«Centro Médico Westlab.» Stern examinó el sobre. Estaba dirigido a Clara, a esa dirección. Dentro encontró un recibo. Los servicios, identificados por un código de ordenador, se habían prestado seis semanas atrás y se describían como «Análisis». Stern se quedó rígido. Fue a la cocina tratando de calmarse, recurriendo a su voluntad para impedir el vergonzoso estallido de sentimientos de alivio. Pero estaba totalmente seguro de que ella no había mencionado médicos ni análisis. Clara registraba sus citas en una agenda de cuero que estaba junto al teléfono. Almuerzos. Conciertos. Cenas, citas en la sinagoga, reuniones sociales. Stern comparó la fecha del recibo con la que encontró en la libreta. «9.45. Análisis.» Hojeó la libreta. El día 13 había otra discreta anotación: «3.30. Dr.». Buscó más. El 27, lo mismo. «Dr.» «Análisis.» «Dr.»
Cáncer. ¿Era eso? Algo avanzado. ¿Había resuelto ella irse de este mundo sin permitir que la familia le suplicara que se sometiera a las torturas con que los oncólogos prolongaban la vida? Esta actitud era típica de Clara: declarar una zona de soberanía definitiva. Llevaba su marca de dignidad, de decoro, de intensa convicción.
Stern llegó al comedor y oyó movimientos en el primer piso. De pronto sintió que, a pesar del ciego empecinamiento con que su corazón se abalanzaba hacia esa solución, estaba atrapado en una fantasía. Las consultas médicas tenían una explicación más prosaica, menos heroica. Por alguna razón, la sospecha era escalofriante. La noche anterior, mientras buscaba un pañuelo de papel, había hallado un frasco de tinte de cabello escondido al fondo de un cajón. Ignoraba durante cuánto tiempo había escondido su esposa esa vanidad inofensiva. ¿Meses? ¿Años? Qué más daba. Pero sintió un escalofrío de dolor: había demasiadas cosas que no había advertido, que había ignorado, acerca de esa persona, de esa mujer que había sido su esposa.
– ¿Papá?
Kate, la hija menor, se hallaba al pie de la escalera. Era alta y delgada. Vestía una bata y se la veía esbelta y estremecedoramente bella.
– Cara -respondió él.
A veces usaba esa palabra cariñosa con las muchachas. Stern tenía en la mano el recibo del laboratorio y se guardó el sobre en el bolsillo trasero del pantalón. No era asunto para comentar con sus hijos, al menos ese día, cuando la idea crearía aún mayor angustia, y mucho menos con Kate. Stern sospechaba que la belleza había vuelto el mundo demasiado simple para Kate. A veces parecía andar a la deriva, sólo protegida por su hermosura y su bondad. Tal vez eso era un modo injusto de atribuir culpas. Muchas cosas debían de haber pasado allí, en su hogar. Clara había concentrado mucho sus cuidados en Peter. Stern había compartido una intensidad natural con Marta, la hija mayor. Kate nunca había recibido las energías más potentes de la misteriosa dinámica familiar.
De niña había demostrado las mismas dotes intelectuales que sus hermanos y además había heredado el talento musical de Clara. Pero todo ello se había marchitado. En la escuela secundaria había conocido a John, un muchacho desmañado, dulce y amable, un prototipo casi ridículo, un jugador de fútbol y un parangón de rubia belleza masculina, de cara ingenua y modales cándidos. Un año después de acabar la universidad, a pesar de los consejos de sus padres, Kate se había casado con él. John empezó a trabajar en la imprenta del padre, pero pronto resultó evidente que la empresa no alcanzaba para mantener a dos familias y Dixon lo había empleado en MD, donde, tras algunos tropiezos, John se las apañaba; otro ex deportista que se ejercitaba en el estadio de los mercados. Kate enseñaba en una escuela. Amaba al esposo con conmovedora inocencia, pero a veces el corazón de Stern se estrujaba de preocupación al pensar en el momento en que Kate tuviera que afrontar al fin los duros golpes que asestaba el mundo. Ahora ella le tocó la mano.
– Papá, quiero que sepas una cosa. No íbamos a decir nada hasta dentro de un mes, pero todos están tan tristes…
Kate hizo una mueca y desvió la mirada.
Cielo santo, pensó Stern, está embarazada.
Kate irguió la cara con orgullo.
– Vamos a tener un hijo -anunció.
– Cielos -exclamó Stern, cogiéndole la mano-. Cielos -repitió, sonriendo y preguntándose cómo debía demostrar su alegría.
Primero le besó la sien, luego la abrazó. Rara vez lo hacía y le asombró la sensación que le causaba su delgada hija en su tenue bata, el movimiento de los senos contra él. Kate rompió a llorar y se apartó.
– No podíamos decir nada -explicó-. Aún no era seguro. Tuvimos algunos problemas. Y ahora me pregunto… ¿y si mamá lo hubiera sabido?
De nuevo perdió el control y Stern volvió a abrazarla. Notó un repentino cambio en su visión de las cosas. Clara había abandonado a sus hijos. Él había interpretado ese último acto como algo dirigido exclusivamente a él. Pero los hijos, crecidos pero con problemas, aún necesitaban ayuda. ¿Habrían cambiado las cosas si Clara hubiera sabido el secreto de Kate? ¿O Clara había decidido que ya había dado lo suficiente?
Hubo un movimiento arriba. Marta estaba en la escalera, una mujer más menuda, también morena, con gafas de montura metálica y una maraña de ensortijado cabello negro. Los contemplaba con aire vulnerable.
– ¿Llanto en grupo? -preguntó.
Stern esperó la reacción de Kate, quien irguió los hombros y se secó las lágrimas. Toda la familia debía saberlo. Mientras él se preparaba para escuchar la declaración, una flecha de alegría surgió de la masa plomiza de su propio interior y quedó abrumado por un recuerdo desconcertantemente preciso del movimiento de las manos y las piernas de un bebé, azaroso y repentino como la vida misma.
– Le acabo de comunicar a papá que voy a tener un bebé.
Marta soltó un grito. Actuó con su espontaneidad habitual. Abrazó a la hermana, estrechó al padre. Las dos jóvenes se sentaron juntas cogidas de las manos. Entonces llegó Peter, que había salido temprano para evitar el tráfico, y recibió la noticia. En medio de la conmoción apareció John y todos se levantaron para abrazarlo. Su contención siempre los hacía parecer excesivos. Durante años se habían esforzado para que John se sintiera aceptado en una situación en la que, por muchas razones, nunca podrían aceptarlo. El grupo se desplazó al salón. Silvia entró con aire grave, en bata; sin duda había tomado el alboroto como el anuncio de una nueva calamidad. Silvia y Dixon no tenían hijos, para desesperación de Silvia, y la inesperada noticia también la hizo llorar. Eran apenas más de las siete y los miembros de la familia, abrumados por las novedades, se aferraban unos a otros. Y allí en el salón, Stern al fin añoró profundamente a Clara. Había esperado esto. Más que el trastorno y la pérdida, en ese momento predominaba la ausencia.
Alzó los ojos y vio que Marta lo miraba. Stern se había sentido arrasado por el dolor al verla la noche en que había llegado. Marta, su hija más valiente, subía como un soldado por la acera, un bolso de lona sobre el hombro, sollozando abiertamente mientras bajaba del taxi. Stern la abrazó en la puerta. «Papá, nunca creí que ella fuera una persona feliz, pero…» Embargada por la emoción, Marta no dijo más. Stern la abrazó y experimentó íntimamente el inequívoco afecto de la hija por la madre. Siempre había mantenido a Clara a mayor distancia que las otras dos; en consecuencia, tal vez tenía más que lamentar.
Marta miraba a su padre con los ojos entornados y tristes.
– Yo también la echo de menos -articuló con los labios.
Stern, a menudo un cocinero matinal, preparó comida para todos. Frió huevos y tortas de avena, y Marta preparó zumo de pomelo, una tradición familiar. A las nueve, una hora antes de la llegada de la limusina del servicio fúnebre, todos estaban desayunados y vestidos, reunidos una vez más en el salón, en silencio.