Stern abrió la puerta. Horn tenía más de cuarenta años. Se parecía a todos los agentes del FBI, con una chaqueta barata y un pulcro corte de pelo, pero tenía la piel correosa alrededor de los ojos: demasiado sol o alcohol. Tenía mala reputación como agente, un tiranuelo lleno de resentimiento.
– De ningún modo -dijo. Señaló la citación que Stern acababa de guardar en el sobre y ahora le devolvía-. La citación está entregada.
– Si declaráis al tribunal que no aceptamos la citación, procuraré que os acusen de desacato. -Stern pensó que esta amenaza era ridícula, pero se mantuvo en sus trece-. ¿No sabéis lo que ocurre?
Horn no respondió. Por un instante, ninguno de los cuatro se movió. Marta se había acercado y miraba con sombría sorpresa.
– Nos estamos preparando para ir a un entierro -dijo al fin Stern. Señaló la limusina gris donde esperaba el conductor vestido de negro-. El de la cuñada del señor Hartnell. Mi esposa.
El segundo agente, un hombre más joven de pelo rubio, irguió el cuerpo.
– No lo sabía -dijo, volviéndose a Horn- ¿Y tú?
Horn clavó los ojos en Stern.
– Sé que Dixon Hartnell nunca responde a mis llamadas. Eso es lo que sé -replicó Horn-. Sé que yo llamo a la puerta principal y él huye por la trasera.
– Lo lamento -dijo el agente más joven. Se tocó el pecho-. Nos dijeron que aquí podíamos encontrarlo.
Los frustrados agentes sin duda habían recurrido a sus técnicas habituales. Una llamada de pretexto, como la denominaban. «Habla el Banco de Boston. Tenemos un problema con una transferencia de un millón de dólares para el señor Hartnell. ¿Dónde podemos encontrarlo?» Durante décadas los tribunales habían permitido el uso de esas picardías adolescentes.
– En fin -le dijo Horn a su compañero-, son cosas que pasan. -Cogió la citación sin mirar a Stern y tamborileó el sobre-. Estaré en su oficina el lunes por la mañana, a las nueve en punto.
Stern apoyó ambas manos en la puerta para cerrar. Peter se había llevado a Marta. Dixon se quedó en el vestíbulo. Encendió un cigarrillo y sonrió.
– Te han sacado de quicio, ¿eh?
– ¿Cuánto hace que tratan de entregarte la citación, Dixon?
Su cuñado miró con aire meditabundo una voluta de humo. Siempre le turbaba que Stern adivinara sus intenciones.
– Elise dice que hay hombres que están llamando desde hace una o dos semanas. No sabía de qué se trataba -dijo Dixon-. De verdad. -Movió la boca bajo la mirada de Stern-. No estaba seguro. Ésa era una de las cosas que quería comentar contigo.
– Ah, Dixon -suspiró Stern. Era increíble. Un hombre que el año anterior había ganado dos millones de dólares, que se ufanaba de ser un líder empresarial, escurriéndose por el pasillo de atrás y pensando que se escondería del FBI. Stern apoyó un pie en la escalera, tratando de concentrarse en la abrumadora tarea que le esperaba. Necesitaba la chaqueta. Era hora, se dijo. Era hora. Se sentía mareado y débil.
La familia, pensó con desesperación.
3
Cuatro días después del funeral, Stern regresó a la oficina. No llevaba corbata, un modo de indicar que no estaba formalmente presente. Examinaría la correspondencia, respondería preguntas. Una mera visita.
Había ocupado ese espacio durante casi una década y lo había cultivado como si fuera un hogar. Aunque pequeño, era el imperio de Stern; inevitablemente, la cháchara electrónica de los teléfonos y los aparatos, los movimientos enérgicos de sus doce empleados, resultaban reconfortantes. No ese día, desde luego. La oficina, como todo lo demás, parecía opaca, vacía, despojada de color y de música. Entró por la puerta trasera y se detuvo junto al escritorio de Claudia, su secretaria, mientras reflexionaba sobre su universo perdido. Buscó algo alentador en la correspondencia.
– El señor Hartnell está aquí.
Los agentes habían vuelto el día anterior con la citación, tal como habían prometido. Por teléfono, Stern había dictado una carta para la ayudante Klonsky declarando que él representaba a Dixon y su compañía y pidiendo al gobierno que se pusiera en contacto con Stern si deseaba hablar con alguien que trabajara para MD, una solicitud que el gobierno inevitablemente rechazaría. Luego Stern había citado a Dixon para este encuentro. Su cuñado esperaba en la oficina de Stern, los pies apoyados en el sofá, leyendo el Tribune mientras fumaba un puro de Stern. Se había quitado la chaqueta -cruzada, con botones brillantes- y mostraba los gruesos antebrazos, aún bronceados después de unas vacaciones en alguna isla. Se levantó para recibir a Stern.
– Me he puesto cómodo.
– Desde luego. -Stern se disculpó por el retraso, se quitó la chaqueta y echó una ojeada. Hacía más de una semana que no iba por allí, debido al viaje a Chicago, pero todo tenía el mismo aspecto. No sabía si alegrarse u horrorizarse de esa constancia. La oficina de Stern estaba decorada en tonos color crema. Clara había insistido en contratar un decorador y Stern consideraba que el resultado era más adecuado para el dormitorio de un adolescente. Había un sofá con almohadones de felpa, sillas del mismo material beige y cortinas a juego. Detrás del escritorio había un armario inglés de castaño oscuro -más del gusto de Stern-, pero el escritorio no era tal sino una mesa con tabla de cristal ahumado. Stern, años después, no se habituaba a verse el vientre fofo. Ahora estaba en libertad de cambiarlo todo. Ante ese pensamiento, cerró los ojos y emitió un gemido. Buscó una libreta.
– ¿De qué se trata, Dixon? ¿Tienes idea?
Dixon meneó la cabezota.
– No estoy seguro.
Stern titubeó. Dixon no decía que no sabía, sólo que no estaba seguro. Stern usó el interfono para pedir a Claudia que llamara a la ayudante Klonsky. Había dejado un número para mensajes telefónicos y Stern quería pedir una postergación de la fecha en que debían presentarse para la cita.
– Ante todo, debemos responder ciertas preguntas, Dixon. ¿Qué están investigando? ¿A quién quieren procesar? ¿Eres tú, en concreto?
– ¿Piensas que esto tiene que ver conmigo?
– Tal vez -replicó Stern.
Dixon no se amilanó. Se sacó el cigarro de la boca, sacudió las cenizas, masculló una frase.
– Esto es una citación duces tecum, Dixon… una solicitud de documentos. En circunstancias normales el gobierno no enviaría a dos agentes para entregarla. Es evidente que procuraban darte un mensaje.
– Me quieren intimidar.
– Como prefieras decirlo. Supongo que sabían que pronto ibas a enterarte de la investigación. Si yo no hubiera intervenido, habrían intentado interrogarte mientras tú protestabas.
Dixon caviló. Era tan egocéntrico que rara vez se apreciaba su sutileza. Dixon estudiaba a las personas para sacar ventaja, pero eso no significaba que no fuera observador. Desde luego, conocía bien a Stern y comprendía que le estaban repitiendo que había sido un idiota.
– ¿Qué alcance puede tener? -preguntó Dixon.
– Creo que no deberías compararlo con tus enfrentamientos previos con el Servicio Fiscal o con la CFTC. -La CFTC, Comisión de Productos de Venta Futura, era una agencia federal que regulaba esa industria, el equivalente de lo que la SEC [1] era en la industria de los valores-. Son burócratas y ante todo les encantan las reglas. No piensan automáticamente en procesar a alguien. Un gran jurado federal se reúne para acusar. Esto es serio, Dixon.
Dixon torció la boca. Tenía un aire de fatiga en los ojos.
– ¿Puedo hacer una pregunta tonta?
– Todas las que quieras -dijo Stern.
– ¿Qué es un gran jurado? En serio. ¿Qué función cumple, además de hacerte mojar los calzoncillos?
Stern asintió, satisfecho de que Dixon se tomara la molestia de preguntar. El gran jurado, explicó, era convocado por el tribunal para investigar delitos federales. En este caso, los jurados se reunían, siguiendo un plan del tribunal, con una semana de por medio, alternando martes y jueves durante dieciocho meses. Estaban bajo la dirección de la fiscalía, la cual, en nombre del gran jurado, solicitaba documentos y testigos para examinarlos en cada sesión. La gestión era secreta. Sólo los testigos que se presentaban podían revelar lo que sucedía. Si optaban por hacerlo. Desde luego, pocos individuos deseaban proclamar que un gran jurado federal los había convocado.