Quedaba mucho por hacer -había cubierto algo más de la mitad del cuadro esbozado a carboncillo en la pared blanca-, pero el pintor de batallas estaba satisfecho. En cuanto al trabajo de esa mañana, la playa bajo la lluvia y las naves que se alejaban de la ciudad incendiada, aquel reciente azul brumoso en la melancolía del horizonte, casi gris entre mar y cielo, orientaban la mirada del espectador hacia ocultas líneas convergentes que relacionaban las siluetas lejanas erizadas de destellos metálicos con la columna de fugitivos, y en especial con un rostro de mujer de rasgos africanos -grandes ojos, el trazo firme de una frente y una barbilla, dedos que hacían ademán de velar aquella mirada- situado en primer plano, en tonos cálidos que acentuaban su proximidad. Pero nadie pone lo que no tiene, creía Faulques. La pintura, como la fotografía, el amor o la conversación, eran semejantes a esas habitaciones de hoteles bombardeados, con los cristales rotos y despojadas de todo, que sólo podían amueblarse con lo que uno sacaba de su mochila. Había lugares de guerra, situaciones, rostros de foto obligada como podían serlo, en otro orden de cosas, París, el Taj Mahal o el puente de Brooklyn: nueve de cada diez fotógrafos recién llegados se atenían al ritual, en busca de la instantánea que los inscribiera en el club selecto de los turistas del horror. Pero ese nunca fue el caso de Faulques. Él no pretendía justificar el carácter predatorio de sus fotografías, como quienes aseguraban viajar a las guerras porque odiaban las guerras y a fin de acabar con ellas. Tampoco aspiraba a coleccionar el mundo, ni a explicarlo. Sólo quería comprender el código del trazado, la clave del criptograma, para que el dolor y todos los dolores fuesen soportables. Desde el principio había buscado algo diferente: el punto desde el que podía advertirse, o al menos intuirse, la maraña de líneas rectas y curvas, la trama ajedrezada sobre la que se articulaban los resortes de la vida y la muerte, el caos y sus formas, la guerra como estructura, como esqueleto descarnado, evidente, de la gigantesca paradoja cósmica. El hombre que pintaba aquella enorme pintura circular, batalla de batallas, había pasado muchas horas de su vida al acecho de tal estructura, como un francotirador paciente, lo mismo en una terraza de Beirut que en la orilla de un río africano o en una esquina de Mostar, esperando el milagro que, de pronto, dibujara tras la lente del objetivo, en la caja oscura -rigurosamente platónica- de su cámara y su retina, el secreto de aquella urdimbre complicadísima que restituía la vida a lo que realmente era: una azarosa excursión hacia la muerte y la nada. Para llegar a esa clase de conclusiones mediante su trabajo, muchos fotógrafos y artistas solían aislarse en un taller. En el caso de Faulques, su taller había sido especial. Abandonando los estudios sucesivos de arquitectura y arte, con veinte años se había adentrado en la guerra, atento, lúcido, con la cautela de quien por primera vez recorre un cuerpo de mujer. Y hasta que Olvido Ferrara entró en su vida y salió de ella, creyó que sobreviviría a la guerra y a las mujeres.
Miró con atención aquel otro rostro, o más bien su depurada representación pictórica en la pared. Había sido portada de varias revistas después de que él lo captase, casi por azar -el preciso azar, sonrió esquinado, del momento exacto-, en un campo de refugiados del sur de Sudán. Un día de rutina laboral, de tenso y silencioso ballet, sutiles pasos de baile entre niños que morían extenuados ante los objetivos de sus cámaras, mujeres enflaquecidas con la mirada ausente, huesudos ancianos sin otro futuro que sus recuerdos. Y mientras escuchaba el zumbido del motor de la Nikon F 3 rebobinando la película, Faulques vio de soslayo a la muchacha. Estaba tumbada en el suelo sobre una esterilla, tenía una jarra desportillada en el regazo y se tocaba la cara con gesto cansado, exhausto. Fue el ademán lo que llamó su atención. Con reflejo automático comprobó la escasa cantidad de película que le quedaba en la vieja y sólida Leica 3MD con objetivo de 50 milímetros que llevaba colgada al cuello. Tres exposiciones serían suficientes, pensó mientras empezaba a moverse hacia la muchacha con suavidad, intentando no ser causa de que esta descompusiera el gesto -aproximación indirecta lo llamaría después Olvido, aficionada a aplicar una cínica terminología militar al trabajo de ambos-. Pero cuando Faulques ya estaba pegado al visor y tomaba foco, la muchacha advirtió su sombra en el suelo, retiró un poco la mano y alzó el rostro, mirándolo. Esa fue la causa de que él tomase dos exposiciones rápidas, apretando el obturador mientras su instinto le decía que no dejara perderse una mirada que tal vez nunca más volvería a estar allí. Después, consciente de que sólo tenía una oportunidad más de fijar aquello en el gelatinobromuro de plata de la película antes de que se esfumara para siempre, rozó con un dedo el anillo para regular el diafragma y adecuarlo al 5.6 que calculó para la luz ambiente, varió unos centímetros el eje de la cámara y disparó la última fotografía un segundo antes de que la muchacha volviera el rostro, cubriéndoselo con la mano. Después ya no hubo nada más; y cuando él, cinco minutos más tarde, volvió a acercarse con las dos cámaras otra vez cargadas y a punto, la mirada de la muchacha ya no era la misma y el momento había pasado. Faulques viajó de regreso con aquellas tres fotografías en el pensamiento, preguntándose si el revelado las haría aparecer tal y como las había creído ver, o las recordaba. Y más tarde, en la penumbra roja del cuarto oscuro, acechó la aparición de las líneas y los colores, la lenta configuración del rostro cuyos ojos lo miraban desde el fondo de la cubeta. Después, secas las copias, Faulques pasó mucho rato frente a ellas, consciente de que se había acercado mucho al enigma y su formulación física. Las dos primeras eran menos perfectas, con un ligero problema de foco; pero la tercera resultaba limpia y nítida. La muchacha era joven y translúcidamente bella a pesar de la cicatriz horizontal que marcaba su frente y los labios cuarteados -como ahora las grietas aparecidas en la pintura mural- por la enfermedad y la sed. Y todo, la cicatriz, las grietas de los labios, los dedos finos y huesudos de la mano junto al rostro, las líneas del mentón y la tenue insinuación de las cejas, el fondo del trenzado romboidal de la esterilla, parecían confluir en la luz de los ojos, el reflejo de claridad en los iris negros, su fija y desesperada resignación. Una máscara conmovedora, antiquísima, eterna, donde convergían todas aquellas líneas y ángulos. La geometría del caos en el rostro sereno de una muchacha moribunda.
2
Cuando Faulques miró por la ventana que daba a la parte de tierra, vio al desconocido entre los pinos, observando la torre. Los coches sólo podían llegar hasta la mitad del camino, lo que suponía media hora a pie por el sendero que serpenteaba desde el puente. Un trayecto incómodo a esa hora, con el sol todavía alto, sin un soplo de aire que enfriase los guijarros de la cuesta. Buena forma física, pensó. O mucha gana de hacer visitas. Estiró los brazos para desperezar el largo esqueleto -Faulques era alto, huesudo, y el pelo corto y gris le daba un vago aire militar-, se limpió las manos en una palangana con agua y salió afuera. Allí, los dos hombres estuvieron mirándose unos instantes entre el monótono sonido de las cigarras que chirriaban en los matorrales. El desconocido llevaba una mochila colgada al hombro, y vestía camisa blanca, pantalón vaquero y botas de campo. Miraba la torre y a su habitante con tranquila curiosidad, como si pretendiera asegurarse de que aquel era el lugar que buscaba.
– Buenos días -saludó.
Un acento que podía ser de cualquier sitio. El pintor compuso un gesto de fastidio. No le gustaban las visitas, y para disuadirlas había colocado carteles bien visibles en la cuesta -uno advertía perros peligrosos, aunque no había ninguno-, informando de que se trataba de una propiedad privada. En aquel lugar no frecuentaba a nadie. Sus únicas relaciones eran los contactos superficiales que mantenía cuando bajaba a Puerto Umbría: los empleados de correos o del ayuntamiento, el camarero del bar en cuya terraza del muellecito pesquero se sentaba a veces, los tenderos a quienes compraba comida y materiales de trabajo, o el director de la sucursal bancaria a la que se hacía transferir dinero desde Barcelona. Cortaba de raíz cualquier intento de aproximación; y a quienes franqueaban esa línea defensiva solía despacharlos con malos modos, pues sabía que la impertinencia no se desanima ante una simple negativa cortés. Para los casos extremos -aquel término incluía inquietantes posibilidades, aunque todas remotas- reservaba una escopeta repetidora de caza, que hasta entonces no había tenido ocasión de sacar de su funda, y que estaba en el baúl de arriba, limpia y engrasada, junto a dos cajas de cartuchos de postas.
– Es una propiedad privada -dijo, seco.
El desconocido asintió, tranquilo. Seguía mirándolo con atención desde diez o doce pasos de distancia. Era corpulento, de mediana estatura. Llevaba largo el pelo color pajizo. Usaba lentes.
– ¿Usted es el fotógrafo?
La sensación incómoda se hizo más intensa. Aquel individuo había dicho fotógrafo, y no pintor. Era a una vida anterior a la que se estaba refiriendo, y eso no podía agradar a Faulques. Mucho menos en boca de un extraño. Esa otra vida nada tenía que ver con el lugar, ni con el momento. Al menos de modo oficial.