Faulques había terminado de ordenar sus cosas. Estaba ante Markovic, que seguía sentado en la escalera. Con movimientos tranquilos, deliberados, sacó un cuchillo del cajón de la mesa y lo puso entre los utensilios de pintura: un cuchillo de buceo recio, amenazador, de hoja un poco oxidada. El croata lo seguía todo con la vista.
– Lo malo de los recuerdos -dijo este al fin- es que pueden convertirlo a uno en profeta. ¿No cree?… Incluso de sí mismo.
Apuntó eso en tono enigmático. Parecía a la espera de un asentimiento, un gesto de complicidad. Al cabo sacó un paquete de cigarrillos y se puso uno en la boca.
– ¿Alguna vez imaginó un topo loco, señor Faulques?
Inclinó la cabeza para encender el cigarrillo y se quedó contemplando el encendedor, dándole vueltas entre los dedos. Al fin lo guardó en un bolsillo.
– Cuando salí del campo de concentración y supe lo de mi mujer y mi hijo me sentí así. Como un topo enterrado y loco que excavara en cualquier dirección, sin objetivo. Hasta que pensé en usted. Eso me devolvió la cordura. La luz.
Contemplaba amistosamente a Faulques. Reconocido. Este movió la cabeza.
– Su cordura es discutible.
– No diga eso. Estoy tan cuerdo que me asombro de mí mismo. Gracias a lo que hizo con mi vida, pude darme cuenta del papel que representamos todos en este cuadro. En realidad le estoy agradecido, y mucho.
Dio varias chupadas al cigarrillo, pensativo, y luego se incorporó, aproximándose al mural. También, dijo, he aprendido otras cosas. Por ejemplo, que cuando algo está hecho ya no se puede cambiar, ni remediar. Sólo queda pagar el precio. La penitencia. Tengo la esperanza de que también usted haya aprendido eso.
– Y dígame… ¿Por qué pintó a esta mujer con la cabeza rapada? ¿No basta la violación? ¿Esa sangre en los muslos y el niño que mira?
Parecía preocupado por aquello. Inquieto de veras. Faulques se acercó despacio. Estaban el uno junto al otro, mirando la pintura. Deformación profesional, dijo el pintor de batallas. Supongo. Reflejos de fotógrafo. Mujeres rapadas al cero, mujeres violadas.
– ¿Conoce aquellas viejas fotos de la liberación de Francia?… En una fotografía, la violación casi nunca se aprecia. Hay que explicarla, y entonces la imagen no funciona. Pintarlo es algo parecido. Una mujer rapada resulta más dramática. Permite imaginar mejor.
Markovic reflexionó y se mostró de acuerdo. Tiene razón, dijo. Dramática. El humo le hacía entornar los ojos, inclinado como estaba para estudiar de cerca la imagen pintada en la pared.
– Hay algo inquietante en esa mujer -comentó-. Tal vez su… No sé cómo decirlo. ¿Animalidad?… Parece poco humana, si me permite la palabra. Esos muslos desnudos, el vientre. Hay más de animal que de humano en ella -miró a su interlocutor con renovado respeto-. No es casual, ¿verdad?… No es incompetencia por su parte.
Faulques hizo un gesto vago.
– No soy un pintor competente. Pero quizá sea cierto lo que dice. La violencia, cualquier violencia, convierte en cosa, en un trozo de carne animal, a quien está sometido a ella… Creo que estará de acuerdo.
– Lo estoy. Por experiencia.
Markovic se movió a lo largo de la pared circular, que la luz poniente iba oscureciendo en unos sitios y enrojeciendo en otros. Se detuvo en el hombre que remataba a un moribundo a golpes. El cuerpo en el suelo, apenas esbozado, no era más que trazos grises y ocres. Un rostro informe.
– Hay quien dice -comentó Markovic- que también quien golpea, quien tortura, quien mata, se vuelve un animal sin raciocinio… ¿Qué opina de eso? ¿Cree que nadie puede pensar y golpear al mismo tiempo?
Faulques lo meditó un instante. O aparentó meditarlo.
– Es compatible -dijo-. Matar y pensar.
– ¿Como aquel francotirador suyo?… El artista del rifle.
– Por ejemplo.
– Una vez leí que no hay nada inteligente en el acto de matar.
– Quien afirme eso no está bien informado.
Asintió Markovic. Eso creo yo también, decía el gesto.
– ¿Y qué tal? ¿Ha reflexionado sobre las cosas que le he venido contando estos días?… Me refiero a si se siente cómplice o partícipe de su pintura… ¿Cree que alguien puede pensar y fotografiar al mismo tiempo?
– Lo que creo es que habla demasiado. Empiezo a lamentar no tener esa escopeta.
– Tiene el cuchillo.
– No es lo mismo.
Ahora Markovic se rió de veras, complacido. Una risa franca, sincera. Apuró su cigarrillo, lo apagó en el frasco de mostaza y volvió a reír de nuevo. Luego estuvo otro rato mirando el mural, y al cabo señaló The Eye of War, que seguía sobre la mesa. Hay dos fotos suyas muy conocidas, dijo. Están en ese libro. De África. Un hombre al que apaleaban entre varios y luego machetearon ante su cámara. ¿Sabe a cuáles me refiero?
– Claro. Freetown, en Sierra Leona. El hombre al que mataron allí. Una foto antes y otra después.
Markovic asintió de nuevo, satisfecho. Era interesante, dijo, comparar esas dos fotos con las imágenes de un reportaje que había visto en televisión sobre los fotógrafos de guerra. Ignoraba si Faulques estaba al tanto, pero también aparecía en ese reportaje, en una secuencia grabada durante aquel suceso. Respecto a las fotos, en la primera se veía cómo apaleaban a la víctima y la golpeaban con machetes, y en la segunda cómo yacía en el suelo, sangrando, llena de tajos. Sin embargo, en las imágenes de televisión que se grababan en ese momento desde más atrás, aparecía Faulques disparando la primera foto, y luego de rodillas, pidiendo que no mataran al hombre. Con ademán de rezar, o de implorar.
El pintor de batallas torció la boca.
– No fui convincente.
Tampoco eso figuraba entre sus mejores recuerdos. Si toda guerra significaba un camino al infierno, África era el atajo. Chac, chac. Aquel chasquido de machetes golpeando carne y huesos era algo que tampoco podía fotografiarse, ni pintarse. Ciertos sonidos eran perfectos en sí mismos, y tenían color: el verde templado en los tonos medios y largos de un violín, el azul oscuro del viento nocturno, el gris del repiqueteo de lluvia en la ventana. Pero aquel chasquido era imposible componerlo en la paleta. Sus contornos se perdían como los planos en el color de Cézanne.
– No los convenció, en efecto -Markovic lo miraba con atención-. Aunque confieso que me sorprendió verle hacer eso. Lo creía un testigo indiferente.
– Ahí tiene su respuesta. A veces es compatible fotografiar y pensar.
– De cualquier forma, siguió trabajando. Hizo la segunda foto con el hombre muerto a sus pies… ¿Pensó, en el intervalo, que tal vez lo mataron porque estaba usted allí?… ¿Que lo hicieron para que lo fotografiase?
El pintor de batallas no respondió. Por supuesto que lo había pensado. Incluso sospechaba que había ocurrido exactamente así. Ahora sabía que ninguna fotografía era inerte, o pasiva. Todas incidían en el entorno, en la gente a la que encuadraban. En cada uno de los infinitos Markovic de cuyas vidas se apropiaba la lente. Por eso Olvido sólo fotografiaba lugares y objetos, nunca a personas; había sido objeto de las cámaras demasiado tiempo como para ignorar los peligros. Las responsabilidades. Mientras viajaron juntos a la guerra, fue ella la que logró mantenerse al margen, y no él.
– ¿Cree que arrodillarse durante diez segundos lo redime? -insistió Markovic.
Faulques volvió despacio al presente: la torre, el hombre que estaba a su lado mirando el mural. Aquellas fotografías de las que hablaba el croata. Tras meditarlo un momento, encogió los hombros.
– Otras veces mi cámara evitó cosas.
Markovic chasqueó la lengua, dubitativo. Luego también pareció reflexionar e hizo un gesto que rectificaba el anterior. Quizá, concluyó al fin, Faulques no se enorgullecía de eso. De evitar nada. Y posiblemente tampoco lamentaba lo contrario. Pensaba, por ejemplo, en aquellos chicos a los que había fotografiado en el Líbano, atacando un tanque.
El pintor de batallas miró a su interlocutor con sorpresa. Aquel individuo había hecho bien los deberes.