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Faulques bebió otro sorbo de cerveza, observando la delgada línea gris que se adentraba en el mar, a lo lejos. Aquellas acuarelas venecianas también se relacionaban en su memoria con circunstancias distintas. Entre otras, con la luz fría y difusa de un amanecer de otoño en las afueras de Dubica, antigua Yugoslavia, esperando el momento de acompañar a un grupo de soldados en el cruce del río Sava. Olvido y él habían pasado la noche tiritando de frío en la nave de una fábrica abandonada, entre ciento noventa y cuatro croatas que iban a combatir cuando amaneciera. Al principio Olvido fue acogida con las deferencias masculinas usuales -en aquel tiempo todavía lo eran- hacia una mujer que se encontraba en la guerra por voluntad propia. A la luz de sus linternas, los soldados la observaron con curiosidad. Qué hace aquí, podía leerse en sus sonrisas asombradas, en sus comentarios en voz baja. Le habían buscado un sitio razonablemente cómodo donde instalarse, y unos jóvenes le dieron, de sus provisiones, una lata de piña en almíbar. Luego, según pasaba el tiempo, los soldados fueron retornando a su aislamiento personal, al silencio ensimismado de quien está cerca de un encuentro crucial con la suerte y el destino. Unos treinta de ellos eran casi niños: tenían de quince a diecisiete años y se agrupaban en torno a un maestro de su colegio con el que habían sido alistados en bloque. El maestro era un joven de veintiocho años promovido a oficial, que pese a los cascos de acero, las armas y las cinchas militares atiborradas de munición y granadas, se movía entre ellos con los gestos del profesor que hasta sólo semanas antes había sido, y a quien los padres de aquellos chicos rogaron que los cuidara como en la escuela. Iba de unos a otros hablando en voz baja y tranquila, comprobando sus equipos, dándoles cigarrillos y sorbos de una botella de rakia a los mayores o pintándoles con rotulador el grupo sanguíneo, a quienes lo sabían, en la camisa, los cascos o el dorso de las manos. Faulques y Olvido pasaron la noche tumbados muy juntos para darse calor, sin despegar los labios pese a que el frío impedía dormir, sintiendo sobre los párpados cerrados el haz de alguna linterna alumbrándolos un instante. La primera claridad del alba llegó al fin por los agujeros del techo y las ventanas de cristales rotos de la nave; y en aquella penumbra fantasmal los soldados empezaron a ponerse en pie y a salir al exterior, bajo la luz sucia que recortaba siluetas como en las acuarelas venecianas, docenas de hombres y muchachos mirando alrededor como perros que olfatearan el aire antes de dirigirse hacia una línea horizontal de niebla, un gris algo más claro que parecía flotar a ras del suelo: la humedad que subía del río cercano y difuminaba, en la indecisión del amanecer, una mancha más oscura, sombría, irregular; un conjunto de rectas, de superficies quebradas en ángulos extraños: el destruido puente sobre el Sava que los soldados debían cruzar, aprovechando sus ruinas, antes de remontar una larga cuesta entre dos lomas y atacar Dubica, invisible al otro lado. Frotándose los miembros entumecidos por el frío, Faulques y Olvido se dirigieron al río con los otros, las cámaras dentro de las bolsas pues no había luz suficiente para hacer fotos. Parece una de aquellas cosas de Turner, dijo ella entonces. ¿Recuerdas? Sombras en la luz del alba. Pero al maldito inglés se le olvidó pintar el frío. Luego se había cerrado el cuello del chaquetón, y tras colgarse la bolsa de las cámaras fotográficas a la espalda, le sonrió a Faulques. Nunca habrá, dijo de pronto en mitad de la extraña sonrisa -y lo dijo con melancolía-, otra guerra como esta. Lo besó en la mejilla, repitió la palabra nunca en voz más baja, y echó a andar tras los soldados mientras, entre todas aquellas siluetas que parecían suspendidas sobre el manto de niebla que cubría la orilla, empezaban a sonar, primero uno aislado, luego dos o tres, y al fin multiplicándose alrededor, los cerrojazos de las armas al amartillarse. Había una insinuación de tonos naranjas y dorados en el cielo, hacia el este, cuando se metieron hasta la cintura en el agua, cruzando sobre los escombros del puente gracias a cuerdas tendidas durante la noche. Y al otro lado, cuando empezaban a remontar la cuesta entre las dos lomas, mojados de cintura para abajo y los pies chapoteando dentro de las botas, la luz grisazulada empezaba a ser suficiente para que Faulques, con el diafragma de una cámara abierto al máximo -1.4 de exposición y 1/60 de velocidad en el obturador-, fotografiase a los soldados que se dividían en grupos y subían detrás de sus oficiales hacia la loma de la derecha o la de la izquierda: expresiones obstinadas, vacías, valerosas, tensas, impasibles, suspicaces, desencajadas, cautas, aterrorizadas, inquietas, serenas, indiferentes. Toda, en suma, la variedad posible entre hombres enfrentados a idéntica prueba, en aquella luz que un pintor de acuarelas habría calificado de extraordinariamente bella, y que envolvía como un sudario anticipado, en tonos sutiles y delicadísimos, a los que estaban a punto de morir. Faulques miró a Olvido y la vio caminar cuatro o cinco metros a su izquierda, entre los soldados, con los tejanos mojados pegados a las piernas, el tres cuartos negro de corte militar abrochado hasta el cuello, las trenzas rematadas con cintas elásticas en los extremos, las cámaras todavía dentro de la bolsa que cargaba a la espalda, como si hacer fotografías fuera la última cosa que le pasara por la cabeza, el pretexto que no necesitaba en aquel amanecer de belleza equívoca y terrible. Y cuando arriba y al otro lado de las lomas empezó el retumbar de disparos y estampidos, y los soldados que caminaban alrededor apretaron los dientes y las armas que sostenían, agachándose cada vez más a medida que se aproximaban a la cima, ella empezó a mirar en torno, a observar los rostros cercanos con una curiosidad intensa, despiadada; cual si buscara respuestas silenciosas a preguntas que sólo podían resolverse en un alba incierta como aquella, entre las aguadas de una acuarela cósmica en la que cada silueta, incluida la propia, era miserable trazo. Entonces las granadas de mortero empezaron a estallar justo detrás de la cima de la colina, y un oficial -último reflejo del macho que protege a la hembra antes de volver la espalda y cruzar su propia línea de sombra- se volvió hacia Olvido y le dijo stop, stop, indicándole con gestos enérgicos que permaneciera donde se encontraba. Ella obedeció sin protestar, arrodillándose con las cámaras dentro de la bolsa, la mirada fija en los soldados que seguían adelante, en el maestro de escuela que se alejaba cuesta arriba con sus chicos que agachaban la cabeza y tenían los rostros blancos y desencajados en aquella luz ambigua de la mañana; y se quedó allí, de rodillas, mientras Faulques, que también se había detenido, iba cambiando la velocidad de obturación y el diafragma a medida que la luz se asentaba sobre las lomas, a las que el humo de las explosiones rodeaba ahora con un halo polvoriento y dorado, y empezaba a fotografiar también a los primeros hombres que regresaban de la cima o eran bajados por sus camaradas dejando en el suelo prolongados rastros rojos, cojeando, sujetándose apósitos y vendajes sobre las heridas, salpicados de barro y de sangre, alcanzados por esquirlas, ciegos horrorizados que se llevaban las manos a la cara tropezando cuesta abajo. Y aún seguía Olvido así, arrodillada, cuando Faulques se incorporó y corrió un poco ladera arriba, se agachó y volvió a correr otro trecho, a fin de acercarse y tomar foco en el perfil del maestro de escuela al que dos chicos traían sosteniéndolo por las axilas, los pies dejando dos surcos en la hierba húmeda y media mandíbula arrancada por un fragmento de metralla. Y detrás de ellos bajaban más chicos llorando, gritando o en silencio, heridos o ilesos, que venían solos, sin armas, o traían a otros cubiertos de sangre, más trazos escarlata que se entrecruzaban en aquella acuarela que algún paisajista minucioso componía con esmero desde su olímpico caballete. Y cuando, mientras rebobinaba la tercera película fotográfica, Faulques miró de nuevo hacia Olvido, vio que esta había sacado al fin su cámara y, vuelta de espaldas a esa escena, fotografiaba el puente desierto y destruido en el lecho del río color de plomo: el camino inseguro que habían dejado atrás entre ambas orillas, como si fuera allí, y no en los hombres destrozados que se retiraban de las lomas, donde estuviera la imagen clave, la explicación de lo que había ido a buscar. Así supo Faulques que ella estaba cerca de conseguirlo, y que no se iba a quedar a su lado mucho tiempo más, porque también el tiempo tenía sus viejas reglas.

Aritmós kinesios. Aritmética del movimiento según el antes y el después. Especialmente el después. Y un fotógrafo -a ella le gustaba repetir esa frase, que había oído en boca de Faulques- nunca pertenece al grupo al que parece pertenecer. Hasta entonces, pese a todo, él había tenido la absurda esperanza de que el tiempo la hiciera más suya: unos ojos soñolientos vistos cada mañana, un cuerpo marchitándose cerca, entre sus manos, día a día. Una vejez serena, recordando. Pero esa mañana, cuando la vio volver la cara salpicada de barro hacia el puente y alzar despacio la cámara, buscando la imagen del camino azaroso que habían dejado atrás -la fotografía del antes de aquella aritmética del movimiento que los llevaba a la orilla donde los hombres morían-, Faulques miró a su vez hacia el después y sólo vio su propio pasado. De ese modo supo que no envejecerían juntos, y que ella viajaría hasta otros lugares y otros brazos. El hombre, recordaba haberle oído decir más de una vez, cree ser el amante de una mujer, cuando en realidad sólo es su testigo. Aritmós kinesios. Entonces Faulques tuvo miedo de regresar a la soledad que acechaba en las palabras antes y después, pero tuvo más miedo de que Olvido sobreviviera a esa última guerra.