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Dixon se fue a buscar a John y Kate lo siguió con los ojos, algo molesta con el tosco humor del tío y sus bromas a costa de John.

Lo cierto, pensó Stern, era que él soportaba a Dixon con más facilidad que el resto de la familia. El lado vil de Dixon siempre había provocado una clara respuesta negativa en Clara, la cual, por lealtad a Silvia, se había agudizado durante ese período, seis o siete años atrás, en que un aspecto de las aventuras amorosas de Dixon -Silvia nunca expuso los detalles- había inducido a la hermana de Stern a echarlo de casa por una temporada. Con Dixon, como en la mayoría de las cosas, sus hijos habían seguido la tendencia de la madre. Peter y Clara, y especialmente Kate, siempre habían mantenido un lazo afectivo con su tía, quien al no tener hijos propios los había colmado de afecto. Pero ese apego nunca se había extendido al tío.

En respuesta, Dixon tomó ejemplo de los potentados de todos los siglos: compró indulgencias. Con los años, había aprovechado todas las oportunidades para dar trabajo a los miembros de la familia de Stern. Ahora tenía a Stern y John en su nómina de pagos, y los tres hermanos habían trabajado como chicos de los recados de MD en la bolsa de valores del condado de Kindle durante las vacaciones escolares. Cuando Peter inició su práctica privada, Dixon había afiliado MD al consultorio de Peter e intentó contratar a éste como médico personal. Como era de esperar, no se llevaron bien y discutían porque Dixon fumaba demasiado y se negaba a aceptar consejos. Tal vez, pensaba Stern, todos esos empleos representaban los mejores esfuerzos de Dixon, un modo de compartir su imponente fortuna, a la cual él dedicaba tanto tiempo, y de conservar también el puesto principal que deseaba en toda circunstancia.

– ¿Le pondrás el nombre de mamá? -le preguntó Marta a Kate.

Parecía más interesada que Kate en ese bebé. Silvia, que pasaba por el solario, frunció el ceño ante esa pregunta, pero las dos mujeres estaban acostumbradas al estilo directo de Marta, quien siempre se comportaba así con Kate.

– Supongo que sí -dijo Kate-. Sea chico o chica. A menos que te moleste, papá.

Stern dejó de mirar sus cartas, pero no se había perdido una sola palabra.

– Me agradaría, si a ti te parece bien.

Le sonrió dulcemente a Kate.

De pronto se sintió agobiado en ese cuarto. Como si lo arrastrase un torbellino. Llovían proyectiles desde todas partes. Se sentía como esas imágenes de san Sebastián que había visto en museos e iglesias, lleno de flechas y agujeros, sangrando como una manguera rota. Para su enorme pesar y sorpresa, advirtió que había reiniciado su llanto silencioso. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Sus hijos lo vieron, pero no hicieron comentarios. Supuso que le esperaban muchos días así. Sacó el pañuelo del bolsillo trasero y encontró el recibo del laboratorio médico que había examinado esa mañana. Lo había olvidado.

– Ahora vuelvo.

Fue a buscar un pañuelo de papel. Mejor que se atiborrara los bolsillos. Desde la cocina miró hacia el solario, donde sus hijos, adultos, afrontando su pesar, lo esperaban.

¡Cuánto se había preocupado Clara por esos hijos! Los amaba con pasión. A ella la habían criado sirvientes, niñeras y gobernantas bien intencionadas, pero limitadas. No quiso hacer lo mismo con los suyos. De nuevo una imagen: al volver a casa, en una de esas raras noches en que llegaba antes de que todos se acostaran, la había encontrado de rodillas en la cocina. Peter estaba leyendo, Marta lloraba, Kate se hacía coser el vestido. La niña, con los tobillos amoratados, permanecía inmóvil mientras la madre examinaba la prenda. En el hornillo hervía una olla. Sonidos domésticos. Clara se volvió para saludarlo y frunció el labio para soplar un rizo que le había caído sobre los ojos. Sonreía. Era un trabajo agotador, siempre lo había sido, una aplastante rutina de pequeñas tareas, pero Clara la resistía. Encontraba música en el tumulto de la vida familiar. Stern, con su ceguera, lo había valorado poco. Sólo ahora veía que Clara se había transformado en un público devoto de los sonidos de la familia, de sus necesidades, para distraerse de ese trompetazo sombrío que sonaba en su interior.

– ¿Sender?

Silvia estaba de pie a su lado, con aire de preocupación. Su hermana llevaba el pelo desaliñado, como de costumbre: una persona de belleza sencilla y grácil, aún radiante y sin arrugas a los cincuenta y un años. Siempre lo llamaba por su nombre yiddish, al igual que su madre.

Stern sonrió para tranquilizarla y bajó los ojos. Notó que aún tenía en la mano el recibo médico y se lo pasó a Silvia, mientras le hablaba en tono circunspecto. Le preguntó si Clara había mencionado alguna vez aquel asunto.

De nuevo sonó el timbre. Stern vio que Marta recibía a dos jóvenes con chaqueta deportiva. Esperaron en el vestíbulo mientras Marta llamaba a Dixon. Uno de ellos le sonaba. Matones o mensajeros, calculó Stern. Dixon se rodeaba de una comitiva, como un padrino de la mafia. Sus negocios no tenían tregua y siempre quería estar al corriente de lo que ocurría. El que a Stern le resultaba conocido llevaba un sobre y un maletín de vinilo azul. ¿Documentos para firmar? Dixon iba a cerrar un trato sobre el ataúd.

Silvia, entretanto, examinó la factura y se la devolvió. Como de costumbre, se comunicaron con pocas palabras.

– Nate Crawley, el médico vecino; él debería saberlo, ¿verdad?

Desde luego. Confiaba en Silvia. Nate Crawley, el vecino de al lado, un ginecólogo, era el principal médico de Clara. Naturalmente, él tendría la respuesta. Stern pensó si debía telefonear en aquel momento, y luego recordó que Fiona, la esposa de Nate, que los había visitado anoche, había mencionado, en su tono plañidero de costumbre, que él se había ido una semana a un congreso de medicina. Se lo recordó a Silvia.

– Sí, sí.

Su hermana, de ojos claros y todavía atractiva, lo estudió. Al parecer ahora compartía algunos de los pensamientos que Stern había tenido antes.

Por la ventana, Stern vio la limusina de la funeraria, gris paloma, que entraba en la vereda circular del frente de la casa y aparcaba detrás del sedán oscuro de los visitantes de Dixon. Silvia fue a reunir a la familia. Stern se quedó donde estaba.

Pero corredor abajo se elevaron voces airadas. Una escena violenta se desarrollaba cerca de la puerta. Dixon estaba gritando.

– ¿Qué es esto? -les gritó a los dos hombres que acababan de llegar-. ¿Qué es esto?

Agitaba unos papeles.

A mitad de camino Stern comprendió qué había ocurrido. Sólo faltaba eso. No pudo controlar su repentina cólera; había esperado tantos días y ahora parecía que el corazón se le saldría del pecho como un cohete espacial, dejando una estela de fuego.

– ¡Malditos bastardos! -gritó Dixon- ¿No podíais esperar?

Stern se interpuso entre Dixon y los dos hombres. Comprendió que conocía a ese hombre del tribunal federal, no de la oficina de Dixon. Se llamaba Kyle Horn y era agente especial del FBI.

Dixon seguía protestando. Stern le arrebató el papel y obligó a Dixon a retroceder por el vestíbulo. Luego echó una ojeada a la citación del gran jurado. Como de costumbre: un formulario impreso con el membrete del tribunal. Estaba dirigido a Dixon Hartnell, presidente de MD, y exigía su comparecencia ante un gran jurado federal, cuatro días después, a las dos de la tarde. Investigación 89-86. Se adjuntaba una larga lista de documentos que Dixon debía llevar consigo. Las iniciales de Sonia Klonsky, la ayudante de la fiscalía, figuraban al pie de la página.

– Rehúso aceptar este procedimiento -espetó Stern. Aunque era un poco más bajo que los agentes, mantuvo, en su furia, el porte erguido-. Si vais a mi oficina la semana próxima, os recibiré allí. No lo haremos ahora, ni en este lugar. Os exijo que os vayáis. De inmediato. Podéis decir a la ayudante Klonsky que deploro esta táctica y no pienso seguirle el juego.