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El estado de Meredith empeoró durante la noche. Tenía fiebre y decidió quitarle una de las mantas, pero empezó a temblar de tal forma, que se la puso otra vez. Hablaba en sueños. Decía cosas inconexas sobre piratas y bebés, sobre Kelsey y sobre el huracán Delia.

Por fin, se relajó un poco y su sueño se hizo más tranquilo. Pero, a pesar de ello, Griffin no se durmió. Permaneció allí, mirándola, hasta el amanecer. Y en algún momento, empezó a rezar y a pedirles a todos los dioses que salvaran a la única mujer que había amado. A la mujer que tenía su corazón y su alma en un puño.

Meredith abrió lentamente los ojos y se preguntó dónde estaba. Sintió el contacto de las mantas, suspiró y pensó que sería mejor que siguiera durmiendo un poco más; pero una fría ráfaga de viento golpeó su rostro, y para empeorar la situación, las gaviotas no dejaban de chillar.

Le dolía la cabeza. Pero aún peor que la

Jaqueca era el intenso dolor que sentía en su brazo derecho.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Te has despertado… ¿Cómo te sientes?

– ¿Griffin? ¿Eres tú? -preguntó.

– Claro que soy yo, mi amor.

– Oh, Griffin…

Griffin se arrodilló a su lado y le acarició el pelo, mirándola con preocupación.

– ¿Dónde estamos?

– En Ocracoke. Pero me temo que en mi Ocracoke, no en la tuya -respondió él.

– ¿Y qué ha pasado?

– Te hirieron durante la batalla y esta noche has tenido fiebre, pero ahora estás mejor.

– Ah, sí, ahora lo recuerdo. Viajé en el tiempo como tú. Te estaba esperando y pensaba que no volverías, que te había perdido para siempre… Pero, de repente, el cielo cambio de color y me encontré en el Adventure.

Él la besó con suavidad.

– Cuando te vi., no pude creerlo. Estaba muy enfadado contigo, por haberme desobedecido y por haberte puesto en peligro.

– No te he desobedecido. Anoche fui a la playa, como habíamos quedado, para esperarte. Pero el destino decidió jugarnos

Una mala pasada… Y aunque te hubiera desobedecido, te recuerdo que soy libre de hacer lo que me venga en gana. Griffin rió.

– Sí, ya veo que estás mejor; vuelves a ser la misma de siempre -declaró-. Además, creo que me alegro de que hayas venido. Es posible que me hubieran matado si no llegas a aparecer en el barco. Es posible que me hayas salvado la vida por segunda vez.

– Por supuesto. No quería perderte. No quiero volver a alejarme de ti, Griffin.

– Ni yo de ti, mi amor.

– Bueno, no te preocupes. Ahora estoy a tu lado y no pienso marcharme a ninguna parte -dijo, apretándose contra él-. Por cierto, ¿cuánto tiempo llevamos aquí?

– Desde la batalla -respondió él. Instintivamente, Meredith se llevó una mano al vientre.

– ¿Y el niño? ¿Está bien?

– Merrie, estás delirando. Aquí no hay ningún niño.

– Por supuesto que sí; El nuestro.

– Creo que será mejor que vuelvas a cerrar los ojos y que sigas durmiendo. Es evidente que aún estás bajo los efectos de la fiebre.

– ¿Es que no te he dicho lo del niño? – preguntó ella-. Ya no soy capaz de distinguir los sueños de la realidad… Estaba segura de habértelo dicho, pero si no es así, te lo digo ahora: Griffin, estoy embarazada.

Griffin la miró con verdadero asombro.

– ¿Embarazada? ¿Estás segura?

– Completamente segura. Fui a ver al médico ayer… bueno, no «exactamente ayer -dijo, sonriendo-. Más bien mañana, pero dentro de doscientos setenta y ocho años.

Al ver que Griffin la miraba con preocupación, añadió:

– ¿No estás contento?

– Si he de ser sincero, no. Esto no es lo que había pensado para ti.

– Oh, no… Ya estás pensando otra vez en mi reputación.

– No, en absoluto. Eso se puede solucionar muy fácilmente. Sólo tenemos que cansarnos, si quieres.

– ¿Y si no quiero casarme contigo? Él la miró y arqueó una ceja.

– Te casarás conmigo. De eso puedes estar segura.

– Pues lo siento, pero la decisión es mía.

– Vaya forma más extraña de declararse a alguien -dijo ella con ironía.

Griffin gimió y se pasó una mano por él pelo, desesperado.

– Meredith Abbott, te amo, maldita sea… ¿Me harás el honor de casarte conmigo? Ella sonrió.

– Está bien, te perdono. Y sí; me casaré contigo.

Griffin rió entonces y la besó en la mano.

– Quiero pasar el resto de mi vida contigo, Merrie.

– ¿Y el niño? ¿Qué me dices de él?

– También lo quiero, por supuesto. Es que… bueno, es que quiero hacerme viejo a tu lado.

– ¿Y qué tiene eso que ver con nuestro hijo? -preguntó ella-. Ah, ahora lo comprendo. No se trata de mí, sino de Jane…

– Es verdad. Tengo miedo de perderte como la perdí a ella. Sé que me moriría. Ella lo acarició para tranquilizarlo.

– Descuida, no pienso morirme. No hasta que hayamos pasado cincuenta años en este mundo y toda una eternidad en el siguiente.

– Las cosas son distintas en esta época, Merrie. Ya sabes que la medicina está muy poco avanzada… habría preferido que nos encontráramos otra vez en tu tiempo. Al menos sabría que nuestro hijo y tú estaríais a salvo.

– Pero no tenemos que quedamos aquí…

Meredith lo había dicho sin pensarlo, aunque algo le decía que era verdad. Y entonces, al ver el bote en la playa, sonrió. Era el mismo bote donde había dejado el libro.

– Me temo que no podremos volver – dijo él, muy serio-. No sé dónde está tu libro. Supongo que se quedó en tu tiempo o en el barco.

– Tú no lo sabes, pero yo sí. Está en el bote, bajo unas lonas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque lo puse ahí.

Griffin la miró con extrañeza, como si pensara que definitivamente se había vuelto loca. Sin embargo, se levantó, se dirigió a la embarcación y regresó con el libro y con una enorme sonrisa.

– Es verdad, podemos volver a tu tiempo.

Lleno de alegría, se inclinó sobre ella, la abrazó y la cubrió de besos.

– Podemos regresar -repitió-. Estaremos a salvo y viviremos juntos y felices durante muchos años.

– ¿Eso es lo que quieres? ¿De verdad – quieres vivir en mi época?

– Sí. No debí haberme marchado.

– ¿No quieres quedarte aquí?

– Te amo más que a nada en este mundo. Y si estar en tu época significa que viviéremos más años, que estaremos más tiempo juntos, quiero estar allí -respondió.

Meredith tomó el libro y lo apretó contra su pecho antes de mirar al hombre que había viajado en el tiempo para encontrarla.

Griffin tenía razón. Estaban hechos el uno para el otro, destinados a vivir juntos, y nada volvería a separarlos.

Pasó los brazos alrededor de su cuello y le besó.

– En ese caso, creo que ha llegado el momento de que regresemos a casa, Griffin Rourke. Tenemos todo un futuro por delante, una larga aventura, y quiero empezar ahora mismo.

Epílogo

Meredith estaba sentada en el suelo del salón de la casa de Ocracoke. La suave brisa del otoño entraba por la puerta abierta y jugueteaba con su cabello mientras ella introducía sus libros en cajas de cartón. A su lado, el pequeño Thomas Griffin Rourke, llamado así en honor a su abuelo, jugaba con un balón.

– ¿Hay alguna razón para que tengamos que traer todos esos libros todos los veranos? -preguntó su marido.

– Sí, por supuesto que sí. De esa forma no tienes más remedio que ir de la casa al coche para cargar y descargar y yo puedo admirar tu increíble trasero.

Griffin rió y se arrodilló a su lado para tocar su hinchado abdomen.

– Te recuerdo que la última vez que me admiraste en exceso, te quedaste embarazada de nuevo.