Todo estaba bien. Lo tenía todo controlado.
Por lo menos, hasta que despertara el pirata.
Estaba seguro de haber muerto. Recordaba haber caído por la borda, aunque probablemente lo habían empujado; un hombre que se había pasado toda la vida en la mar no se caía así como así.
Sí, seguramente lo habían empujado. Y golpeado. Pero se dijo que si él, Griffin Rourke, hubiera estado muerto, no habría sentido aquel intenso dolor; y de haberse encontrado entre los ángeles, habría podido abrir los ojos para mirar a su alrededor. Sólo cabía otra posibilidad: que estuviera en el infierno.
Intentó mover los brazos y las piernas, pero le pesaban demasiado. Pensó que tal vez se hubiera emborrachado en una taberna y que el tabernero lo había llevado amablemente a alguna habitación del establecimiento, así que hizo un esfuerzo y consiguió, por fin, abrir los ojos.
Pero aquello no era ninguna taberna. Para empezar, no reconocía el sitio. Para continuar, lo habían atado y le había afeitado la barba.
La sala estaba iluminada con velas y lámparas que supuso de aceite, de tal manera que no podía ver nada que se encontrara en las sombras. Junto al fuego había una especie de sillón en el cual dormía una persona que no pudo distinguir con claridad. Por su tamaño, le pareció un chico. Así que hizo un esfuerzo y gritó:
– ¡Eh! ¡Chico!
El supuesto chico se despertó sobresaltado y se puso en pie blandiendo un cuchillo.
– Aparta esa hoja, chico -ordenó Griffin-. No tengo intención de hacerte daño a menos que me obligues a ello. Y ahora, desátame o atente a las consecuencias.
El chico negó con la cabeza.
– Será mejor que no me enojes… -dijo él, intentando liberarse de las ataduras
– No voy a desatarte hasta que respondas unas cuantas preguntas. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
El suave y dulce sonido de la voz del chico bastó para que Griffin entrecerrara los ojos y lo mirara con más detenimiento. En cuanto notó sus curvas, su estrecha cintura, sus pequeños senos y sus caderas, supo que era una mujer.
– ¡Maldita sea! ¡Me ha atado una simple mujer!
– ¡Contéstame! ¿Quién eres?
– Griffin Rourke -respondió-. ¿Y quién eres tú, muchacha?
– ¿De dónde eres?
– ¿Que de dónde soy? -preguntó él, mirándola-. ¿Quieres saber dónde nací?
– En efecto.
– Nací en la colonia de Virginia, en la habitación del fondo de la casa de mi padre.
– Vaya, veo que los británicos todavía no os habéis acostumbrado a que Estados Unidos se independizó. Virginia es un estado, no una colonia. Y además, ¿pretendes que crea que naciste en tu casa?
– ¿Y dónde quieres que naciera? Pero ahora, contéstame tú. ¿Cómo te llamas?
– Meredith. Meredith Abbott.
Él rió.
– Ah, entonces eres un chico.
– ¡No! -protestó ella.
– Pues tienes nombre de chico.
– Meredith también es nombre de mujer. Al menos, lo es desde hace bastante tiempo.
– ¿Y qué le ha pasado a tu cabello y a tus ropas? ¿Por qué vistes como un muchacho?
– Para tu información, el pelo corto en las mujeres resulta bastante chic. Y en cuanto a los vaqueros, no sabía que fueran exclusivos de los hombres. ¿De qué planeta has salido?
– ¿Planeta? No te entiendo -dijo Griffin-. ¿Cómo podía vivir en otro planeta? Además, ¿qué sabes tú de planetas? No he conocido a ninguna mujer cuyo pequeño cerebro sepa comprender las complejidades de Copérnico, Brahe o Kesler.
– Bueno, al menos no eres un extraterrestre -dijo ella con ironía-. Pero eres el tipo más machista que he conocido en mi vida. ¿Por qué te vistes como un pirata?
– Maldita sea, niña, ya estoy harto de este interrogatorio. ¡Desátame ahora mismo!
– ¡No!
Griffin cerró los ojos.
– Entonces dime dónde estoy. Y cuándo piensas liberarme.
– Apareciste en mi playa durante el huracán y yo te he arrastrado hasta mi casa. Sin mí, habrías muerto. – ¿Me has salvado la vida?
– Sí.
– ¿Y dónde estamos? ¿Dónde está la casa de la que hablas?
– En el camino de Loop, en la isla de Ocracoke.
– ¿En Occracock? ¿Estoy en Occracock? No puede ser… No hay casas en Occracock.
– Disculpa, pero la isla se llama Ocracoke, no Occracock -le corrigió-. Y claro que hay casas… todo un pueblo. Está aquí desde hace más de doscientos años.
Griffin la miró y pensó que estaba loca. Lo que decía no tenía ningún sentido. Sólo la locura podía explicar sus extrañas palabras y el hecho de que lo hubiera atado, aunque cabía la posibilidad de que el loco fuera él. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba en aquel lugar. Podían haber pasado varios días.
– ¿Qué día es hoy? -preguntó él. Ella frunció el ceño.
– Veintidós de septiembre.
Él cerró los ojos, aliviado. No estaba loco. Efectivamente, era veintidós de septiembre.
– De mil novecientos noventa y seis – añadió ella.
– ¿Mil novecientos noventa y seis? ¿Qué es eso?
– El año.
– Estás loca, rematadamente loca -murmuró-. Desátame ahora mismo o te juro por la tumba de mi padre que te mataré.
Capitulo 2
Meredith alzó la barbilla, desafiante, e intentó mantener la compostura.
– No estás en posición de amenazarme. En cuanto pase la tormenta, llamaré al sheriff para que te meta en una celda.
Griffin maldijo y tiró de las cuerdas, pero los nudos parecían bastante firmes. Al parecer, las clases que le había dado su padre en el barco pesquero habían servido de algo.
Cuando el enfado del pirata comenzó a desvanecerse, se acercó al sofá, lo miró y dijo:
– Si no te hubieras emborrachado y salido en mitad de un huracán, no te habría pasado esto. Amenazar con matarme no te va a servir de nada.
Él apretó los dientes.
– No te mataría. No sería capaz de matar a una mujer, aunque sea una arpía lunática. Y no estoy borracho, por cierto. Se necesita algo más que un dedo de ron para emborracharme.
– Entonces, ¿por qué saliste en mitad de un huracán?
– Yo no salí a ninguna parte. El cielo estaba totalmente despejado cuando caí por la borda -respondió, frunciendo el ceño-. Pero no recuerdo cómo acabé en el agua.
– ¿Me estás diciendo que te caíste de un barco? -Preguntó Meredith-. ¿Dónde?
– Nos dirigíamos a Bath Town y estábamos a punto de echar el ancla en la cala de Oíd Town Creek. Por eso tienes que desatarme, muchacha. Tengo que entregar la bolsa antes de que la echen de menos.
Meredith movió la cabeza en gesto negativo y pensó que el golpe le había afectado. Bath estaba a más de sesenta millas náuticas, en Bath Creek; no en Old Town Creek, como lo había llamado: ése era el nombre que había tenido en tiempos de la colonia.
Además, para acabar en su playa habría tenido que flotar hasta el río Pamlico y cruzar Pamlico Sound en mitad de un huracán, lo cual resultaba absolutamente imposible si no llevaba un chaleco salvavidas. Pero a pesar-de ello, decidió comportarse como si hubiera creído su historia. De ese modo, tal vez podría sonsacarle más información.
– ¿A qué bolsa te refieres?
– A la que está en mi chaleco -dijo, bajando la mirada-. ¿Pero dónde está mi chaleco?
Meredith dio la vuelta al sofá y recogió la prenda. Se lo había quitado justo antes de tumbarlo.
– Aquí no hay ninguna bolsa. Supongo que debiste perderla cuando caíste por la borda… si es que te caíste realmente de un barco, cosa que dudo.
– Eso no puede ser. Tengo que encontrarla -dijo con desesperación-. Tienes que encontrarla… Si descubre que se ha perdido, no descansará hasta averiguar quién es el culpable. Y cuando vea que no estoy, lo sabrá.
Ella negó con la cabeza.