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Aquella tarde regresaron con la última luz, caminando despacio por la orilla del Arno, envueltos en una melancólica puesta de sol de otoño toscano que parecía copiada de un cuadro de Claudio de Lorena. Y luego, en la habitación, abiertas las ventanas sobre la ciudad y el río inmediato del que subía el rumor de la corriente al rebasar los diques, hicieron el amor prolongada y metódicamente, sin prisas, con pausas mínimas para descansar unos minutos y empezar de nuevo, acometiéndose en la penumbra sin otra iluminación que la del exterior, suficiente para que Olvido los contemplase a ambos, de soslayo, vuelto el rostro hacia la pared donde se proyectaban sus sombras. Una vez ella se levantó para acercarse a la ventana, y mirando la fachada desguarnecida y oscura de San Frediano in Cestello pronunció las únicas diez palabras seguidas que Faulques oyó aquella noche: ya no hay mujeres como la que yo quería ser. Después se movió despacio por la habitación, sin objeto aparente, bellísima, impúdica. Tenía inclinación natural al desnudo, a moverse de esa manera, indolente, con la elegancia de su fina casta y de la modelo que durante un corto tiempo había sido. Y aquella noche, cuando observaba desde la cama sus movimientos de animal delicado y perfecto, Faulques pensó que ella no necesitaba que la iluminaran. De día y de noche, desnuda o vestida, llevaba la luz como un foco móvil apuntado sobre su cuerpo, siguiéndola a todas partes. Todavía pensaba en eso por la mañana, mirándola dormir, su boca entreabierta y la frente ligeramente fruncida con un pliegue de dolor semejante al de algunas imágenes de vírgenes sevillanas. En Florencia, influido sin duda por el lugar y porque ella se hallase tan cerca de la propia cuna, Faulques descubrió con tranquilo desconcierto que su amor por Olvido Ferrara no era sólo intensamente físico, ni intelectual. También era un sentimiento estético, fascinado por las líneas suaves, los ángulos y campos de visión posibles de su cuerpo, el movimiento sereno tan vinculado a su naturaleza. Esa mañana, contemplándola dormida entre las sábanas arrugadas de la cama del hotel, Faulques sintió el desgarro de celos futuros superpuesto al de celos retrospectivos: desde los hombres que un día la verían moverse por museos y calles de ciudades y habitaciones sobre viejos ríos, a los que la habían visto así en el pasado. Sabía, porque ella se lo contó, que un fotógrafo de modas y un modisto bisexual fueron sus primeros amantes. Estaba al tanto de eso muy a su pesar, pues Olvido lo mencionó en una ocasión, sin que viniera a cuento ni él preguntara nada. Casual o deliberadamente, lo dijo y se quedó mirándolo atenta, al acecho, hasta que él, tras una breve pausa silenciosa, habló de otro asunto. Y sin embargo, la idea había despertado en Faulques -le ocurría aún- una fría cólera interior, irracional e inexplicable. Nunca mencionó en voz alta lo que ella le había confiado, ni habló de sus propias experiencias, excepto a modo de broma o comentario casual; como cuando, al comprobar que en algunos de los mejores hoteles y restaurantes europeos y neoyorkinos ella era cliente conocida, Faulques apuntó, burlón, que también en los mejores burdeles de Asia, África y Latinoamérica lo conocían a él. Entonces -esa fue la respuesta de Olvido-, procura que yo me beneficie de ello. Era en extremo perspicaz: sabía mirar los cuadros y a los hombres. Y capaz, sobre todo, de escuchar cada silencio con mucha atención; como si fuese una alumna aplicada ante un problema que el profesor acabara de exponer en la pizarra. Desmontaba cualquier silencio pieza a pieza, igual que un relojero desmonta relojes. Por eso adivinaba con facilidad la desazón de Faulques en la rigidez repentina de sus músculos, en la expresión de sus ojos, en la forma de besarla o de no hacerlo. Todos los hombres sois considerablemente estúpidos, decía interpretando lo que él nunca dijo. Hasta los más listos lo sois. Y no soporto eso. Detesto que se acuesten conmigo pensando en quién se acostó antes, o quién se acostará después.

Faulques subió a la planta de arriba con el vaso de coñac en una mano y el farol de gas en la otra. El licor le volvía los dedos torpes al revolver dentro del cajón que estaba a modo de mesa junto al catre militar donde dormía. Fue apartando papeles diversos, documentos, cuadernos de notas, hasta dar con la foto que buscaba: la única que conservaba de él mismo, y hacía mucho tiempo que no contemplaba. En realidad era una foto de los dos, pues también Olvido aparecía en ella: una casa destrozada después de un bombardeo, con Faulques -esta vez era él- dormido en el suelo, la boca entreabierta, el mentón sin afeitar, la cabeza apoyada en la mochila, botas y pantalones manchados de barro, las dos Nikon y la Leica sobre el pecho y un sombrero de lona cubriéndole los ojos. Y Olvido en el momento de apretar el obturador, el rostro medio oculto por la cámara, parcialmente reflejada en el espejo roto de la pared. Ella la había tomado en Jarayeb, sur del Líbano, después de un bombardeo israelí; pero Faulques no lo supo hasta mucho más tarde, una vez acabó todo, cuando ordenaba sus pertenencias para enviarlas a la familia. Se trataba de una foto en blanco y negro, con un hermoso contraluz de amanecer que alargaba las sombras a un lado de la imagen, encuadraba a Faulques e iluminaba en el otro lado la figura de Olvido, fragmentándola tres veces en el espejo roto. Uno de los reflejos mostraba el rostro detrás de la cámara, las trenzas, el torso vestido con una camiseta oscura, los tejanos amoldados a la cintura; otro, la cámara, el lado derecho del cuerpo, un brazo y una cadera; el tercero, sólo la cámara. Y en cada fragmento de aquella imagen incompleta, Olvido parecía desvanecerse en su propio reflejo, descompuesto cada instante de esa fuga y fijado en el tiempo, en la emulsión de la película fotográfica, como el guerrero de Paolo Uccello y el que Faulques pintaba en su mural.

12

Se había ido con el, sin más. Muy pronto. Quiero acompañarte, dijo. Necesito un Virgilio silencioso, y tú eres bueno en eso. Quiero un guía de agradable aspecto, callado y duro como en las películas de safaris de los años cincuenta. Olvido se lo había dicho un atardecer de invierno frente a una mina abandonada de Portmán, cerca de Cartagena, junto al Mediterráneo. Llevaba un gorro de lana, tenía la nariz roja de frío y los dedos asomaban por las mangas demasiado largas de un jersey rojo y grueso. Habló muy seria, mirándole los ojos, y luego vino la sonrisa. Estoy harta de hacer lo que hago, así que me pego a ti. Decidido. Oh muerte, zarpemos. Etcétera. Mis propias fotos me aburren. Es mentira que la fotografía sea la única de las artes donde la formación no es decisiva. Ahora todas son así. Cualquier aficionado con una Polaroid se codea con Man Ray o Brassaï, ¿comprendes? Pero también con Picasso o con Frank Lloyd Wright. Sobre las palabras arte y artista pesan siglos de trampas acumuladas. Lo que tú haces no sé muy bien qué es; pero me atrae. Te veo tomar todo el tiempo fotos mentales, concentrado como si practicaras una disciplina bushido extraña, con una cámara en lugar de un sable samurái. Sospecho que el único arte actual vivo y posible es el de tus despiadadas cacerías. Y no te rías, tonto. Hablo en serio. Empecé a comprenderlo anoche, cuando me abrazabas como si estuviéramos a punto de morir. O como si alguien fuera a matarnos a los dos de un momento a otro.

Ella era inteligente. Mucho. Había advertido que él nunca se propuso explicar, resolver, cambiar nada. Que sólo buscaba ver el mundo en su dimensión real, sin el barniz de la falsa normalidad; poniendo los dedos donde latía el pulso terrible de la vida, aunque los retirase manchados de sangre. Olvido, por su parte, era consciente de haber vivido en un mundo ficticio desde niña, como aquel Buda joven al que, contaba, su familia ocultó durante treinta años la existencia de la muerte. La cámara, decía, tú mismo, Faulques, sois mi pasaporte a lo reaclass="underline" allí donde las cosas no pueden ser embellecidas con estupidez, retórica o dinero. Quiero violar mi vieja ingenuidad. Mi maltrecha inocencia, tan sobrevalorada. Quizás por eso, cuando hacía el amor susurraba densas procacidades o hacía que él la tratara, a veces, casi con violencia. Detesto, dijo en cierta ocasión -ahora estaban en la National Gallery de Washington, ante el Retrato de señora de Van der Weyden-, ese talante hipócrita, casto, difícil, de las mujeres pintadas por esos tipos del norte. ¿Comprendes, Faulques? Por el contrario, las madonnas italianas o las santas españolas tienen todo el aire, en caso de que escape de sus labios una obscenidad, de saber perfectamente lo que dicen. Como yo.