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En la calzada de Helen había una camioneta ante la puerta del garaje. Stern leyó las letras, invertidas para que fueran legibles en los espejos retrovisores:

Otra vez no, pensó Stern. Se acercó a la carrera, haciendo tintinear las monedas y las llaves en los bolsillos; no tuvo que llamar. Helen abrió la puerta y cayó en sus brazos con gratitud. Él le vio la cara apenas un instante, y era todo un espectáculo. Estaba totalmente maquillada cuando había roto a llorar. El lápiz de ojos le había embadurnado las mejillas, las lágrimas le habían dibujado estrías de maquillaje bajo los ojos, tenía el pelo desgreñado. A pesar de la bata, Stern supo que no llevaba más ropa encima. Al notarla tan cerca, al recibir la voz y el aliento, se sintió barrido por una cascada de sensaciones. Su pobre corazón. Era como una lapa flotando en el mar y dispuesta a adherirse a cualquier prominencia. Pero apreciaba ese ardor, esa presencia, esa necesidad. Sentía gran afecto por Helen Dudak y agradecía profundamente este instante.

– ¿Qué sucede? Por favor -preguntó.

Ella meneó la cabeza.

– Siento mucho haberte molestado. Eras la única persona que se me ocurrió. Sandy, por favor…

No terminó la frase. Una convulsión la sacudió y se llevó la mano a la boca. Se apoyó en él una vez más.

– Señora, oiga. ¿Señor? -Un latino con el uniforme pardo del servicio de ambulancias llamaba desde el rellano de la escalera-. Él no está bien.

El hombre meneó la cabeza.

Helen soltó un gemido.

Stern corrió escalera arriba, siguiendo al enfermero. En el dormitorio de Helen reinaba un terrible hedor. Había un hombre allí, una figura crispada y rígida, desnuda, la cara bajo una máscara de oxígeno. Al parecer había perdido el control de los esfínteres en el momento culminante. Allí había un segundo enfermero, un joven blanco, y ambos estaban atareados con el instrumental que habían instalado junto a la cama, dos grandes tanques de hierro forjado verde y un carro con cables y artefactos. En una esquina de la enorme cama había una mesilla de madera. El latino que Stern había visto en la escalera lo llamó. Estaba sacando el último cable del pecho del hombre.

– ¿Electrocardiograma? -Silbó y dibujó una línea recta en el aire-. Malo. Lo certificarán en Riverside. ¿Puedo usar el teléfono? Tengo que llamar a la policía.

El camillero quitó la máscara al hombre de la cama y le cerró los ojos con un hábil movimiento del índice y el pulgar. Stern lo vio desde la puerta.

– Santo cielo -exclamó en voz alta.

Helen había subido. Stern aferraba la jamba de la puerta.

– ¿Quién es? -le preguntó a ella, siguiendo un impulso de vergüenza o esperanza. Helen no lo había mirado a la cara desde que había llegado. Aferró con las suyas la mano de Stern e inclinó la cabeza para apoyarle la frente en el hombro-. Helen, por favor, dime que no es Dixon.

Ella sólo meneó la cabeza, los desgreñados mechones de pelo color zorro. No tenía palabras para ese momento. En cualquier caso, nunca podría decir lo que deseaba Stern.

Stern llamó a la policía con el consentimiento de los enfermeros. Se puso en contacto con la cuarta división de homicidios e insistió en que le pusieran con el teniente. Cuando el teniente llamó, Stern avisó a los enfermeros. Por órdenes del teniente, los enfermeros quedaron relevados. Podían irse y dejar el cuerpo a la policía. Stern los acompañó mientras empujaban los tanques y el carro. Helen se quedó sentada junto a la puerta, en un banco tapizado destinado a la correspondencia y los paquetes. Seguía abatida, los ojos clavados en una copa de brandy. Stern se sentó junto a ella y Helen le pasó la copa.

– Lamento haber tenido que llamar -repitió Helen.

– Por favor, no… -Agitó la mano en el aire. Sobraban las palabras-. ¿En pleno acto?

Ella asintió.

Murió con las botas puestas, pensó Stern. Dixon Hartnell estaría complacido en sus momentos de vanidad. Stern intentó sonreír, sin éxito.

– ¿Cuánto hace que ocurre esto?

– ¿Ocurre?

– Esto -dijo Stern resueltamente.

Helen alzó los ojos.

– Sandy, por favor, no emplees ese tono conmigo. Él llamó. ¿He hecho algo malo?

Stern evaluó la situación, demasiado desconcertado para seguir su habitual instinto para la reticencia.

– Está casado, Helen.

– Pues yo no.

– No -convino Stern.

– ¿Crees que esto estaba dirigido contra ti, de algún modo?

¿Lo estaba? Quién podía saberlo. Miró hacia arriba, donde el cuerpo de Dixon yacía bajo una vieja sábana azul como una estatua amortajada.

– Me llamó. La semana que tú me plantaste, a decir verdad. Me gustaba su compañía. Eso es todo.

– Muy bien.

– Él era muy romántico -dijo Helen, con manifiesta irritación-. Llamaba, pasaba a cualquier hora. Era encantador.

– Sí, entiendo -la interrumpió Stern.

No era preciso preguntar dónde pasaba Dixon las noches. Su próxima réplica sería «Basta».

Guardaron silencio. Stern oía el tictac de los relojes, el ruido de los aparatos. Los faros de otro automóvil barrieron la calzada.

– El policía -indicó Stern.

Helen se ciñó el cinturón de la bata y se preparó para contar la historia.

Radczyk venía solo, con su arrugada chaqueta y un viejo sombrero de fieltro. Stern pidió a Helen que fuera al salón y lo invitó a pasar.

– Siempre ocasiones tristes, teniente.

– Gajes del oficio -dijo Radczyk, y soltó su carcajada inofensiva, divertido por su propia ocurrencia.

Tenía la cara abotargada de sueño. Se pasó la mano por el cabello y aferró el sombrero.

Stern presentó a Helen, quien resumió en pocas frases lo que había ocurrido. Estaban haciendo el amor, explicó. Radczyk hacía anotaciones en su libreta.

– Veamos -dijo-. Este tipo y la muchacha… -señaló cortésmente a Helen-. Este tipo…

– Mi cliente -rectificó Stern.

– Su cliente -convino Radczyk. Al fin asintió invitando a Stern a seguirlo al pasillo-. Entiendo que este sujeto no vivía en la casa.

– Helen Dudak es soltera. Él era mi cuñado -explicó Stern-. El marido de mi hermana.

– De acuerdo -dijo Radczyk.

Cabeceó varias veces. Ahora entendía.

– Esto será terrible para ella.

– Claro, claro. ¿Qué quiere usted? -Sabía que había algo, pues Stern había dicho por teléfono que le pediría un favor. Deseaba ahorrar sufrimientos innecesarios a la hermana, dijo Stern. Radczyk escuchó con atención.

– Echaré un vistazo para asegurarme de que no hay problemas -dijo Radczyk.

Iba al grano. Era su trabajo.

Arriba examinó el cuerpo, le tocó el pecho, movió a Dixon de un lado al otro. Radczyk se tocó la nariz.

– Apesta -comentó-. Apoplejía o ataque cardíaco, ¿verdad?

– El corazón -apuntó Stern.