Выбрать главу

EL PLAN INFINITO

Primera Parte

Iban por los caminos del oeste sin prisa y sin rumbo obligatorio, cambiando la ruta de acuerdo al capricho de un instante, al signo premonitorio de una bandada de pájaros, a la tentación de un nombre desconocido. Los Reeves interrumpían su errático peregrinaje donde los sorprendiera el cansancio o encontraran a alguien dispuesto a comprar su intangible mercadería. Vendían esperanza. Así recorrieron el desierto en una y otra dirección, cruzaron las montañas y una madrugada vieron aparecer el día en una playa del Pacífico. Cuarenta y tantos años más tarde, durante una larga confesión en la que pasó revista a su existencia y sacó la cuenta de sus errores y sus aciertos, Gregory Reeves me describió su recuerdo más antiguo: un niño de cuatro años, él mismo, orinando sobre una colina al atardecer, el horizonte teñido de rojo y ámbar por los últimos rayos del sol, a su espalda los picachos de los cerros y más abajo, una extensa planicie donde su vista se pierde. El liquido caliente se escurre como algo esencial de su cuerpo y de su espíritu, cada gota, al hundirse en la tierra, marca el territorio con su firma. Demora el placer, juega con el chorro, trazando un círculo color topacio sobre el polvo, percibe la paz intacta de la tarde, lo conmueve la inmensidad del mundo con un sentimiento de euforia. porque él es parte de ese paisaje limpio y pleno de maravillas, una inconmensurable geografía a explorar. A poca distancia lo aguarda su familia. Todo está bien, por primera vez tiene conciencia de la felicidad; es un momento que jamás olvidará. A lo largo de su vida Gregory Reeves sintió en varias ocasiones ese deslumbramiento ante las sorpresas del mundo, esa sensación de pertenecer a un lugar espléndido donde todo es posible y cada cosa, desde lo más sublime hasta lo más horrendo, tiene una razón de ser, nada sucede por azar, nada es inútil, como predicaba a gritos su padre, ardiendo de fervor mesiánico, con una serpiente enroscada a sus pies. Y cada vez que tuvo ese chispazo de comprensión recordaba aquella puesta de sol en la colina. Su niñez fue una época demasiado larga de confusiones y penumbras, excepto esos años viajando con su familia. Su padre, Charles Reeves, guiaba a la pequeña tribu con severidad y reglas claras, todos juntos, cada uno cumpliendo con sus deberes, premio y castigo, causa y efecto, disciplina basada en una escala de valores inmutable. El padre vigilaba como el ojo de Dios. Los viajes determinaban la suerte de los Reeves sin alterarles la estabilidad, porque las rutinas y las normas eran precisas.

Ése fue el único período en que Gregory se sintió seguro. La rabia empezó más tarde, cuando desapareció el padre y la realidad comenzó a deteriorarse de manera irreparable.

El soldado inició la marcha en la mañana con su mochila a la espalda y a media tarde ya estaba arrepentido de no haber tomado el bus. Partió silbando contento, pero con el paso de las horas le dolía la cintura y la canción se le enredaba con palabrotas. Eran sus primeras vacaciones después de un año de servicio en el Pacífico y regresaba a su pueblo con una cicatriz en el vientre, los resabios de un ataque de malaria y tan pobre como siempre había sido. llevaba la camisa suspendida de una rama para improvisar sombra, sudaba y su piel tenía el brillo de un espejo oscuro.

Pensaba aprovechar cada instante de ese par de semanas de libertad, pasar las noches jugando billar con los amigos y bailando con las chicas que contestaron sus cartas, dormir a pierna suelta, despertar con el olor del café recién colado y de los panqueques de su madre, único plato apetitoso de su cocina, lo demás olía a caucho quemado, pero a quién podía importarle la habilidad culinaria de la mujer más hermosa en cien millas a la redonda, una leyenda viviente con largos huesos de escultura y ojos amarillos de leopardo. Hacía mucho que no pasaba un alma por esas soledades, cuando sintió a su espalda los estertores de un motor y divisó a lo lejos la silueta imprecisa de un camión temblequeando como un esforzado espejismo en la reverberación de la luz. Esperó que se aproximara para pedirle un levantón, pero al tenerlo más cerca cambió de idea, asustado por aquella inusitada aparición, un cacharro pintado de colores insolentes, cargado hasta el tope con una montaña de bártulos, coronado por una jaula con pollos, un perro atado de una cuerda, y sobre el techo un megáfono y un cartel donde se leía en grandes letras «El Plan Infinito». Se apartó para dejarlo pasar, lo vio detenerse pocos metros más adelante y por la ventanilla asomó una mujer de pelo color tomate que le hizo señas para llevarlo. No supo si alegrarse; se acercó cauteloso, calculando que seria imposible entrar en la cabina donde viajaban apretados tres adultos y dos niños, y se requería pericia de acróbata para trepar en la parte trasera. Se abrió la puerta y el conductor saltó al camino.

— Charles Reeves–se presentó cortés, pero con inequívoca autoridad. — Benedict… señor… King Benedict–replicó el joven secándose la frente.

— Vamos un poco incómodos, como ve, pero donde caben cinco caben seis.

El resto de los pasajeros también descendió, la mujer de greñas rojas se alejó en dirección a unos arbustos, seguida por una chiquilla de unos seis años quien para ganar tiempo iba bajándose los calzones, mientras el niño menor le sacaba la lengua al desconocido, medio oculto tras la otra viajera. Charles Reeves desató una escalera del costado del camión, se subió sobre la carga con agilidad y soltó al perro, que se bajó de un brinco temerario y echó a correr por los alrededores olisqueando las matas.

— A los niños les gusta viajar atrás, pero es peligroso, no pueden ir solos. Olga y usted los cuidarán. Pondremos a Oliver delante para que no lo moleste, es todavía un cachorro, pero ya tiene mañas de animal viejo–decidió Charles Reeves, indicándole que subiera. El soldado lanzó su mochila sobre el cerro de bártulos y se trepó, luego estiró los brazos para recibir al niño menor, que Reeves había alzado sobre su cabeza, un chico flaco, de orejas salidas y una irresistible sonrisa que le llenaba la cara de dientes. Cuando regresaron la mujer y la niña se subieron también atrás, los otros dos entraron a la cabina y poco después el camión se puso en marcha. — Yo me llamo Olga y éstos son Judy y Gregory–se Presentó la de cabello imposible, esponjando sus faldas mientras repartía manzanas y galletas-.

— No se siente sobre esa caja, ahí va la boa y no hay que taparle los huecos de ventilación–agregó.

El pequeño Gregory dejó de sacar la lengua apenas se dio cuenta de que el viajero venía de la guerra, entonces una expresión reverente reemplazó las morisquetas burlonas y comenzó a interrogarlo sobre aviones de combate, hasta que lo venció la modorra. El soldado intentó conversar con la pelirroja, pero ella contestaba con monosílabos y no se atrevió a insistir. Se puso a canturrear canciones de su pueblo, mirando de reojo la misteriosa caja, hasta que los demás se durmieron sobre la pila de bultos, entonces pudo observarlos a su antojo. Los niños eran de pelo casi blanco y los ojos tan claros que de perfil parecían ciegos; en cambio la mujer tenía el color aceitunado de algunas razas mediterráneas. Llevaba abiertos los primeros botones de la blusa, gotas de sudor mojaban su escote y descendían como un lento hilo por la hendidura entre los senos. Había levantado un brazo para apoyar la cabeza sobre un cajón, revelando unos vellos oscuros en la axila y una mancha húmeda en la tela. Desvió los ojos,temeroso de ser sorprendido y de que ella interpretara mal su curiosidad; hasta entonces esas personas habían sido amables, demasiado amables, pensó, pero nunca se puede estar seguro con los blancos. Dedujo que los chiquillos eran de la otra pareja, aunque a juzgar por las edades aparentes de los Reeves también podrían ser sus nietos. Pasó revista a la carga y llegó a la conclusión de que esa gente no se estaba mudando de casa, como había supuesto al principio, sino que viajaban en su vivienda permanente. Notó que llevaban un tambor con varios galones de agua y otro con combustible y se preguntó cómo conseguían gasolina, racionada por la guerra desde hacía ya un buen tiempo. Todo estaba dispuesto en un orden meticuloso; de garfios y ganchos colgaban utensilios y herramientas, compartimentos exactos contenían las maletas, nada quedaba suelto. Cada bulto estaba marcado y había varias cajas con libros. Pronto el calor y el vapuleo del viaje lo agotaron y se adormeció recostado contra la jaula de pollos.

Despertó a media tarde al sentir que se detenían. El cuerpo del muchacho sobre sus piernas no pesaba casi nada, pero la inmovilidad le había acalambrado los músculos y sentía la garganta seca. Por unos instantes no supo dónde estaba, echó mano al bolsillo del pantalón en busca de su cantimplora de whisky y se bebió un largo sorbo para aclarar la mente. La mujer y los niños estaban cubiertos de polvo y el sudor les marcaba líneas por las mejillas y el cuello. Charles Reeves se había desviado del camino y se encontraban bajo un grupo de árboles, única sombra en esa desolación, allí acamparían para que se enfriara el motor, pero al día siguiente podría llevarlo hasta su casa, le explicó al soldado, quien para entonces estaba más tranquilo; esa extraña familia empezaba a inspirarle simpatía. Reeves y Olga bajaron algunos bultos del camión y armaron dos gastadas tiendas de campaña, mientras la otra mujer, que se presentó como Nora Reeves, preparaba la comida en un armatoste a queroseno con ayuda de su hija Judy, y el muchacho buscaba palos para una fogata, con el perro tras sus talones.