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Entraba al garaje con el automóvil, cuando vi venir a un vecino con Margaret de la mano, mi hija tenía poco más de dos años. Creo que es suya, la encontré vagando a un par de millas de aquí, para llegar tan lejos debe haber caminado desde la mañana, dijo el hombre sin disimular su reproche y su desprecio. Abracé a la niña espantado. Me latían las sienes y casi no podía hablar cuando enfrenté a mi mujer para preguntarle dónde estaba cuando Margaret salió de la casa, cómo no se dio cuenta de su ausencia en tantas horas. Me respondió con los brazos en Jarra, tan furiosa como yo, alegando que el vecino era un desgraciado y la odiaba porque los gatos se comieron su canario, que no me debía explicaciones, después de todo ella no me preguntaba dónde estaba yo todo el día, Margaret era muy independiente para su edad y no estaba dispuesta a vigilarla como un carcelero ni mantenerla amarrada con una cuerda, como hacía yo con los niños que cuidaba, y siguió rezongando hasta que no aguanté más y me fui de la pieza con un portazo. Después me di una larga ducha fría para quitarme de la imaginación las diversas fatalidades que podrían haberle ocurrido a Margaret en esas dos malditas millas, pero no fue suficiente porque en la fiesta seguía amostazado contra Samantha. Me fui a la terraza con un vaso de vino y me desmoroné en una silla, de mal humor, algo mareado y harto con la monótona música de Katmandú que llegaba desde la sala.

Saqué la cuenta del tiempo perdido en esa fastidiosa reunión; dentro de una semana debía presentar los exámenes finales y cada minuto de estudio era precioso. En eso llegó Timothy Duane y al verme acercó otra silla y se instaló a mi lado. Teníamos pocas oportunidades de estar solos. Noté que había perdido peso en los últimos años y sus rasgos se habían marcado a cincel, ya no tenía ese aire de inocencia que a pesar de sus fanfarronadas, era uno de sus encantos cuando nos conocimos. Sacó del bolsillo un tubo de vidrio, se echó cocaína en el dorso de la mano y lo aspiró ruidosamente, luego me ofreció, pero yo no puedo usarla, me mata, la única vez que la probé sentí que me clavaban un puñal helado entre los ojos, el dolor de cabeza me duró tres días y del paraíso prometido ni me acuerdo. Tim me dijo que entráramos porque estaban organizando un juego, pero yo no tenía el menor interés en ver de nuevo a todo el mundo en pelotas.

— Esto es distinto. Vamos a intercambiar esposas–insistió.

— Tú no tienes, que yo sepa.

— Traje a una amiga.

— Tiene facha de puta tu amiga.

— Lo es–se rió, arrastrándome a la sala.

Los hombres se habían reunido alrededor de la mesa del comedor, pregunté por las mujeres y me informaron que esperaban en los automóviles. Parecían nerviosos, se palmoteaban las espaldas, hacían bromas de doble sentido y las celebraban con grandes risotadas. Explicaron las normas: prohibido echar pie atrás, nada de arrepentirse ni de intentar cambios. Apagaron la luz, pusieron sus llaves sobre una bandeja, alguien las revolvió y cada participante tomó una al azar.

A pesar de la nebulosa del alcohol y del desconcierto, que me impidió precipitarme sobre la bandeja como los demás, cuando encendieron la luz vi claramente mi llavero en manos de un dentista algo barrigón y pedante, considerado una pequeña celebridad porque sacaba muelas con agujas chinas clavadas en los pies como única anestesia. Tomé el último llavero, deseando coger al dentista por la ropa y reventarle la cara con uno de aquellos certeros puñetazos que me había enseñado el Padre Larraguibel en el patio de la Iglesia de Lourdes, pero me detuvo el temor de hacer el ridículo. Los otros salieron rumbo a los carros entre carcajadas y bromas, y yo partí a la cocina a poner la cabeza bajo un chorro de agua fría para sacudirme el aturdimiento. Me serví los restos de café de un termo y me senté en un taburete a evocar los tiempos en que la vida era más sencilla y cualquiera entendía las reglas. Poco después me encontró en el mismo sitio la compañera que me había tocado en suerte, una rubia pecosa y simpática, madre de tres niños y profesora de matemáticas en una escuela primaria, la última persona con quien se me hubiera ocurrido practicar el adulterio. Te estoy esperando desde hace un buen rato, me dijo con una sonrisa tímida.

Traté de explicarle que no me sentía bien, pero creyó que la rechazaba porque no me gustaba; pareció encogerse en el umbral de la puerta como una niña pillada en falta. Le sonreí lo mejor que pude y se acercó, me tomó de la mano, me ayudó a ponerme de pie y me llevó al automóvil con una mezcla de delicado pudor y de firmeza que me desarmó. Manejó hasta su casa. Encontramos a sus hijos dormidos frente a la televisión y los llevamos en brazos a sus camas. Mi amiga les puso piyamas, los besó en la frente, les acomodó las cobijas y se quedó con ellos hasta que volvieron a dormirse. Después fuimos al dormitorio, donde la fotografía del marido vestido con toga de graduación presidía sobre la cómoda. Ella anunció qué se pondría algo más cómodo y desapareció en el baño, mientras yo abría la cama sintiéndome como un imbécil porque no podía quitarme a Samantha y el dentista de la mente y preguntándome por qué diablos no era capaz de participar en esos juegos con el desenfado de los demás, por qué me daban tanta rabia. La rubia volvió sin maquillaje y cepillándose el pelo, vestida con una bata acolchada color helado de fresa, perfecta para una madre que madruga para preparar el desayuno de su familia, pero muy poco adecuada a las circunstancias. No había ninguna coquetería en sus gestos, como si fuéramos un viejo matrimonio en las últimas rutinas antes de ir a la cama después de una jornada de trabajo.

Se sentó sobre mis rodillas y procedió a desabotonarme la camisa. Tenía una acogedora sonrisa, la nariz respingada y un fresco aroma de jabón y pasta dentífrica, pero no me provocaba ninguna excitación. Le dije que me perdonara, que había tomado mucho y me molestaba la alergia.

— La verdad es que no sé para qué vine. No me gustan estos juegos, no me gustan nada y creo que a Samantha tampoco–le confesé por último.

— ¿Qué dices? — y se echó a reír encantada-. Tu mujer se acuesta con varios de tus amigos y dicen que con algunas de tus amigas ¿por qué no te diviertes tú también un poco?

Aquellos no fueron buenos tiempos para mí. Mi vida ha sido una suma de tropiezos, pero ahora, a los cincuenta años, cuando miro hacia atrás y saco la cuenta de los esfuerzos y las desgracias, creo que ese período fue el peor porque algo fundamental se me torció en el alma y ya no volví a ser el mismo. Supongo que tarde o temprano se pierde el candor. Tal vez es mejor, porque no se puede andar por el mundo como un ingenuo, en carne viva y sin defensas. Me crié peleando en la calle. Debí endurecerme mucho antes, pero no fue así. Ahora, cuando ya le he dado la vuelta al dolor varias veces y puedo leer mi destino como un mapa lleno de errores, cuando no tengo ninguna lástima de mi mismo y soy capaz de revisar mi existencia sin sentimentalismos porque he encontrado cierta paz, sólo lamento la pérdida de la inocencia. Echo de menos el idealismo de la juventud, la época en que todavía existía para mí una nítida línea divisoria entre el bien y el mal y creía que es posible actuar siempre de acuerdo a principios inamovibles. No era una postura práctica ni realista, ya lo sé, pero había una limpia pasión en esa intransigencia que todavía me conmueve cuando la encuentro en otros. No puedo decir en qué momento comencé a cambiar y me convertí en el hombre duro que soy ahora. Sería fácil atribuirlo todo a la guerra, pero en verdad el deterioro empezó antes. O bien podría decir que el oficio de abogado requiere una buena dosis de cinismo, no conozco a ninguno que se libre de ello, pero esa también es una respuesta incompleta. Carmen dice que no me preocupe, que por mucho cinismo que tenga nunca será suficiente para vivir en este mundo y por lo demás estas dudas son pura majadería de mi parte; a pesar de las apariencias sigo siendo el mismo animalote rudo y combativo pero de corazón manso que ella adoptó como hermano hace mucho tiempo, pero yo me conozco bien y sé cómo soy por dentro.

Colegas, mujeres, amigos y clientes me han traicionado, pero ninguna traición me ha dolido tanto como la de Samantha, porque no la esperaba. A partir de entonces siempre desconfío, ya no me sorprendo cuando alguien me falla.

Esa noche no volví a mi casa. Le quité la bata de helado de fresa a la maestra de matemáticas y rodamos en su cama matrimonial. No debe guardar un buen recuerdo de mí, seguro esperaba un amante imaginativo y experto y se encontró con alguien dispuesto a salir del paso lo antes posible. Luego me vestí y me fui caminando al apartamento de Joan y Susan, donde llegué a las tres de la mañana extenuado y con rastros evidentes de haber bebido. Me colgué del timbre por varios minutos, hasta que aparecieron en camisa de dormir y descalzas. Me acogieron sin hacer preguntas, como si estuvieran habituadas a recibir visitas a esa hora. Mientras una me preparaba una taza de camomilla, la otra improvisó una cama en el sofá de la sala. Algo deben haber echado a la camomilla, porque desperté doce horas más tarde con el sol en la cara y el perro de mis amigas echado a los pies. Creo que en esas hoyas de sueño terminó mi juventud. Cuando me levanté tenía en la mente y el corazón las resoluciones que guiarían mi vida en los años futuros, aunque en ese momento lo ignoraba. Ahora, que puedo ver el pasado con cierta perspectiva, me doy cuenta de que en ese instante empecé a ser la persona que fui por mucho tiempo, un hombre arrogante, frívolo y codicioso que siempre detesté y de quien me ha costado tanto desprenderme. Me quedé con mis amigas cinco días sin comunicarme con Samantha. Se turnaron para acompañarme y escuchar con paciencia el recuento mil veces repetido de mis nostalgias, desesperanzas y quejas. El viernes me presenté a los exámenes finales sin angustia, porque no tenía ilusión, el título de abogado no me interesaba, en verdad sentía una profunda indiferencia por el futuro. Un par de meses más tarde me avisaron al otro lado del mundo que obtuve el diploma al primer intento, lo cual rara vez ocurre en esta torcida profesión. Del examen fui directamente a la oficina de reclutamiento de las Fuerzas Armadas. Debí entrenar durante dieciséis semanas, pero la guerra estaba en su apogeo y se había reducido el curso a doce. En algunos aspectos esos tres meses fueron peores que la guerra misma. pero salí de allí con noventa kilos de músculos, la resistencia de un camello y totalmente embrutecido, listo para destrozar a mi propia sombra si me lo hubieran ordenado.