De haber sido algo más valiente, tal vez habría salido. Sin embargo, las posibilidades de encontrar a alguien no habrían sido demasiado altas; la tormenta había empeorado otra vez y habría tenido que caminar medio kilómetro hasta llegar a la carretera para, una vez allí, cruzar los dedos y esperar que apareciera el sheriff.
Se frotó los ojos con cansancio. De repente, el caos exterior le parecía un asunto menor en comparación con lo que ocurría en el interior de la casa.
– ¿De dónde diablos has salido? ¿Y qué hacías en mi parte de la playa?
Meredith se inclinó para apartarle el pelo de la cara, y en ese momento, él abrió los ojos. Sus pálidos ojos azules se clavaron en ella como si no comprendiera nada, casi como si estuviera mirando a otra parte.
– ¿Puedes oírme? ¿Quién eres? ¿Qué ha pasado? -preguntó ella.
Él abrió la boca para decir algo, pero no pudo hablar. Después, cerró los ojos como si el esfuerzo le hubiera resultado doloroso.
– Ni siquiera sé cómo llamarte, pero debes de tener un nombre… Creo que te llamaré Ned. Ned el pirata. ¿Sabes? A Barbanegra lo llamaban Ned porque su verdadero nombre era Edward -declaró ella-. De todas formas no estás en condiciones de llevarme la contraria.
Meredith le quitó las botas y se quedó mirando una de ellas, sorprendida. Eran unas botas muy particulares, con un doblez a la altura de la rodilla. Le dio la vuelta y examinó la suela.
– Es una bota hecha a mano -murmuró-. Qué curioso. Este tipo de botas no se hacen desde principios del siglo XVIII… ¿Se puede saber qué zapatero te las ha hecho?
La confusión de Meredith fue en aumento cuando comprobó que sus bombachos también estaban hechos a mano, al igual que la camisa de lino, y que ninguna de sus prendas tenía etiqueta.
Le abrió la camisa para comprobar que no tenía más heridas y se quedó extasiada con la visión de su fuerte pecho bajo la luz de la lámpara. No tenía intención de quitarle la ropa aunque estuviera mojada. Sentía curiosidad y no podía decir que todos los días pudieran gozar de la presencia de un hombre en su sofá, pero su temeridad y sus habilidades como enfermera tenían un límite.
En lugar de desnudarlo, lo tapó con, una manta del dormitorio de invitados y se dispuso a encender el fuego. Cuando terminó, el desconocido había recobrado el color y su respiración era más pausada.
– Muy bien, Ned. Ahora que estás mejor, será mejor que me ocupe de tus heridas. Después, prepararé café e intentaré quitarte esa borrachera.
Se dirigió al cuarto de baño y tomó vendas, alcohol, unas tijeras pequeñas, una maquinilla y crema de afeitar. Acto seguido, puso una toalla sobre el cuello del hombre y comenzó a afeitarle la barba, con sumo cuidado, para poder curarle los cortes.
Cuando terminó, se apartó un poco y se llevó una buena sorpresa. Era muy atractivo. Hasta ese momento sólo había visto a un individuo extraño, de aspecto extraño y vagamente siniestro, pero ahora se quedó hipnotizada. Tenía una buena razón: no era la primera vez que lo veía. Lo había visto esa misma noche cuando contemplaba la ilustración del pirata en el viejo libro del armario.
Dejarse llevar por sus fantasías no le habría costado nada, pero intentó convencerse de que sólo era uno de los chicos de Tank Muldoon aunque la explicación tampoco era demasiado racional; no en vano, aquel era un hombre hecho y derecho, no uno de los jovencitos que contrataba Tank para servir las mesas. Y por otra parte, sabía que él no se habría tomado la molestia de comprar trajes de época auténticos para los camareros.
Asombrada, se inclinó para quitarle un poco de crema de afeitar que se le había quedado en la mandíbula y él la agarró rápidamente por la muñeca. Meredith gritó y quiso liberarse, sin éxito. Él la miró con sus pálidos ojos azules, que ahora parecían totalmente despiertos, y preguntó con frialdad:
– ¿Dónde estoy?
Ella intentó liberarse otra vez. Pero sólo consiguió que la apretara con más fuerza.
– Dime, mozuela… ¿Quién eres?
– ¿Mozuela? -preguntó, sorprendida por un término que allí era un arcaísmo.
– ¿Quién me ha traído a este lugar? Di la verdad, porque sabré si estás mintiendo – declaró con acento inglés.
– Te he traído yo. Estabas tendido en la playa y…
– ¿Dónde está la bolsa?
– ¿Qué bolsa? ¿Te refieres a mi bolso?
– La bolsa -insistió, aflojando su presa-. Tengo que entregar las pruebas… tengo que… vengar… mi padre.
Justo entonces, el desconocido la soltó y quedó inconsciente otra vez.
– ¡Cuidado! -exclamó el loro.
Meredith se apartó rápidamente del sofá y lo miró con miedo. No podía quedarse allí después de lo que había sucedido; tenía que salir en busca del sheriff. Pero cuando abrió la puerta de la casa, se dio de bruces con la realidad: el viento lanzó la puerta contra la pared y los objetos que arrastraba la golpearon como una lluvia de balas. Tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para cerrarla de nuevo, y de toda su frialdad para asumir que estar con el pirata era menos peligroso que vérselas con el huracán.
Asustada, corrió a buscar algo con lo que poder defenderse. No encontró ningún arma, pero sí un rollo de cuerda en el armario.
– ¡Magnífico! Lo ataré tan fuertemente que no podrá moverse. Y cuando pasé la tormenta, llamaré al sheriff.
– ¡Átalo! ¡Átalo! -exclamó el pájaro.
Al terminar de atarlo, el pirata se parecía a Gulliver después de haber sido reducido por los liliputenses. Había dado tantas vueltas y revueltas a la cuerda, que Meredith supuso que ni el hombre más fuerte del mundo conseguiría liberarse.
A pesar de ello, se dirigió a la cocina y tomó un cuchillo como medida de protección añadida. Después, se sentó junto al fuego, en un sofá, y lo observó con cansancio.
Aquel hombre se había convertido ahora en su Delia. Meredith llamaba Delia a cualquier cosa que la asustara desde que aquel huracán los había sorprendido a su viudo padre, un marisquero, y a ella en la vieja casa de Ocracoke Village. Nunca había olvidado aquel día, aquel 11 de septiembre de 1976. El día había amanecido cubierto, pero tranquilo; sin embargo, el huracán se les echó encima al cabo de un rato y su padre salió de la casa para comprobar las amarras del barco por última vez.
Mientras su padre se ponía su chubasquero, ella le rogó que se quedara en casa. El se inclinó, sonrió y le dijo que permaneciera allí y que él volvería enseguida. Pero no volvió.
Meredith se había encerrado en el armario y había comenzado a llamar a gritos a su padre y a su madre, aunque Carolina Abbott sólo era un recuerdo vago para ella. Su padre resultó herido y tardó en recobrarse, pero sobrevivió. En cuanto al barco, sufrió desperfectos y tuvieron que pedir un crédito para arreglarlo y seguir faenando.
Desde entonces, las cosas fueron de mal en peor. El año en que Meredith cumplió los trece años, su padre perdió el barco porque no pudo pagar el crédito y Sam Abbott tuvo que abandonar Ocracoke con ella para buscar un empleo en Maryland. Todavía recordaba la silueta de la isla perdiéndose en el mar, tras el cabo de Halteras.
En el fondo, se había sentido aliviada; ya no tendría que enfrentarse a más huracanes. Pero su padre echaba de menos Ocracoke. El mar lo era todo para él y falleció, lleno de tristeza, cuando Meredith tenía veinticinco años.
En cierta forma, Meredith se había decidido a volver por él. Pero ahora su vida se había transformado en un infierno. Estaba atrapada en aquella casa con un individuo que podía ser un psicópata.
Sin embargo, intentó convencerse de que no tenía miedo. Era una mujer adulta y tenía un cuchillo, el atizador del fuego y muchos metros de cuerda.