligar a las parejas a caminar dentro de terrenos compartidos. Él había respetado límites que habría podido cruzar con un poco más de fortaleza, de atención o de valor. Pero cada esfuerzo habría sido contra la voluntad de ella.

Más de treinta años atrás, Clara Mittler había compuesto una pieza, la había llamado Clara Stern y había resuelto tocarla hasta el fin. Era una pieza para instrumentos de viento, de gracia austera e infalible belleza, y él era el público pasivo, un par de manos que aplaudían cuando se tomaba tiempo para ocupar su butaca. Pero la serena precisión de esta representación ocultaba a todos -incluida ella misma- una desgarradora turbulencia. En alguna parte hervía una furia ensordecedora. Ella sólo la conocía como un sonido discordante. El ruido siempre estaba con ella, le había dicho a Nate, la estrepitosa disonancia de la angustia y la inevitable decepción. Últimamente el ruido llegaba desde todas partes, a un volumen insoportable, y Clara había sufrido el inevitable pesar del esteta: nunca alcanzaría la belleza.

Por alguna razón ahora Stern sabía algo que antes ignoraba: cómo había sucedido. Nunca había entendido por qué su mujer había escogido el coche. Pero hoy resultaba evidente. Ella había encendido el arranque y había puesto una cinta en el casete. La policía ni siquiera había mirado, desde luego. Habría sido Mozart, por cierto, pero Stern sintió frustración porque nunca sabría qué había elegido. ¿El Réquiem? ¿La sinfonía Júpiter? Pero podía imaginar el resto. Había subido el volumen: los susurrantes instrumentos de viento y los plañideros violines coparon el pequeño espacio, de modo que ni siquiera un buen oído pudiera detectar el ruido del motor. Clara se recostó, con los ojos cerrados, mientras la majestuosa música avanzaba en crecientes oleadas hacia ese instante perfecto del final de cada ejecución, el momento en que reinaba el silencio.

50

Cuando llamó Helen, Stern estaba soñando: Dixon se le acercaba en una esquina. Fumaba un puro de Stern y comentaba en tono burlón que se le había caído el pelo. Se acariciaba la coronilla y con satisfacción daba media vuelta para que Stern le viera la calva. Mientras Helen hablaba, Stern seguía envuelto en la telaraña del sueño y por un instante pensó que aún no había despertado.

– ¿Qué?

Estaba desorientado. ¿Ella estaba llorando?

– Te necesito -dijo Helen con un jadeo. Al principio había repetido que sentía molestarlo-. Pero te necesito aquí. Por favor.

– Sí, sí. Estaré allá enseguida.

En el cuarto de baño, la luz lo mareó. Se enjuagó la cara y desistió de la idea de afeitarse. La almohada le había dejado una arruga en la mejilla. ¿Había mencionado Helen el problema? Uno de los hijos, supuso Stern. El que iba a la universidad. Bajó al garaje.

Cuando puso el Cadillac en marcha, se conectó el reloj digital. Eran casi las tres de la madrugada del viernes. Había dormido desde las nueve y había descansado sólo un par de horas el miércoles por la noche. Marta lo había mantenido despierto, pidiéndole que le explicara de antemano todos los conceptos que incluiría en el argumento final del caso de Estados Unidos contra Cavarelli. Stern había pronunciado su discurso a las diez de la mañana del jueves y luego había esperado con el pobre Remo el regreso del jurado, que apareció casi a las cinco. Inocente. La juez Winchell había dirigido una mirada amarga a Remo, pero sólo había hecho un comentario a Moses Appleton: «Mejor suerte la próxima vez». Marta, que había ayudado a su padre e incluso había interrogado a uno de los agentes de vigilancia, quería celebrarlo. El caballeroso Moses había insistido en invitarlos a un trago. Después de tomar un agua mineral, Stern se había despedido de los dos para ir a descansar. ¿Por qué el triunfo y la exaltación siempre resultaban tan fugaces? Ahora conducía en medio de la noche hacia la casa de Helen, mientras despertaba poco a poco y cada vez más alarmado.