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– No pienso volver afuera. Además, has podido perderla en cualquier parte. Podría estar flotando en el Sound.

Él la miró con sus intensos ojos azules y dijo:

– Toma mi mano.

– No.

– Toma mi mano -repitió.

Su voz era tan seductora y persuasiva, que la determinación de Meredith flaqueó. Además, seguía atado y no tenía posibilidad alguna de soltarse.

Temerosa, avanzó hacia él e hizo lo que le había pedido. Su mano era cálida y fuerte, tanto que se preguntó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había sentido el contacto de un hombre. Pero sus recuerdos se desvanecieron ante la mirada del pirata. Su inmenso atractivo y su magnetismo hacían que perdiera la cabeza.

– Te juro por mi vida que no te miento -declaró él con suavidad-. Y te ruego que encuentres esa bolsa antes de que sea demasiado tarde.

Hipnotizada por su mirada, Meredith asintió. Parecía tan sincero, que se dijo que aquella bolsa debía contener algo realmente importante.

– De acuerdo -dijo, suspirando-. Saldré a buscarla. Pero, ¿qué aspecto tiene?

– Es de cuero, del tamaño de un libro pequeño, y está envuelta con un trozo de lona.

– Si hago lo que me pides, tendrás que prometerme que te portarás bien hasta que llegue el sheriff.

– Está bien, lo haré.

El viento ya no soplaba con tanta fuerza, pero la lluvia le golpeó la cara cuando salió de la casa. Se alejó, alzó la lámpara y miró hacia el lugar donde había encontrado al pirata. No tardó en distinguir un pequeño objeto sobre la arena. Era exactamente como lo había descrito: una bolsa de cuero envuelta en tela de lona.

Se la guardó en un bolsillo y regresó a la casa.

– La tormenta está pasando -dijo al entrar.

Entonces, se detuvo. Griffin estaba sentado en el borde del sofá, deshaciendo los nudos de sus piernas.

– No te molestes con el cuchillo -dijo él, sonriendo-. Si intentaras atacarme, te desarmaría en un abrir y cerrar de ojos.

– Me has engañado…

Meredith apretó la espalda contra la puerta, dispuesta a huir a la menor oportunidad.

– Siempre conviene que el enemigo crea que tiene un as en la manga. Hace que esté menos atento -declaró él-. Y no me mires con esa cara de susto, chica. Te he prometido que no te haría daño y soy hombre de palabra.

– Esa bolsa no te importa, ¿verdad? Me has mentido para conseguir que saliera de la casa.

Él se puso de pie y comprobó el estado de su rodilla herida. Hasta ese momento, Meredith no había sido totalmente consciente de lo alto que era. Medía alrededor de un metro ochenta y cinco y poseía un cuerpo delgado y atlético. De anchos hombros, resultaba un hombre tan atractivo como peligroso; pero, por alguna razón, sabía que podía confiar en él. Se notaba que tenía un gran sentido del honor.

– Te equivocas. Habría arriesgado la vida por recuperar esa bolsa -comentó él, extendiendo una mano-. Dámela.

Ella se negó.

– Si quieres, puedes ver su contenido.

Meredith desenvolvió la bolsa, la abrió y extrajo un libro pequeño, de pastas de cuero, y un manojo de cartas que parecían haber estado unidas con un sello de cera. Para su sorpresa, todas estaban secas.

Abrió el libro y dijo-.

– Parece una especie de viejo diario. O más bien el cuaderno de bitácora de un barco… Dios mío, debe de ser tan antiguo como valioso. No me extraña que estuvieras preocupado.

Él frunció el ceño.

– ¿Antiguo?

Ella asintió mientras lo leía.

– ¿De qué época es?

– ¿De qué época? -preguntó él-. De ésta, claro está.

– Venga… ¿en qué año fue escrito?

– Empieza hace un año, en 1717. Supongo que tendré que confiar en ti, aunque no sé por qué. Lo que tienes entre manos es justo la prueba que necesito contra el diablo en persona.

– ¿Contra el diablo?

– Sí. El pirata Barbanegra.

Meredith se quedó boquiabierta y volvió a mirar el libro con más atención. Estaba lleno de comentarios sobre posiciones náuticas y condiciones climatológicas, todas ellas escritas con los giros y usos habituales del siglo XVIII. Reconoció varias listas de lo que parecían ser botines capturados, y también muchos nombres: Israel Hands, el segundo de a bordo; Gibbens, el contramaestre; Miller, el intendente; Curtice, Jackson y muchos más.

– ¿Me estás diciendo que éste es el diario de Edward Teach?

Él asintió.

– En efecto. Y esas cartas demuestran que está asociado con Edén, el gobernador de Carolina del Norte. Los robé del camarote de Teach. Debía llevárselos al hombre de Spotswood esta noche y volver de nuevo al Adventure antes de que levara anclas. Es la prueba que necesito para acabar con ese pirata. Lo colgarán por esto.

Meredith negó con la cabeza y alzó una mano como para detenerlo.

– Espera un momento. ¿Quién ha organizado todo esto? Seguro que ha sido Katherine Conrad, ¿verdad? Haría lo que fuera para impedir que obtenga la beca Sullivan. Cree que la nombrarán jefa de departamento cuando se retire el doctor Moore, pero me nombrarán a mí. ¿Cuánto te ha pagado?

Griffin arqueó una ceja y la miró como si hubiera perdido la cabeza, pero se limitó a encogerse de hombros.

– Nadie me ha pagado nada.

Meredith cerró los ojos e intentó poner en orden sus pensamientos. No podía negar que las cartas y el libro eran los originales. Había visto documentos similares en los museos y además era una especialista en la vida de Barbanegra. O eran los auténticos o alguien había invertido mucho tiempo y dinero en conseguir imitaciones perfectas.

Por otra parte, siempre se había rumoreado que Barbanegra llevaba un diario y que guardaba cartas que demostraban su asociación con Charles Edén, gobernador de Carolina del Norte, quien lo protegía a cambio de un porcentaje de los botines. Pero todo se había perdido. Y si aquel hombre decía la verdad, ahora estaba en sus manos.

Sin embargo, el asunto: no era tan sencillo. Si el libro y las cartas eran auténticas, también lo era la historia de Griffin Rourke. Y no podía creer que hubiera viajado en el tiempo para presentarse en su casa.

– No es verdad, es imposible. Es una imitación y tú eres un impostor -declaró ella.

– Cree lo que quieras creer. No me importa -dijo él-. ¿Tienes un caballo?

– Estamos en la isla de Ocracoke. ¿Para qué te serviría un caballo?

Griffin abrió la boca para responder, pero la miró con condescendencia y no lo hizo. Meredith supo por qué: no creía que estuvieran realmente en la isla.

– Deja de mirarme de ese modo -protestó.

– ¿De qué modo?

– Como si no creyeras lo que te digo. Y por favor, dime quién eres realmente.

– Ya te lo he dicho, muchacha. ¿Quieres que te lo vuelva a decir?

– ¡Basta!

Él rió y negó con la cabeza.

– Está bien, Merrie -dijo, llamándola por su diminutivo-. Creeré lo que quieras que crea siempre y cuando me consigas un buen caballo y olvides que me has visto.

Meredith se aproximó lentamente a él y se sentó en el sofá.

– No estás mintiendo, ¿verdad?

– No.

– Oh, Dios mío, me voy a volver loca… Este huracán me ha sacado de quicio. No es posible. Tu historia no es posible. Debo de estar soñando… es la única explicación.

– El caballo. Necesito un caballo -dijo él, mirándola.

Merrie apartó la mirada e intentó tranquilizarse un poco.

– Griffin, quiero que me escuches detenidamente y que contestes con sinceridad. ¿Te consideras un hombre de mente abierta?

Griffin se acercó y la tomó por la barbilla, con suavidad. Ella se estremeció. Su contacto no la asustaba. Bien al contrario, la tranquilizó de inmediato.

– No te comprendo -dijo, frunciendo el ceño con preocupación-. ¿Qué significa de mente abierta?

– Un librepensador. ¿Te consideras un librepensador?

– Sí, supongo que sí.