Merrie se estremeció. Griffin acababa de cambiar de posición y casi estaba rozando uno de sus senos de forma inadvertida.
– ¿A qué te refieres? -preguntó ella, sin aliento.
– En realidad no lo sé. Era como un carruaje pero sin caballos, que se movía solo. Lo miré con detenimiento por si tenía velas, pero no las tenía.
– Ah, eso es un automóvil. Henri Ford los popularizó en 1903 y funcionan con un motor, aunque no podría explicarte cómo. La mecánica de un coche es un secreto para la mayoría de las personas.
– ¿Has montado alguna vez en un carruaje como ése?
– Tengo uno, pero lo dejo en el continente cuando estoy en la isla. Casi todo el mundo tiene coche en Estados Unidos. Hay poco transporte público y en algunas partes del país las carreteras tienen seis carriles y los coches van a toda velocidad.
– ¿A cuánta velocidad?
– El límite autorizado está en cien kilómetros por hora.
Griffin frunció el ceño con incredulidad.
– ¿Y eso no es peligroso para la gente? ¿Esa velocidad no les arranca los pulmones?
– No, en absoluto. De hecho, tenemos aviones que… bueno, es igual, olvídalo.
Meredith prefirió no seguir agobiándolo con información innecesaria.
– Yo no pertenezco a este tiempo -dijo él, sentándose en la cama. Ella asintió.
– Lo sé.
– Tengo que volver y terminar lo que empecé.
– ¿Tienes algo contra Barbanegra?
– Juré sobre la tumba de mi padre que vengaría su muerte. Teach nos asaltó a mi padre y a mí, y quiero que pague por ese crimen y por muchos otros.
– ¿Cómo vas a hacerlo?
– Estoy enrolado en su barco, el Adventure. Digamos que soy una especie de espía… trabajo para Spotswood, el gobernador de Virginia, quien también está decidido a acabar con Barbanegra -explicó-. Esa bolsa contiene las pruebas que necesitamos para denunciar a Teach y conseguir que lo detengan y encierren. Lo colgarán por sus delitos. Y yo estaré allí para verlo.
– Bueno, yo sé algo sobre la vida de Barbanegra.
Meredith no quiso decirle todo lo que sabía. Si su propia conexión con la historia de Barbanegra estaba de algún modo relacionada con la aparición de Griffin en el siglo XX, no podía arriesgarse a hablar demasiado.
– Enseño historia en la Universidad de William y Mary -continuó ella-. Se me considera una experta en historia naval estadounidense.
– ¿Enseñas en la William y Mary? Ella cruzó las piernas y lo miró.
– Sí, yo, una mujer. En esta época, los hombres y las mujeres tenemos los mismos derechos, las mismas oportunidades educativas y podemos acceder a los mismos trabajos. Yo soy licenciada en Historia.
– Pero William y Mary es para hombres, no para mujeres…
Meredith sonrió.
– No, ya no.
– Entonces, ¿qué sabes de Teach? Ella sonrió.
– Que fue uno de los piratas más importantes de todos los tiempos. Todo el mundo ha oído hablar de Barbanegra.
– ¿Y vivió mucho tiempo?
– Falleció el viernes veintidós de noviembre de 1718, cuando dos barcos capitaneados por el teniente de navío Robert Maynard, que actuaba bajo las órdenes de Alexander Spotswood, gobernador de Virginia, lo atacaron en Ocracoke. La batalla se desarrolló justo aquí, en las aguas que se encuentran tras la parte trasera de la casa.
Griffin se tumbó y se tapó los ojos con un brazo.
– Magnífico. En tal caso, se hará de todas formas, conmigo o sin mí. La muerte de mi padre será vengada.
Meredith se mordió el labio inferior y se estremeció.
– Yo no estaría tan segura de eso. Él volvió a incorporarse.
– Explícate, por favor.
– Sólo es una teoría, pero imaginemos que el tiempo sea como una pared que se va elevando poco a poco, ladrillo a ladrillo, pero sin cemento. Si se quita uno de los ladrillos, la pared puede caerse. Todo dependería de la importancia que tenga en la estructura general -explicó ella-. Pues bien, tú podrías ser algo así como un ladrillo en la vida de Barbanegra. Si no estás en tu época, cabe la posibilidad de que su pared no se caiga.
– No lo entiendo. Tenéis automóviles que viajan muy deprisa, dices que habéis enviado hombres a la Luna… y sin embargo, ¿no tenéis una máquina que me pueda devolver a mi tiempo?
Meredith no dijo nada.
– Hay algún medio, ¿verdad? -insistió él.
– Griffin, podemos cruzar el Atlántico en unas pocas horas con un avión supersónico, pero me temo que todavía no hemos inventado una máquina del tiempo. Ahora bien, eso no significa que no exista un medio. Si conseguimos averiguar cómo has llegado al siglo XX, tal vez podamos encontrar la forma de devolverte a tu época.
– No tenemos mucho tiempo, Merrie – dijo, cansado.
– No, ya lo sé.
Meredith extendió un bra2o, lo acarició en la mejilla y sonrió. Él se acercó y se abrazaron con fuerza.
Estuvieron así un buen /ato, consolándose mutuamente. Meredith se preguntó cómo era posible que hubiera desarrollado tal afecto por Griffin en tan poco tiempo. Tal vez se debía a que se sentía culpable de lo sucedido. O tal vez había algo más. Pero fuera lo que fuera, tenía que ayudarlo. Se lo debía.
– Todo saldrá bien, ya lo verás -dijo Merrie.
Lentamente, Griffin la arrastró y los dos se tumbaron en la cama, pegados el uno al otro, Meredith se quedó muy quieta, con miedo de moverse, preguntándose por lo que iba a suceder. Sin embargo, él se durmió al cabo de unos minutos y ella pensó que había sido una tonta al pensar que podía desearla; sólo era un hombre confuso, perdido, que necesitaba el cariño y el apoyo de otro ser humano. Y ella estaba dispuesto a dárselos, a estar a su lado, hasta que llegara la hora de las despedidas.
Apretada contra él y mientras el sueño la vencía, comprendió que despedirse de un hombre como Griffin Rourke iba a resultar más difícil de lo que había imaginado.
Griffin estaba de pie en la playa, frente a la casa, mirando el mar. La misma brisa que adornaba de blanco las olas arrastraba también un puñado de nubes. Si contemplaba el mar durante el tiempo suficiente, podría olvidar que no estaba en su época. Podría creer que estaba en casa.
Aquel mar lo había sacado de su tiempo por motivos que no alcanzaba a comprender. Sintió la tentación de adentrarse en él, dejar que el agua inundara sus pulmones y que la corriente se llevara su cuerpo. Pero no sabía si eso lo devolvería a su mundo.
No era la primera vez que deseaba morir. Ya lo había deseado cuando unas fiebres se llevaron a Jane y al niño mientras él estaba embarcado. Entonces se dio a la bebida para apagar su dolor, pero tras la muerte de su padre, la necesidad de vengarse le sirvió de aliento.
Sus amigos le dijeron que espiar en al barco de Teach era un suicidio; sin embargo, a él no le preocupaba. Mucho más desgarrador era aquel extraño exilio en un mundo extraño, casi un infierno, donde se sentía impotente y donde no podría completar su plan.
Pero en el infierno había encontrado a un ángel, Merrie, su guardián y salvadora. Era una mujer excepcional, aunque supuso que tal vez no lo sería tanto en su época.
No se podía decir que-fuera particularmente bella en relación con los gustos del siglo XVIII, pero era esbelta y tenía cierto exotismo. Le encantaba su cabello y aquella piel clara, como de porcelana, libre de cualquier huella de envejecimiento o enfermedad.
Además, Merrie poseía muchas virtudes al margen de su belleza. Era una chica rápida e inteligente, educada, independiente y con dominio de la palabra. Tal vez no fuera del tipo de mujer con quienes se casaban los hombres de su época, pero sin duda alguna era de la clase de mujeres con quienes les gustaba hablar y divertirse.
Sin poder evitarlo, pensó en el contacto de su cuerpo. No había mantenido relaciones con una mujer desde hacía un año, sin contar aquel extraño salto en el tiempo. Tras la muerte de Jane, había empezado a beber y a acostarse con prácticamente cualquier cosa cálida y dispuesta; pero después, cuando consiguió recuperarse, se impuso una especie de celibato que había mantenido a rajatabla.