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– Eso es distinto -dijo ella-. Además, no deberías haberme asustado de ese modo. He pensado que te habías ahogado de verdad… ni siquiera he notado cómo subías al barco.

– Es un viejo truco de pirata. Y resulta muy útil, ¿no te parece? Ella sonrió.

– ¿Es que has abordado muchos barcos sin más ropa que una sonrisa y la intención de seducir a una mujer?

Él frunció el ceño y simuló estar pensativo, pero sólo era otra broma.

– Digamos que he estado con muchas mujeres, pero con ninguna como tú.

Meredith lo miró a los ojos y le tocó el pecho con la mano. El contacto volvió a desatar su deseo, pero no la apartó.

– Siento que no haya funcionado, Griffin. Tal vez deberíamos intentarlo en otra parte.

– Tal vez, aunque empiezo a dudar que encontremos una salida.

– Lo haremos, no te preocupes -le aseguró-. Por cierto, tengo hambre. Podemos comer en el barco o bajar a tierra si lo prefieres. Hay un hotel donde se puede comer y pasar la noche.

– Preferiría quedarme aquí. Me siento más cómodo en un barco.

Meredith lo observó mientras él se alejaba hacia la proa. Durante un instante, habían experimentado el sencillo placer de estar juntos y compartir una pasión; pero después, el pasado los había asaltado como una especie de monstruo marino para recordarle que, por mucho que deseara lo contrario, había grandes posibilidades de que Griffin no llegara a ser suyo.

Los primeros rayos del sol llenaron de tonos rojizos el cielo de levante. La luz parecía como de otro mundo y los cantos de los pájaros se mezclaban con el suave sonido del agua al chocar con los costados del barco.

Griffin estaba en la proa del velero, contemplando Bath, y Merrie seguía dormida en el camastro del diminuto camarote. Él había intentado conciliar el sueño, pero no lo había conseguido; estaban tan cerca el uno del otro, que no dejaba de dar vueltas a las posibilidades más lúdicas de la situación.

Se pasó una mano por el pelo y se dijo que el tiempo jugaba en su contra. A medida que transcurría el tiempo, su decisión de acabar con Barbanegra iba desapareciendo ante la vida que había iniciado en aquel siglo; pero el pirata permanecía en lo más profundo de su ser, esperando.

Merrie apareció unos minutos más tarde. Llevaba una manta sobre les hombros, para protegerse del fresco de la mañana.

– ¿Te encuentras bien? Al despertar he visto que te habías marchado…

– Lo siento, no pretendía asustarte. Ella lo tocó en un brazo y dijo:

– Estás helado. ¿Es que has vuelto a bañarte?

Él asintió.

– Sí, lo hice hace un rato, guando todavía no había amanecido. No puedo creer que esté aquí… yo solía alojarme en una taberna que ya no existe y que estaba justo en la base de ese puente -explicó, señalando la construcción.

– Estar lejos de tu casa debe de ser muy duro…

Griffin se encogió de hombros.

– Mi hogar es el mar. Siempre lo ha sido. Y el mar no ha cambiado nada en trescientos años.

– ¿Nunca pensaste en asentarte en algún lugar, en tener una familia?

Él la miró y sonrió. Le gustaba la franqueza de Merrie.

– Sí, lo pensé en cierta ocasión. Pero el destino se encargó de recordarme que hay cosas que no son para mí.

– No te entiendo. ¿Qué quieres decir con eso?

– Yo vivo en el mar, Merrie, y la familia es algo restringido a tierra firme. No sería buen marido ni buen padre.

– No digas eso. ¿Cómo puedes saberlo si no lo has intentado?

Griffin apartó la vista y contempló el río. Pensó que debía decirle la verdad, pero no quiso hacerlo porque Merrie lo tenía _en alta estima y creía que lo despreciaría al saberlo.

– Lo sé -dijo mientras le pasaba un brazo por encima de los hombros.

Estuvieron así un buen rato, contemplando el horizonte y sin hablar. Se encontraba tan bien a su lado, que Griffin consideró la posibilidad, por primera vez, de que el destino hubiera querido unirlos. En aquel momento le pareció el motivo más lógico de entre todos los que podían explicar su presencia en aquella época. Pero, naturalmente, rechazó la idea.

– Creo que te equivocas -observó ella.

– ¿Que me equivoco?

– Sí, sobre lo que has dicho antes de la familia. Él rió.

– No me conoces, Merrie. No creas que soy una especie de héroe mítico con un corazón de oro.

– Nunca te he tomado por tal. Pero sí creo que eres un hombre ¿e honor y una

Buena persona.

– ¿En serio?

– Sí.

Griffin la acarició.

– No, no me conoces. Si soy un hombre de honor, ¿por qué deseo besarte ahora mismo?

Ella parpadeó, sorprendida.

– No lo sé. Pero tal vez deberías besarme y descubrirlo.

Griffin negó con la cabeza.

– Me estás tentando de nuevo. Ten cuidado o lo haré.

Meredith se inclinó hacia él y le apartó un mechón de pelo de la frente.

– Estás en mi siglo, Griffin, no en el tuyo. Y en este siglo, un beso es solamente un beso.

– ¿Y crees que eso hace de mí un hombre diferente? Yo me siento igual; no puedes esperar que cambie mis normas y mis costumbres -declaró él-. Te deseo, Merrie. Que Dios me perdone, pero te deseo. Sin embargo, tomarte sería injusto. No puedo prometerte nada.

Ella pasó los brazos alrededor de su cintura y se apoyó en su pecho.

– Tú no me tomarías; nos entregaríamos los dos, el uno al otro. Y por otra parte, no espero promesa alguna.

Griffin suspiró.

– Tengo que terminar lo que empecé, y aunque no sé por que estoy aquí, debo seguir creyendo que es importante que regrese a mi época para cumplir mi cometido. Pero, al hacerlo, te dejaré sola. Y no quiero que te arrepientas del tiempo que hemos estado juntos.

Meredith se ruborizó y se cerró la manta, con fuerza, alrededor del cuerpo. Como si pudiera protegerla de sus palabras.

– Si mi presencia te resulta demasiado dolorosa, puedo marcharme.

– No, no lo hagas. Te entiendo y entiendo tus sentimientos. No es preciso que te marches.

– Me alegro mucho -dijo con una sonrisa-. He aprendido a depender de ti y sin ti me sentiría impotente y perdido. Seamos amigos, entonces…

– Amigos -repitió ella con tristeza.

– Venga, no pienses más y vuelve al camarote a dormir. Será mejor que regresemos a Ocracoke. Yo me encargaré del barco, y cuando despiertes, te estará esperando un desayuno.

Griffin le dio un beso en la frente y Merrie regresó al camarote.

Sin embargo, Griffin no hizo ademán de levar el ancla. Bien al contrario, se desnudó de nuevo y se arrojó al agua, donde estuvo nadando varios minutos, hasta agotarse.

Entonces, se sumergió de nuevo y aguantó la respiración todo lo que pudo, esperando que se abriera la puerta del tiempo. Pero no pasó nada. Y cuando ya no podía aguantar más, regresó a la superficie.

Mientras flotaba de espaldas, miró el cielo y se dijo que tal vez no regresara nunca a su tiempo.

Capitulo 6

– ¡No quiero que me pongan sanguijuelas!

Meredith miró a Griffin, que estaba sentado en el consultorio del doctor Kincaid. La enfermera había aparecido unos minutos antes y le había ordenado que se quitara la camisa, no sin antes dedicarle una mirada de evidente deseo y ponerle un termómetro en la boca.

Ahora estaban solos de nuevo. Meredith, con la irresistible visión del pecho desnudo de Griffin; y Griffin, con un nerviosismo que indicaba claramente su desconfianza hacia los médicos. Era obvio que no confiaba en los matasanos de su época.

– Vuelve a ponerte el termómetro en la boca -ordenó ella.

– Ya, bueno. ¿Y qué hay de las sanguijuelas?

– ¿Has visto alguna sanguijuela por aquí? -preguntó, impaciente-. Olvídate de eso.

Merrie pensó que la iba a volver loca. Llevaba varios días tosiendo y estornudando. Era obvio que se había acatarrado por culpa de sus chapuzones en Bath, pero a pesar de ello se había resistido a ir médico e insistía en no tomar más medicina que el whisky.