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Era el diagnóstico de los enfermeros.

Radczyk compartía esta opinión.

– Parece bien. No hay marcas ni nada. Yo no tengo nada en contra, si usted está seguro de que quiere actuar de ese modo.

Stern dijo que sí.

– Tengo que hacer un par de llamadas -dijo Radczyk-. Conseguir a alguien que pulse la tecla equivocada en el ordenador. -Le guiñó el ojo. En la puerta del dormitorio, Radczyk cogió el brazo de Stern, bajó la voz-. ¿A qué viene la mesilla?

Señaló la mesilla que estaba en la esquina de la cama.

Stern se encogió de hombros.

Mientras Radczyk hablaba por teléfono, Stern se acercó a Helen, Ella no se había movido. Todavía estaba en bata, pálida y agobiada, descalza, con las pantorrillas flacas muy blancas sin las medias. Tenía al lado la copa de brandy. Stern cogió la copa y le contó sus planes.

– Así será mucho más fácil para Silvia -apuntó.

Dixon y él tenían que almorzar con Silvia aquel mismo día. Stern iría a la casa y juntos le contarían que Dixon se iba a declarar culpable de dos cargos de fraude la siguiente semana y pronto sería recluido en un centro penitenciario federal, tal vez el de Minnesota, por un año, diez meses con buena conducta. No era una misión agradable, y curiosamente la idea de que se había librado de ese doloroso deber facilitaba ligeramente lo que tenía que hacer ahora.

– Silvia -murmuró Helen, y rompió a llorar de nuevo-. Supongo que yo intentaba vengarme de ti.

– Tenías derecho.

Ella se enjugó la nariz con la manga antes que Stern pudiera sacar el pañuelo.

– Lo intentaba -dijo Helen, con su modo enfático y sincero-. Estaba tan herida, Sandy. Siento… sentía… Demonios. -Bajó la cabeza y por un instante rió y lloró al mismo tiempo-. Él me iba a dejar de todos modos. Hacía días que no venía y esta noche dijo que teníamos que romper. Yo no podía creerlo. El sustituto también me abandonaba. -Helen sonrió un poco, pero entonces recordó algo, tal vez el momento de la muerte. Se abrazó el cuerpo y cerró los ojos-. Él intentaba consolarme.

Guardó silencio un instante.

– Debí ser menos tonta. También traté de vengarme de Miles, cuando descubrí lo que pasaba. ¿Sabías eso? Que tuve un amorío antes de abandonarlo.

– No. ¿Debía saberlo?

– Siempre creí que todos lo sabían. ¿Tú no? Tenía la seguridad de que estabas al corriente aquella noche.

Stern la miró con incredulidad.

– ¿Qué noche?

– Cuando pasó Nate -dijo Helen-. En tu casa. Yo había llevado la cena.

Stern reflexionó sobre eso.

– No lo apruebo -declaró de pronto-. Lo comprendo. Pero no apruebo nada de esto.

La exclamación lo asombró. No tanto el juicio como su repentina fuerza. Advirtió que se había puesto en evidencia, un hombre con opiniones tajantes que por lo general callaba. Parecía que había hablado por confusión, pero Helen comprendió. Lo miró con valentía. Como lo conocía bien, sabía que necesitaba denunciar algo.

– Claro que no -dijo Helen.

Radczyk regresó.

– Todo al pelo -apuntó-. Ya está arreglado. No habrá informe ni nada. Esto nunca ha ocurrido. -Cabeceó, un gesto cortés dirigido a Helen-. Le echaré una mano -le dijo a Stern.

La ropa de Dixon estaba desparramada por la habitación. Stern recogió las prendas, pero Radczyk se las quitó de las manos.

– Déjeme a mí -dijo-. Un detective de homicidios es medio sepulturero.

Vistieron a Dixon y lo llevaron fuera. Radczyk cogió los tobillos y Stern tomó las manos de Dixon, pegajosas, extrañamente firmes. Frías, casi heladas, no parecían humanas. Peso muerto, decían. Fue una tarea agotadora. Helen se apartó al ver el cuerpo. Apoyaron a Dixon en un sofá, en una salita cercana a la cocina, y luego Stern acercó su coche al garaje. Juntos colocaron a Dixon en el asiento trasero y lo cubrieron con la misma sábana.

– Nos encontraremos allí -anunció Radczyk-. Haré una llamada e iré para allá.

Stern insistió en que no era necesario, pero Radczyk no quiso saber nada.

– Si va a andar por el centro de la ciudad con un fiambre, será mejor que lleve una placa. De lo contrario parecerá bastante raro.

Radczyk se marchó y Stern fue a ver a Helen, quien se había sentado de nuevo en el banco. Entretanto se había vestido con una blusa negra y pantalones ceñidos, y se había lavado la cara. Parecía tensa pero controlada. Stern había reflexionado sobre su exabrupto y ahora estaba avergonzado. Ese tono pomposo era hipócrita y quiso disculparse.

– Por favor, Sandy -lo interrumpió ella.

Él suspiró.

– Tienes que entenderlo -deslizó.

Entonces le habló sin rodeos acerca de Clara: ella y Dixon habían tenido una aventura años atrás. Mientras hablaba, comprendió que le contaría cualquier cosa a Helen Dudak.

– Oh, Sandy.

Ella se tapó la boca abierta con una mano.

– ¿Entiendes?

– Sí, desde luego. -Ella cerró los ojos y le cogió la mano-. Él debía de envidiarte muchísimo.

– ¿Envidiarme?

– ¿No lo ves?

La idea era estremecedora.

Se quedaron sentados en silencio. Stern tenía que irse, encontrarse con Radczyk. Ella aún le aferraba la mano y Stern no tenía ganas de marcharse.

– ¿Cómo está ella? -preguntó Helen.

Stern no comprendió.

– Tu nueva amiga -precisó.

– Oh, eso -Stern sonrió-. Pertenece al pasado. Locura temporal. Creo que he madurado de nuevo.

Ambos callaron. Al fin Helen aflojó el cuerpo y se sostuvo la cara con las manos, con su gesto juvenil de costumbre.

– ¿Crees que estamos condenados a repetir toda la vida los mismos errores? -preguntó.

– Existe esta tendencia -admitió él. Pero, desde luego, si creía que el alma siempre sería esclava de sus fetiches privados, ¿por qué había ido a Estados Unidos? ¿Por qué clamaba pidiendo justicia para personas a menudo irredimibles? ¿Qué había intentado superar durante todos esos meses?-. Pero también creo en una segunda oportunidad.

– También yo -dijo Helen, y le cogió la mano de nuevo.

Después de casarse con Helen en la primavera siguiente, Stern le dijo varias veces que todo se había resuelto cuando se sentaron juntos en aquel banco. Pero no era cierto. Durante meses él vaciló acerca de muchas cosas, sobre todo de él mismo, de los límites de sus fuerzas y la forma exacta de sus deseos. Pero al despedirse esa noche, la abrazó una vez más -Helen, quien había estado en la cama con Dixon horas atrás, y Stern, quien tenía el cadáver de Dixon en el asiento trasero del coche- y experimentó por un instante, al abrazarla en esas circunstancias imposibles, la luz clara del deseo. Ya lo había sentido al saludarla esa noche, pero los acontecimientos habían añadido una nueva urgencia. ¿Qué era? Nunca podría explicarlo, pero al escuchar la confesión de Helen le embargó una fuerte emoción. Adoraba su desorden, su confusión, su apresurado reconocimiento de que ella, como todos, y a pesar de sus esfuerzos, no se conocía del todo. Así que la abrazó otro instante y le contó otra cosa. El último giro de los acontecimientos con Dixon. El hecho de que sus hijos estaban involucrados, aunque no aclaró cómo. Sabía que Helen querría compartir todos los secretos, contar los suyos y oír lo que él no contaba a nadie más. Con el tiempo tal vez lo hiciera. La primavera siguiente hablaría de ese momento, de esos hallazgos.

Luego Alejandro Stern, abrumado por pensamientos y sentimientos, se puso en marcha, sintiendo el peso de la presencia que llevaba detrás. Ante cada semáforo, ladeaba el espejo retrovisor para ver el bulto que ocupaba el asiento trasero.

– Por Dios, Dixon -dijo en voz alta en una ocasión.

¡Envidiarlo a él! ¿Por qué? Era un hombre gordo con acento extranjero. El respeto que exigía, la estima, no significaba nada, era algo intrascendente y transitorio. ¿Cuáles eran sus logros? ¿Una complicada vida familiar? Pobre Dixon. Sus afanes eran inagotables. Los grandes hombres, pensó Stern, tenían grandes apetitos. ¿Alguien había dicho eso? No estaba seguro, ni sabía qué nombre ponerle a Dixon. Gran algo, pensó.