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– No es tan grave -comentó Klonsky.

– Pues ellos dicen que sí lo es.

Klonsky suspiró. Se estaba hartando de la conversación.

– ¿Cuánto tiempo?

– Necesitamos una prórroga de por lo menos tres semanas -dijo Stern. Dixon lo miró aprobatoriamente. Tenía el cigarro en la boca y una gran sonrisa de entusiasmo. Esto era mejor que la televisión-. No, lo siento. No había consultado al señor Hartnell. Mejor un mes entero.

– Es ridículo. Esos documentos deben de estar en un par de cajones.

– Pues a mí me han dicho otra cosa. Klonsky, ésta es una investigación a cargo de un gran jurado federal. Yo represento a la empresa y al señor Hartnell personalmente. Usted no desea identificar a los blancos de la investigación. Debo estar alerta ante los conflictos y al mismo tiempo he de cerciorarme de cumplir exactamente con la citación. Para ello me veo obligado a efectuar por lo menos un viaje a Chicago, o más. Si usted desea limitar sus requerimientos o decirme qué necesita primero, trataremos de satisfacerla. -Ella guardó silencio. Si restringía sus requerimientos, podía revelar qué le interesaba-. Si cree usted que soy poco razonable, haga una moción de obligatoriedad. Me alegrará explicar todo esto ante la juez Winchell.

La juez Winchell, ex fiscal, a la larga emitiría un veredicto favorable al gobierno. Pero ningún juez del tribunal federal fijaría plazos inflexibles para Sandy Stern ese mes. No era preciso mencionar aquí las circunstancias personales. Klonsky sabía cómo funcionaban las cosas.

– No más prórrogas -advirtió Klonsky. Le dio una fecha, el dos de mayo-. Le enviaré una carta.

– Muy bien -dijo Stern-. Estaré ansioso de reunirme con usted en cuanto haya examinado lo que presentemos.

– De acuerdo.

– Y, por cierto, acepto sus disculpas.

Klonsky, irritada, titubeó, pero decidió no decir lo que pensaba.

– De acuerdo -repitió, y colgó.

Stern no pudo disimular su satisfacción. Eso había salido bien.

Klonsky estaba tensa y malhumorada y él le había sacado ventaja.

Cuando terminara el mes, podrían pedir otra semana o dos, si lo creían necesario.

Dixon reía, feliz de ver al gobierno humillado. Le preguntó qué le había dicho la ayudante del fiscal.

– Muy poco. Excepto que no descartaría la posibilidad de que seas el blanco de la investigación.

Dixon chupó el puro. Por un instante perdió el buen humor, pero se encogió de hombros con gallardía.

– La has frenado -dijo.

Stern enumeró los otros asuntos que requerían atención. Se trasladaría a Chicago para examinar los documentos solicitados en cuanto los hubieran reunido.

– Entretanto, ya sabes cómo funcionan estas cosas, Dixon. No hables con nadie salvo conmigo. Actúa como si todos llevaran una grabadora. No me sorprendería que alguien la llevara de verdad.

Por primera vez en ese día, Dixon manifestó cierta incomodidad: cerró los labios y meneó la cabeza. Apagó el puro.

– Lamento que esto suceda ahora, Stern. Odio tener que ser yo quien te arrastre de nuevo a la oficina.

Stern levantó una mano.

– Sospecho que pasaré mucho tiempo aquí -dijo con tono heroico, pero la sensación de incertidumbre lo asaltó con nueva intensidad.

No tenía ni idea acerca del futuro inmediato ni de lo que le esperaba. Unas imágenes se habían insinuado: figuras de quietud y orden. Se enfrentaría a la oficina y a los clientes en un estado de tranquila senilidad.

Dixon, desde luego, tenía otras ideas en mente.

– Oh, ya tendrás otras distracciones. -Miró con estudiada lascivia el cigarro apagado. Stern se disgustó, pero sabía que Dixon simplemente era tan grosero como para decir lo que otros sólo pensaban. Aún con los ojos humedecidos por las lágrimas, hinchados por la pesadumbre, Stern notaba que ya lo miraban de otra manera. Un hombre solo. Ciertos datos eran elementales. En su estado de ánimo, Stern se negaba a pensar en ese tema. Además, sabía que sus circunstancias se salían de lo normal. ¿Qué mujer sensata anhelaría la compañía de un hombre con el cual otra mujer se había negado literalmente a seguir viviendo?-. Supongo que esto te costará una fortuna -añadió Dixon mientras cogía la chaqueta.

– Será caro -admitió Stern, sin poder reprimir una sonrisa.

Dixon era rico. Tenía una empresa que valía millones y todos los años se pagaba a sí mismo un sueldo de siete cifras, pero mantenía la típica frugalidad de un luchador. Se quejaba sin rodeos del excesivo coste de las tarifas legales. Pero años atrás, en el período en que aún intentaba conquistar a Stern después de casarse con Silvia, Dixon le había pedido que le cobrara como a cualquier cliente, y Stern nunca había olvidado ese ruego. Una armonía peculiar se había establecido entre ellos. Dixon pagaba por la tolerancia de Stern, y éste estaba dispuesto a que le compraran la tolerancia. Ambos se preguntaban quién sacaba mejor partido de la situación.

– Puedo dejar que abogados más jóvenes examinen algunos de los documentos -continuó Stern-, pero sabemos demasiado poco. Debo hacer casi todo esto en persona. Klonsky tendrá prioridad sobre otros asuntos.

– Por favor -dijo Dixon. Echó una nueva ojeada a la habitación. El peso de las circunstancias empezaba a agobiarlo. No estaba contento-. No quiero fastidiarlo todo con esto.

Stern pensó en su cuñado y sus muchos secretos. Recordó vívidamente la voz de Clara. Aunque sentía poco afecto por Dixon, nunca le había sorprendido esa alianza. Stern a menudo se quejaba de no conocer a Dixon ni entender sus reacciones. Ese hombre era escurridizo como el humo.

«Supongo -respondía Clara- que él opina lo mismo de ti.»

4

En la recepción imitación Chippendale de Barstow Zahn & Hanks, una gran firma legal, Stern esperaba con sus hijos a Cal Hopkinson, con quien había concertado una cita para conocer los detalles del testamento de Clara. Stern abordaba este episodio con las mismas emociones opuestas que siempre le había suscitado la riqueza de Clara, pero ahora prevalecían las fuertes sensaciones -dolor, afecto, consuelo- que despertaba la cercanía de sus hijos.

Marta se iría al día siguiente. Se había quedado una semana después del funeral. El trabajo andaba lento, decía, y Kate y ella habían planeado examinar las cosas de Clara. En cambio, Marta había pasado horas a solas, observando soñadoramente su cuarto, caminando por la casa como si fuera un lugar nuevo. Ya había mencionado que pronto tendría que regresar para concluir esa tarea.

Con la partida de Marta -la hija que más lo apreciaba o, mejor dicho, que menos le temía-. Stern se quedaría solo. Sus hijos le habían ofrecido todo el consuelo que podían brindarle durante las últimas semanas, pero ahora los alejaba el tumulto de sus propias vidas, así como el desconcierto de tener que enfrentarse con ellos mismos. Con todos sus hijos, Clara había sido la mediadora; ellos tenían menos experiencia directa con él. Oh, él los quería. Entrañablemente. Pero a su manera compulsiva y ordenada, en su lugar. Por tarde que regresara de la oficina, en una rutina fija como una plegaria, escuchaba a Clara todas las noches para saber cómo andaban sus hijos, sus problemas y triunfos, el desarrollo de sus pequeñas vidas. En ese momento había pensado que de algún modo llegarían a comprender que parte del interés de la madre era también el del padre. Cuando llegaron a la adolescencia, notó con turbación y enfado que todos adoptaban actitudes que lo acusaban en silencio de ser distante. Los lazos de afecto los unían con la madre. Como en la ley antigua, los beneficios eran sólo para los que estaban en contacto directo e íntimo.

Al fin llegó Cal. Estrechó la mano de todos, preciso como un relojero, y se disculpó por la espera. Cal era un sujeto poco notable: sereno, agradable, una especie de camarero. Lo más remarcable de él era un rasgo físico: detrás de la oreja izquierda, a poca distancia del pelo, había una depresión redonda y oscura que parecía adentrarse en el cráneo, como si alguien hubiera hundido el dedo en una bola de masa. La marca parecía un agujero de bala, y eso era en efecto, una herida de la guerra de Corea, una maravilla médica. La bala lo había atravesado produciendo lesiones sólo en la parte externa del cráneo. Una vez vista, no quedaba inadvertida. Stern pasaba sus reuniones con Cal esperando que él mirara hacia otro lado para poder contemplarla a sus anchas.