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A regañadientes, Griffin obedeció y devolvió el termómetro a su boca.

– De acuerdo, no hay sanguijuelas. Entonces me sangrarán, seguro -dijo, pronunciando con dificultad-. Lo único que saben hacer los médicos es abrir en canal a la gente.

– Tranquilízate, te prometo que este médico no intentará abrirte en canal. Sólo te dará una medicina contra el catarro.

– Pero si no estoy acatarrado…

– Por supuesto que sí.

– De todas formas, conozco un medio infalible para curar los catarros: una cataplasma de mostaza y unos cuantos tragos de whisky.

– Eso puede servir para un catarro normal, pero si tienes alguna infección será mejor que tomes antibióticos.

– ¿Antibióticos? ¿Qué es eso?

– Nada, olvídalo. Pero no vuelvas a mencionar las sanguijuelas y deja que responda a las preguntas del médico.

– Puedo responder yo mismo.

Meredith quiso discutírselo, pero la puerta del consultorio se abrió y apareció el médico en persona. O casi.

– Hola, soy la doctora Susan McMillan. El doctor Kincaid está de vacaciones y lo estoy supliendo… Normalmente trabajo en la clínica de Kitty Hawk.

Griffin miró a Merrie con asombro. Evidentemente, la idea de ponerse en manos de una mujer no le agradaba demasiado.

– Bueno, ¿qué le sucede, señor Rourke?

– Llámame Griffin. O Griff, si lo prefieres -respondió con una sonrisa.

La doctora parpadeó con sorpresa. Por lo visto no era inmune a los encantos de Griffin, pero no esperaba esa actitud.

– Muy bien, Griff. ¿Cuál es el problema?

– Que no quiero estar aquí. Merrie cree que estoy enfermo, pero como ves, me encuentro perfectamente bien.

– Lleva tosiendo una semana -explicó

Merrie-. Y desde hace tres días, tiene fiebre.

La doctora se aproximó a Griffin, lo tocó

Y dijo-

– Sí, su temperatura es elevada. Después, tomó el estetoscopio y lo plantó en el pecho del hombre.

– Respira profundamente…

Griffin obedeció y respiró profundamente. Mientras la doctora lo auscultaba, Meredith empezó a preocuparse. Cabía la posibilidad de que fuera algo más que un simple catarro. Incluso cabía la posibilidad de que su organismo no resistiera las enfermedades del siglo XX.

Un par de minutos más tarde, Susan McMillan sacó una palita de madera y dijo:

– Abre la boca.

– ¿Pretendes que me coma eso?-preguntó Griffin.

– Abré la boca…

Griffin lo hizo, pero a regañadientes.

– Ábrela más. Sé que a algunas personas les disgustan mucho estas cosas, pero necesito ver cómo está tu garganta.

Cuando terminó de examinarlo, la doctora se sentó detrás de su mesa, tomó algunas notas y acto seguido miró a Griffin.

– Voy a recetarte antibióticos. Eso debería ser suficiente, pero si sigues igual, tendré que hacerte más pruebas. De momento te voy a poner una inyección y luego tendrás que tomar pastillas durante diez días.

Vuelvo enseguida.

Meredith se estremeció. Si Griffin se enfadaba con una simple palita de madera, no quería ni pensar en cuál sería su reacción ante una jeringuilla y una aguja.

– ¿Qué va a hacer? ¿Me va a sangrar? Meredith hizo caso omiso de la pregunta.

– Griff, no está bien que coquetees con ella. Puede que en tu época fuera normal, pero en este siglo no está bien visto que los pacientes hagan ciertas cosas con sus médicos.

– Yo diría que estás celosa… -bromeó.

– No estoy celosa -mintió-. Simplemente no quiero que te pongas en evidencia… Y ahora, será mejor que te advierta sobre lo que va a hacer. Vas a sentir un pinchazo, pero no te preocupes, no es nada, no hay motivo para asustarse. A los niños les ponen inyecciones todo el tiempo y ni se quejan.

– ¿Asustarse? Oh, Dios mío…

– Bueno, las inyecciones se ponen con una aguja. Generalmente en un brazo o en el trasero, pero…

– ¿Qué?

– Confía en mí. Sólo será un segundo y es la vía más rápida para librarte de ese catarro o lo que sea. Vamos… un hombre que se dedica a la piratería no puede tener miedo de una simple aguja.

Griffin tomo su camisa se levanto.

– Nos vamos de aquí ahora mismo. No tengo intención de seguir con esta tortura.

En ese preciso instante reapareció la doctora; y antes de que Griffin pudiera reaccionar, se acercó a él, le clavó el agua en el brazo derecho y le puso la inyección.

Griffin se quedó mirándola, confuso. Pero Susan McMillan parecía más confusa que él.

– Qué extraño. No tienes la típica señal de la vacuna de la viruela…

– En mi época no tenemos esa enfermedad -dijo Griffin.

Meredith decidió intervenir para evitar el desastre.

– En realidad, Griffin se refiere a que fue un niño algo inusual. No le pusieron las vacunas normales, aunque tal vez puedas hacerlo tú…

– No, no, no creo que eso sea necesario -protestó él.

– No es ningún problema-dijo Susan-.

Aunque te hubieran vacunado antes, no pasaría nada por hacerlo de nuevo.

– En ese caso ponle todo el lote, todo lo que necesite -intervino Meredith-. Ya sabes, viruela, sarampión, polio, difteria…

Susan asintió.

– Le pondré todas las vacunas típicas para niños, pero me temo que ya no tenemos vacuna contra la viruela. Hace tiempo que esa enfermedad dejó de existir en nuestro país y está prácticamente erradicada en el resto del mundo. Sin embargo, si piensas viajar a algún país tropical, deberías vacunarte contra la fiebre amarilla.

– ¿La fiebre amarilla? ¿Hay una vacuna contra eso? -preguntó Griffin.

– Claro, aunque aquí no tenemos ese tipo de vacunas. Tendría que pedirlas a algún hospital del continente y ponértela otro día.

– Y después de pincharme con esa aguja, ¿ya no podría contraer esa enfermedad?

– No. Al menos, no durante diez años – respondió la médico-. Ya puedes ponerte la camisa, y si quieres, habla con Linda y te dará hora para la semana que viene.

Griffin se puso la camisa y Meredith y él se salieron de la consulta tras despedirse de Susan McMillan. Acto seguido, se detuvieron en recepción para pedir hora.

– Siento que te haya hecho daño, pero era necesario -dijo ella cuantío salieron a la calle-. En cuanto a la consulta de la semana que viene, sé que es posible que no estés aquí… de hecho, he insistido precisamente porque en algún momento volverás a tu época.

– ¿Qué quieres decir?

– Si te vacunan contra todas esas enfermedades, estarás protegido y al menos no morirás por nada que tenga curación en mi siglo. Así me sentiré más segura.

– No lo había pensado, pero te lo agradezco mucho, Merrie -declaró, forzando una sonrisa-. Y ahora, ¿qué te parece si vamos a probar esos famosos pasteles de cangrejo de Tank Muldoon? Creo que deberíamos comer algo.

– Griffin, sé que estás preocupado por algo. ¿Por qué no me lo cuentas? Expresar tus sentimientos no tiene nada de malo y desde luego no te haría menos hombre.

– No estoy preocupado -dijo, encogiéndose de hombros.

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta varios minutos después, cuando se sentaron en una de las mesas del Pirate's Cove, junto a las ventanas que daban al mar.

La camarera se acercó, los saludó, miró a Griffin con sumo interés y dejó una carta.

Griffin estudió la carta durante unos segundos. Pero, repentinamente, la apartó.

– Hablar no me resulta fácil, Merrie. Tú insistes una y otra vez en ello, pero para mí no es algo normal.

– No pretendo que me cuentes todas tus intimidades y secretos. Es que llevamos casi dos semanas juntos y sé muy pocas cosas de ti. Si verdaderamente fuéramos amigos, hablarías conmigo.