Tan escrupulosa era en sus recetas como en asuntos de dinero, sostenía que no existe buen remedio gratuito; sin embargo no cobraba por ayudar en un parto, le gustaba traer criaturas a este mundo, nada podía compararse al instante en que aparecía la cabeza del recién nacido en la sangrante abertura de su madre. Ofrecía sus servicios de comadrona en las fincas aisladas y los sectores más pobres de los pueblos, en especial los barrios de negros, donde la idea de dar a luz en un hospital era todavía una novedad. Mientras esperaba junto a la futura madre, cosía pañales y tejía botines para el niño y sólo en esas raras ocasiones se dulcificaba su pintarrajeado rostro de hechicera. Cambiaba el tono de su voz para animar a su paciente durante las horas más difíciles y para cantar la primera canción de cuna a la criatura que había traído al mundo. A los pocos días, cuando madre e hijo habían aprendido a conocerse mutuamente, se reunía con los Reeves, que acampaban cerca. Al despedirse anotaba en un cuaderno el nombre del niño, la lista era extensa y a todos los llamaba su–sahijados. Los nacimientos traen buena suerte, era su brusca explicación por no cobrar sus servicios. Tenía una relación de hermana con Nora y de tía regañona con Judy y Gregory a quienes consideraba sus sobrinos. A Charles Reeves lo trataba como a un socio, con una mezcla de petulancia y buen humor. Nunca se tocaban, parecían no mirarse siquiera, pero actuaban en equipo, no sólo en el negocio de los cuadros, sino en todo o que hacían juntos. Ambos disponían del dinero y los recursos de la familia, consultaban los mapas y decidían los caminos; salían a cazar, perdiéndose durante horas bosque adentro. Se respetaban y se reían de las mismas cosas, ella era independiente, aventurera y de carácter tan decidido como el predicador; estaba fabricada de su mismo acero, por lo mismo no la impresionaban el carisma ni el talento artístico de ese hombre. Era la reciedumbre masculina de Charles Reeves, que más tarde sería también la característica de su hijo Gregory, lo único que en algunos momentos la subyugaba.
Nora, la mujer de Charles Reeves, era uno de esos seres predestinados al silencio. Sus padres, Judíos rusos, le dieron la mejor educación que pudieron costear, se graduó de maestra y aunque dejó su profesión al casarse, se mantenía en forma estudiando historia, geografía y matemáticas para enseñarles a sus hijos, porque resultaba imposible enviarlos a la escuela con la vida de bohemios que llevaban. Durante los viajes leía revistas y libros esotéricos, pero sin la presunción de analizar esas lecturas; se limitaba a entregar la información al Doctor en Ciencias Divinas para que él la utilizara. No le cabía la menor duda de que su marido estaba dotado de poderes psíquicos para ver lo oculto y descubrir la verdad allí donde el resto de las personas sólo encontraban sombras. Se habían conocido cuando ninguno de los dos era muy joven y su relación siempre tuvo un tono educado y maduro. Nora estaba incapacitada para la vida práctica; su mente se perdía en sueños de otro mundo, más preocupada de las posibilidades del espíritu que de las vicisitudes cotidianas. Amaba la música, y los momentos más espléndidos de su anodina existencia fueron unas cuantas óperas a las que asistió en su juventud; atesoraba cada detalle de esos espectáculos, podía cerrar los ojos y escuchar las voces magistrales, conmoverse con las trágicas pasiones de los personajes y apreciar el colorido y las texturas del decorado y el vestuario. Leía partituras imaginando cada escena como parte de su propia vida, y los primeros cuentos que escucharon sus hijos fueron los amores malditos y las muertes inevitables de la lírica universal. En ese ámbito exagerado y romántico se refugiaba cuando las vulgaridades de la realidad la agobiaban. Por su parte Charles Reeves había recorrido todos los mares y se había ganado la subsistencia en diversos oficios; tenía a su haber más aventuras de las que alcanzaba a contar, varios amores fracasados a la espalda y algunos hijos sembrados por aquí y por allá, de quienes nada sabía. Al verlo arengar a un grupo de atónitos feligreses, Nora se prendó de él. Estaba resignada a su suerte de solterona, como tantas otras mujeres de su generación a quienes el azar no les puso un novio por delante y no tuvieron el coraje de salir a buscarlo, pero ese enamoramiento repentino a edad tardía le dio valor para vencer su natural modestia. El predicador había alquilado una sala cerca de la escuela donde ella enseñaba y distribuía propaganda para su charla cuando ella le echó la primera mirada. La impresionaron su rostro noble y su actitud decidida y por curiosidad fue a escucharlo, anticipando un charlatán como tantos que pasaban por allí sin dejar más rastro que unos papeles descoloridos pegados en los muros, pero se llevó una sorpresa. De pie ante su auditorio, frente a una naranja colgada por un hilo del techo, Reeves explicaba la posición del hombre en el universo y en El Plan Infinito. No amenazaba con castigos ni proponía salvación eterna, se limitaba a ofrecer soluciones prácticas para mejorar la convivencia, aquietar la angustia y preservar los recursos del planeta. Todas las criaturas pueden y deben vivir en armonía, Aseguraba; y para probarlo destapaba el cajón de la boa y se la enrollaba en el cuerpo, como una manguera de bombero, ante el asombro de sus oyentes que no habían visto nunca una culebra tan larga ni tan gorda. Esa noche Charles Reeves puso en palabras los sentimientos confusos que a Nora la agobiaban y no sabía expresar. Había descubierto las enseñanzas de Bahai Ullah y adoptado la religión Bahai. Esos conceptos orientales de amorosa tolerancia, de unidad entre los hombres, de búsqueda de la verdad y de rechazo de los prejuicios, se estrellaban contra su rígida formación judía y contra la estrechez provinciana de su medio, pero al oír a Reeves todo le pareció fácil; no había necesidad de calentarse el cerebro con aquellas contradicciones fundamentales puesto que ese hombre conocía las respuestas y podía servirle de guía. Deslumbrada por la elocuencia del discurso no puso atención en las vaguedades del contenido. Se sintió tan conmovida que logró vencer su timidez y acercarse a él cuando lo vio solo, con la intención de preguntarle si estaba enterado de la fe Bahai y en caso de que no lo estuviera, ofrecerle las obras de Shogi Ef–fendi. El Doctor en Ciencias Divinas conocía el efecto excitante de sus sermones sobre algunas mujeres y no vacilaba en hacer uso de tal ventaja. Sin embargo la maestra lo atrajo de manera diferente; había algo límpido en ella, una cualidad transparente que no era sólo inocencia, sino auténtica rectitud, un rasgo luminoso, frío e incontaminado, como el hielo. No sólo deseó tomarla en sus brazos, aunque ése fue su primer impulso al ver su extraño rostro triangular y la piel cubierta de pecas, sino también penetrar en la materia cristalina de esa desconocida y encender las brasas dormidas de su espíritu. Le propuso seguir viaje con él y ella aceptó de inmediato con la sensación de haber sido tomada de la mano de una vez para siempre. En ese momento, cuando imaginó la posibilidad de entregarle su alma, comenzó el proceso de abandono que marcaría su destino. Partió sin despedirse de nadie, con una bolsa de libros como único equipaje. Meses después, cuando descubrió que estaba embarazada, se casaron. Si acaso existía en verdad un fuego potencial bajo su flemática apariencia sólo su marido lo supo. Gregory vivió intrigado por la misma curiosidad que atrajo a Charles Reeves en aquella sala alquilada en un pueblo pobre del medio este, intentó mil veces derribar los muros que aislaban a su madre y tocar sus sentimientos, pero como nunca lo consiguió decidió que en su interior no había nada, estaba vacía y era incapaz de amar a nadie con certeza; a lo más manifestaba una imprecisa simpatía por la humanidad en general. Nora se acostumbró a depender de su marido, transformándose en una criatura pasiva que cumplía sus funciones por reflejo mientras su alma se evadía de los asuntos materiales. Era tan fuerte la personalidad de ese hombre, que para darle espacio ella se fue borrando del mundo, convirtiéndose en una sombra. Participaba en las rutinas de la convivencia, pero aportaba poco a la energía del pequeño grupo; sólo intervenía en los estudios de los niños y en asuntos de higiene y buena salud. Llegó al país en un barco de inmigrantes. y durante los primeros años, hasta que su familia logró vencer a la mala fortuna, se alimentó poco y mal, esa época de miseria le dejó para siempre el aguijón del hambre en la memoria, tenía la manía de los alimentos nutritivos y las píldoras de vitaminas. A sus hijos les comentaba algunos aspectos de su fe Bahai en el mismo tono empleado para enseñarles a leer o para nombrar las estrellas, sin el menor ánimo de convencerlos, sólo se apasionaba al hablar de música, únicas ocasiones en que acentuaba la voz y el rubor teñía sus mejillas. Más tarde aceptó criar a los niños en la Iglesia Católica, como era usual en el barrio hispano donde les tocó vivir, porque comprendió la necesidad de que Judy y Gregory se integraran al medio. Debían soportar demasiadas diferencias de raza y de costumbres como para mortificarlos además con creencias ignotas como su fe Bahai. Por otra parte, consideraba las religiones básicamente iguales; sólo le preocupaban los valores morales, de cualquier manera Dios se encontraba por encima de la comprensión humana, bastaba saber que el cielo y el infierno eran símbolos de la relación del alma con Dios, la cercanía al Creador conduce a la bondad y al goce apacible, la lejanía produce maldad y sufrimiento. En contraste con su tolerancia religiosa no cedía un ápice en los principios de decencia y cortesía; a sus hijos les lavaba la boca con jabón cuando proferían palabrotas y los dejaba sin comer si usaban mal el tenedor, pero los demás castigos corrían por cuenta del padre, ella se limitaba a acusarlos. Un día sorprendió a Gregory robando un lápiz en una tienda y se lo dijo a su marido, quien obligó al niño a devolverlo y a pedir disculpas y luego le quemó la palma de la mano con la llama de un fósforo, ante la mirada impasible de Nora. Gregory anduvo una semana con la llaga viva, pronto olvidó el motivo del escarmiento y quien se lo había infligido, lo único que guardó en su mente fue la rabia contra su madre. Muchas décadas después, cuando se reconcilió con la imagen de ella, pudo agradecerle calladamente los tres bienes capitales que le dejó: amor por la música, tolerancia y sentido del honor.