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El coche de Radczyk, un viejo Reliant, estaba en la zona de carga, detrás del edificio. Stern cogió el picaporte y se disponía a bajar cuando lo dominó de nuevo la sensación, nítida como algo ya vivido, de que nada de aquello había ocurrido, de que el momento era irreal, al igual que los acontecimientos de los últimos meses. Él era otra persona en otra parte. Esto era el invento de un demente acurrucado en la litera de un manicomio lejano. Miró los círculos ambarinos arrojados por los faroles de la calle y regresó poco a poco a la realidad.

Trasladaron a Dixon, envuelto en la sábana. Radczyk mantuvo abiertas las puertas del edificio con trozos de cartón y ambos transportaron el cadáver hasta el montacargas. En un edificio ocupado principalmente por abogados era probable que hubiera alguien, incluso a las seis menos cuarto de la mañana. En el mugriento montacargas mantuvieron de pie a Dixon, más alto que ambos. Radczyk sostenía el cuerpo apoyando una mano en el cinturón del cadáver.

En la oficina de Stern, intentaron ponerlo en el sofá, tal como lo había encontrado esas dos noches recientes. Stern cruzó las piernas de Dixon y el cuerpo rodó hacia adelante, hasta desmoronarse en el suelo.

Stern se tapó la cara. No pudo contenerse. Él y Radczyk se echaron a reír.

Lo pusieron de nuevo en el sofá y lo sostuvieron allí. Stern le desabrochó la chaqueta, le alzó las manos. Ahora era como el maniquí de una tienda. Cuando Stern arqueó las piernas de Dixon para colocarle bien los pies, la cabeza cayó hacia adelante, con la boca abierta en un inequívoco rictus de muerte.

Ambos permanecieron inmóviles un instante.

– ¿Cómo puedo agradecérselo, teniente? -preguntó Stern cuando Radczyk se marchaba.

– No es necesario -replicó Radczyk. Miró a Stern con tristeza-. Tenía una deuda con usted y de otro modo nunca la habría saldado.

Radczyk había repetido cien veces que estaba en deuda con él, pero Stern nunca había captado el porqué. Ahora lo comprendía. Había una razón por la cual Radczyk estaba presente en todos los encuentros de Marvin con Stern. Una razón para su nerviosismo. A fin de cuentas, él y Marvin eran como hermanos. Habían compartido muchas cosas. Demasiadas. Radczyk había aprovechado la oportunidad para reformarse, pero Marvin había seguido el camino más habitual. Stern miró a Radczyk, un hombre a quien apenas conocía: ambos sabían los más terribles secretos del otro. Stern cabeceó en un gesto de confianza, gratitud, renovación.

Acompañó al policía hasta la puerta y luego fue a coger la sábana. No quería indicios delatores cuando los demás llegaran allí esa mañana. Regresó a la oficina y se quedó a solas con el cuerpo de su cuñado, Dixon Hartnell. No había un sitio cómodo donde sentarse. Como es natural, el sofá quedaba descartado y la silla aún estaba bajo el cristal roto, pues el trajín que le había causado el juicio de Remo le había impedido cambiar el escritorio. Stern tuvo que sentarse en una de las sillas tapizadas de respaldo recto, un poco pequeñas para él. Puso la silla frente al cadáver. Dixon parecía triste, vacío. El color grisáceo era poco natural. El espíritu había huido.

– ¿El bien gana siempre, Dixon? -preguntó Stern-. Gana en las películas.

No supo cómo se le ocurrieron estas palabras, ni por qué rompió a llorar al decirlas. Hacía días que tenía ganas de llorar, pero lo desconcertó el momento. Era inútil controlarse. La tormenta arreciaba en su interior. Se tapó la boca con el pañuelo y se llevó el puño a los labios para reprimir un aullido.

– Por Dios, Dixon -repitió una y otra vez.

Cuando se calmó, se levantó, se acercó al sofá y decidió rezar. Nunca había sabido bien en qué creía. En los días festivos asistía al shul e interpelaba directamente al Señor. El resto del año parecía agnóstico. Pero en ese momento procuró ser sincero, pues estaba en su mejor papel, un abogado que no hablaba por sí mismo.

Acepta, querido Dios, el alma de Dixon Hartnell, quien ofreció sus propias compensaciones y viajó por su propio camino. Se equivocó, como hacemos todos, quizá más que otros. Pero reconocía hechos fundamentales. No que seamos malignos, pues no lo somos. Pero por lo que sea -egoísmo, impulso, furia, deseo o codicia- estamos inclinados hacia el mal; nuestra tragedia es saber que eso nunca puede cambiar; nuestro deber es intentar en todo momento superarlo; nuestra gloria, triunfar a veces.

Un traje colgaba detrás de la puerta de la oficina y Stern se cambió. Tenía una camisa y una corbata en un cajón, y una navaja. No tendría su maletín, pero nadie lo notaría en la confusión. Fue a afeitarse, regresó y se sentó ante el teléfono. En cuanto oyera llegar a alguien, llamaría a Silvia para decirle que acababa de encontrar a Dixon en la oficina, donde había pasado muchas noches últimamente, obsesionado con su defensa.

Desde ese lado del escritorio, veía los estantes donde estaban las fotografías enmarcadas de su familia, las que Dixon había contemplado la semana anterior. Estaban libres. Por completo. John. Kate. Incluso Peter. No había pensado en ello hasta ahora. Con la muerte de Dixon, todo el asunto llegaba a su fin. Los acontecimientos y la vergüenza se perderían en el pasado. Con la fortuna de Clara, incluso podían considerarse ricos. Ellos tres también tendrían una segunda oportunidad. Trató de imaginar el futuro de todos, pero sólo vio sombras borrosas, perturbadoras. Luego recordó: habría un bebé. Los hijos siempre unían a una familia. Incluso la suya, supuso. Como en una pintura surrealista, una imagen onírica, los vio a todos junto a ese bebé rosado y desconocido en una especie de aura, cada rostro iluminado por una maravillosa alegría instintiva. Rodearían al niño y cada uno de ellos sería otra persona: padre, abuelo, tío. Nuevas responsabilidades. Fantasías. Sueños. Se cometerían errores, como es normal. Se repetirían los malos hábitos, y se enseñarían de nuevo. Cada uno de ellos sucumbiría en cierta medida a la locura, al llamado del oscuro e indómito pasado. No obstante, seguirían adelante.

Oyó que alguien llegaba y cogió el teléfono. Al oír la voz de la hermana dijo su nombre y, a pesar del dolor que de pronto lo embargaba, habló. Otro golpe terrible, anunció. Ella comprendió enseguida.

– Compartiremos este peso -dijo Stern-. Déjame ayudarte.

NOTA DEL AUTOR

He tenido la suerte de contar con el conocimiento especializado de muchos amigos para escribir este libro. El doctor John Weiss me brindó su invalorable asesoramiento en lo referente a asuntos médicos, así como el doctor Robert Stein, examinador médico del condado de Cook, y mi padre, el doctor David Turow. Agradezco a Nadya Walsh por contarme sus recuerdos de Argentina y a Steve Senderowitz por comentar conmigo varios problemas financieros legales. Mis socios Jim Ferguson y Tom Opferman fueron de gran ayuda en otros asuntos legales.

También debo señalar que Gabriel Turow es autor de la mayoría de las excelentes líneas del capítulo 29.

Por último, agradezco a mis amigos de las bolsas de operaciones con vencimiento futuro, en especial a Frank y Brian Gelber, de Gelber Group Inc.

La ayuda de estas personas sin duda impidió muchos errores. Los que hayan quedado son de mi exclusiva responsabilidad.

Scott Turow

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