Pero, a medida que crecía, la fascinación había alimentado una extraña fantasía, tan contradictoria con su conservadora naturaleza, que ni siquiera se atrevía a pensar en ella. Era algo simplemente romántico, sin ninguna base real.
En sus sueños, un pirata diabólicamente atractivo se le acercaba a medianoche y se introducía en su dormitorio. Después, le tapaba la boca con una mano y ella hacía un esfuerzo, no demasiado convincente, por resistirse. Cuando ya le había atado las manos, el pirata se la cargaba al hombro y la llevaba a su barco. Y una vez allí, la fantasía adquiría tintes abiertamente eróticos y se convertía en una danza sensual entre un depredador y su presa.
Por desgracia, el sueño siempre terminaba en ese punto. Meredith despertaba antes de que empezaran a quitarse la ropa, y aunque había intentado seguir soñando en reiteradas ocasiones, nunca lo conseguía.
De todas formas, daba igual; sabía cómo terminaba: su miedo a la intimidad se haría insoportable y ella saldría huyendo, tal y como solía hacer en la vida real. Su vida había estado tan centrada en el trabajo, que no había mantenido ninguna relación digna de tal nombre; con el tiempo, comprendió que todos los años gastados en clavar los codos y estudiar cuando todas sus amigas se dedicaban a pensar en los hombres no la habían preparado para mantener relaciones reales. Sabía mucho menos del sexo opuesto que la mayoría.
– Nací demasiado tarde -murmuró mientras miraba la ilustración.
A Meredith le habría gustado nacer en otro siglo, cuando la vida era más inmediata, más excitante, cuando los hombres eran más caballerescos y heroicos. Pero dado que eso no era posible, se había decidido por estudiar Historia y pasarse la vida leyendo y escribiendo sobre el pasado. De hecho, su tesis doctoral había tratado sobre la historia naval estadounidense; y más concretamente, sobre los corsarios y piratas de los tiempos de la colonia.
– Llámame Ismael -imploró Ben. Meredith se sobresaltó al oír las palabras del loro.
– ¡Te llamaré estofado de loro como no cierres el pico! -exclamó, sonriendo-. Oh, sí, loro estofado… Ñam, ñam.
– Raaac… ¡Loro estofado! -la imitó-. Ñam, ñam.
Volvió a mirar la cara del pirata y pensó que se parecía sorprendentemente al hombre de sus sueños. Al levantar el volumen, sintió un extraño calor en las manos y de repente notó un temblor inesperado, casi como si el libro hubiera adquirido vida propia. Sobresaltada, Meredith lo cerró de golpe y lo volvió a dejar donde lo había encontrado.
Estuvo un buen rato mirándolo, hasta que Ben volvió a aletear. Sólo entonces, cayó en la cuenta de que un sobrecogedor silencio había caído sobre la casa. Ya no oía el sonido del viento y la lluvia ya no golpeaba el tejado. Cuando miró el reloj, vio que eran exactamente las doce en punto de la noche.
Abrió la puerta del armario, estiró sus entumecidas piernas y salió a la habitación en compañía del loro. La luz de la lámpara iluminaba la estancia proyectando enormes sombras en las paredes.
Echó un rápido vistazo a la casa y comprobó que no había sufrido más daños que un par de cristales rotos en el cuarto de baño. Después, dejó a Ben en su percha y se dirigió al porche; los muebles estaban caídos y había ramas rotas de los robles cercanos. Con cautela, Meredith descendió por la escalera que llevaba al jardín. Aquella calma resultaba desconcertante tras el caos que acababa de sufrir.
Las olas todavía rompían con cierta furia en la orilla, pero la lluvia se había transformado en una ligera llovizna casi primaveral.
Alzó la lámpara para ver mejor y entonces notó que había algo sobre la arena, a apenas un metro del agua. Pensó que serían restos arrojados por el mar y se acercó; durante un momento, tuvo la impresión de que se movía, pero pensó que habría sido un efecto óptico.
Aunque el sentido común le decía que sería mejor que volviera al interior de la casa, siguió avanzando. Y unos segundos después, descubrió que aquello no era ningún objeto, sino un hombre.
– Oh, Dios mío… -murmuró.
Meredith se arrodilló, dejó la lámpara en el suelo y movió al desconocido hasta ponerlo boca arriba. El hombre gimió suavemente, pero no recobró la consciencia. Su largo cabello estaba empapado y una barba oscura ocultaba sus rasgos; había algo extremadamente familiar, aunque indistinguible, en éclass="underline"
Llevaba una camisa blanca, un chaleco bastante extraño y pantalones bombachos, además de botas altas, de cuero, que le llegaban a las rodillas. Y en el cinto, una vaina de espada, vacía.
Meredith gimió.
– Debería haberlo adivinado. Eres uno de los chicos de Tank Muldoon
Trevor Muldoon, más conocido en la isla como Tank, era dueño de un bar restaurante para turistas llamado Pirate's Cove. Todos sus camareros iban disfrazados de piratas, lo cual daba ambiente y ayudaba a la popularidad del local, pero la mayoría de los camareros eran estudiantes de la universidad que habían dejado la isla justo después del Día de los Trabajadores.
– ¿Qué estabas haciendo? ¿Dedicarte a tomar ron antes de disfrutar del huracán? – Preguntó, sacudiéndolo un poco-. Venga, despierta antes de que te arrastre la marea.
El desconocido gimió y la miró. Tenía sangre en la sien, pero la lluvia la borró de inmediato. Meredith maldijo su suerte. No podía dejarlo allí, pero por otra parte era demasiado grande y pesado como para llevarlo a la casa.
Pensó en llamar a la policía para que se hiciera cargo de él. En ese momento, la llama de la lámpara iluminó su rostro y Meredith pensó que, a pesar de la imagen extrañamente feroz que le daban la barba y el pelo largo, parecía vulnerable e indefenso.
Lentamente, estiró un brazo y le secó la lluvia de la frente. Estaba tan frío y quieto, que se sobresaltó, y se apartó, dominada por un mal presentimiento. Además, la Meredith Abbott de siempre no era una mujer demasiado valiente; la asustaba casi todo, especialmente los hombres. Y sin embargo, aquel hombre que yacía en la playa, medio muerto, no la asustaba.
La fuente de su miedo era bien distinta: temía a las fuerzas que lo habían dejado allí.
Se sentó en el suelo, muerta de frío y agotada. Su pirata estaba junto a ella, tumbado en el sofá donde finalmente había conseguido dejarlo después de arrastrarlo desde la playa. Ben los miró a los dos en silencio, como si desconfiara del desconocido.
El viento y la lluvia retomaron su anterior furia en cuanto Meredith cerró la puerta de la casa. Pero esta vez, no corrió a esconderse en el armario; aquel hombre no tenía muy buen aspecto y ella era la única persona que podía cuidar de él, de modo que recogió todas las velas y lámparas que pudo encontrar y las llevó al salón: los cortes eléctricos eran frecuentes en la isla y la casa estaba bien surtida.
El pirata, gimió de nuevo y murmuró algo que ella no pudo entender. Su expresión se volvió repentinamente amenazadora. Meredith se recordó entonces que podía ser peligroso; era un hombre alto, fuerte, de hombros tan anchos, que apenas cabía en el sofá.
Temblorosa, extendió una mano y le tocó la mejilla. Seguía helado y su respiración era casi imperceptible. La herida de la sien había dejado de sangrar, pero tenía otras heridas más importantes que aquel rasguño. Tras un reconocimiento rápido, descubrió que también tenía un chichón del tamaño de una pelota de golf en la parte posterior de la cabeza, además de varios cortes en la mandíbula, bajo la barba, y un corte profundo en la rodilla izquierda.
– ¿No podrías haberte emborrachado y haberte quedado dormido en tu propio sofá? -dijo ella-. No sé qué hacer, no soy médico… Y con esta tormenta no puedo salir a buscar ayuda.
Intentó llamar a la policía, pero el teléfono no funcionaba; y aunque lo hubiera hecho, el sheriff y su ayudante estarían ocupados con problemas más importantes que ése. En cuanto a los vecinos, no intentó avisarlos; todas las casas de la zona pertenecían a personas que sólo las habitaban en verano. Y por último, el único médico de la isla sólo pasaba una vez a la semana por la pequeña clínica.