– Pero tienes su número de teléfono. Has dicho que vas a llamarlo.
– Puede que no esté allí. Por eso he decidido volver… si no consigo localizarlo, me quedaré aquí. He hablado con el doctor Moore y le he dicho que quiero dar ese seminario sobre Historia el próximo semestre.
– Ya. Así que, en lugar de afrontar tus problemas, prefieres encerrarte en tu trabajo. Si yo estuviera en tu lugar, iría a buscarlo.
– No puedo hacerlo. Y tú tampoco pondrías.
Kesley rió con incredulidad.
– ¿Ah, sí? ¿Y se puede saber dónde está?
– Si te lo dijera, no me creerías.
– Inténtalo. Me han contado tantas historias raras, que puedo creer cualquier cosa. Digas lo que digas, te prometo que lo creeré.
Meredith suspiró y pensó que tal vez fuera lo más adecuado. Kelsey era científica y cabía la posibilidad de que supiera cómo ayudarla.
– ¿Recuerdas lo que te pregunté sobre los viajes en el tiempo?
– Sí, por supuesto que lo recuerdo.
– Pues se trata de eso.
– ¿Cómo?
– De viajes en el tiempo.
– ¿De qué diablos estás hablando?
Meredith decidió que sería mejor no decirle nada. Seguramente la tomaría por loca, o se asustaría y se preocuparía innecesariamente por ella.
– Bueno, verás… no voy a escribir una novela. Todo el mundo sabe que los viajes en el tiempo son imposibles.
– Eso ya te lo dije en septiembre, cuando nos vimos.
– Es verdad. Así que he decidido concentrarme en mi libro sobre Barbanegra y dar más clases el semestre que viene para ahorrar dinero para el niño.
– ¿Estás segura de que podrás criarlo sola? Ya es bastante duro entre dos personas…
– Amo a Griffin y sé que él me ama a mí, y aunque no estemos juntos, sé que tendré fuerzas porque lo llevo en mi interior.
– ¿Él te ha dicho que te ama?
– No, pero lo sé. Me ama, Kelsey.
– ¿Y por qué se ha marchado?
– No tuvo otra elección, pero a pesar de todo soy feliz. El tiempo que compartimos fue maravilloso y nunca me arrepentiré de lo que pasó.
– ¿Cómo puedes ser feliz si tu vida es un caos? Me preocupas, Meredith. Siempre has sido una mujer fría que sabía controlar sus emociones, y ahora tienes tan mal aspecto, que parece que no has comido desde hace una' semana.
– Es verdad que no he comido demasiando. Así que, ¿por qué no me invitas a comer en ese salón de té de la calle Prince George? Luego, tendré que marcharme a Ocracoke. Le pedí el coche a Tank Muldoon y tengo que devolvérselo mañana por la mañana.
– Quédate aquí, no te vayas.
– No puedo. Todavía debo terminar el libro. Pero si estás tan preocupada, puedes pasar a buscarme antes de Navidad.
– No debí permitir que te marcharas a esa isla, porque ahora me siento culpable de lo sucedido. Debí convencerte para que te quedaras en Williamsburg a escribir ese maldito libro.
– Pero ya sabes que nunca te hago caso, Kels…
– Sí, lo sé.
– A pesar de ello, eres mi mejor amiga y siempre lo serás.
Las dos mujeres se levantaron del banco y se alejaron caminando. Meredith se sentía a salvo allí y hasta llegó a pensar que conseguiría salir adelante, de algún modo, si Griffin no regresaba.
Sin embargo, su vida había dado un vuelco. Siempre había estado concentrada en su i trabajo, totalmente centrada en él, y no se había dado cuenta de que había cosas mucho más importantes.
Cuando pasaron frente al edificio Wren, se detuvo. Los ventanales de la elegante estructura de ladrillo rojo brillaban bajo el sol de la mañana.
– Es muy antiguo, ¿verdad? -murmuró-. Resulta difícil de creer que haya durando trescientos años.
– Nunca he conocido a nadie a quien le gusten tanto los edificios viejos -observó Kelsey.
– Sí, bueno. Siempre me pregunto qué aspecto tuvieron cuando eran nuevos.
Griffin, por supuesto, lo sabía de sobra; y ella no dejaba de pensar en él en ningún momento. Pero si finalmente no regresaba a su lado, tendría que asumirlo y concentrarse en el hijo que estaba esperando.
Sólo esperaba que fuera feliz, estuviera donde estuviera.
De todas formas, aún le quedaba una carta por jugar. Al día siguiente, a medianoche, lo convocaría. Y en el fondo de su corazón, estaba convencida de que regresaría. Por ella y por el niño.
Capitulo 9
El viento soplaba en el exterior de la casa; las olas de un mar intensamente negro rompían en la playa y en el cielo brillaba la luna, ocultándose de vez en cuando tras las nubes.
Meredith echó la cortina del dormitorio y miró el despertador. Eran las doce menos cinco, casi la hora.
Cerró los ojos, apretó el libro contra su pecho y susurró:
– Por favor, por favor, que funcione.
Que vuelva a mí.
Llevaba un mes repitiéndose que Griffin no había muerto. Incluso había comprobado todos los registros y datos históricos sobré la época intentando encontrar alguna mención de su nombre. Y cuando encontró el nombre del marinero que había fallecido por equivocación, lloró de alegría: no era Griffin Rourke.
Cada noche, salía a la playa y esperaba un buen rato, como si algún milagro pudiera devolvérselo. A veces se tranquilizaba y se decía que volvería; a veces, se dirigía a él como si estuviera a su lado y hablaba sobre el niño y sobre el feliz futuro que los esperaba.
Encendió la lámpara de queroseno con dedos temblorosos. Ben ya estaba en el armario, aunque no parecía muy contento por ello, y ella se había puesto la misma ropa que llevaba durante el huracán. Sabía que seguramente era una exageración, pero había intentado que todo estuviera igual; incluso había apagado las luces de la casa y desconectado el teléfono.
– Ven a mí, Griffin. Ven a mí… ahora.
Se sentó en el fondo del armario, abrió el viejo libro y contempló la ilustración del pirata que se parecía tanto a Griffin.
– ¡Voto a bríos! ¡Raaac! ¡Por allí resopla! -exclamó Ben.
– Ven a mí, vuelve…
Meredith siguió repitiendo la letanía, una y otra vez. Minutos más tarde, se detuvo y notó que ya no se oía el sonido del viento.
Inmensamente aliviada, salió corriendo del armario. Ben la siguió,
– ¿Griffin? ¡Griffin!
Buscó por toda la casa, pero no encontró nada y salió al exterior. Aunque el viento se había detenido, las olas seguían rugiendo al romper en la playa. Durante un momento, la luna reapareció detrás dé una nube y ella creyó ver algo en la playa.
– ¡Griffin!
Corrió hacia el lugar, pero no había nadie y sus ojos se llenaron de lágrimas.
vio el libro de nuevo y volvió a mirar la ilustración. La luna iluminó el rostro del pirata.
– No puedes estar muerto. Lo sé. Sé que no lo estás… Te amo, Griffin. Siempre te he amado y siempre te amaré, allá donde te encuentres.
En ese momento, un terrible trueno interrumpió sus palabras. Meredith quedó en silencio, aterrada. El cielo había adquirido un intenso color azul y la superficie del agua parecía plata líquida. Varias siluetas de varios aparecieron ante ella y Meredith comprendió que lo que acababa de oír no era un trueno, sino un cañonazo. Y de repente, se encontró en mitad de un caos de gritos y disparos.
Asustada, se arrojó al suelo; pero el sonido cambió de nuevo y, cuando abrió los ojos, ya no era de noche, sino de día. Y no se encontraba en la playa, sino en un barco que llevaba una bandera fácilmente reconocible: negra y con una calavera.
A su alrededor, docenas de piratas se afanaban en disparar los cañones. Muchos estaban heridos.
– ¡Acabaremos con ellos!
Meredith se volvió hacia la voz que acababa de oír. Era un hombre alto que se elevaba en mitad del puente, un hombre al que sólo había visto en su imaginación y en las ilustraciones de los libros. Barbanegra en persona. Y estaba vivo. – Edward Teach era un hombre fuerte, de anchos hombros y barba y bigote negros. Llevaba una pistola en una mano y una espada en la otra.