Dos días antes de embarcarme la computadora me seleccionó para el Instituto de Idiomas en Monterrey. Supongo que haberme criado en el barrio mexicano y estar acostumbrado al ruso de mi madre y al italiano de sus óperas me entrenó el oído. Estuve casi dos meses en un paraíso de costas abruptas con focas tomando sol sobre las rocas, casas victorianas y atardeceres de tarjeta postal, estudiando vietnamita a tiempo completo con profesores que se rotaban cada hora y con la amenaza de que si no aprendía pronto sería juzgado por traición a la patria. Al final del curso chapuceaba ese idioma mejor que la mayoría de mis compañeros.
Partí a Vietnam acariciando la secreta fantasía de morir para no tener que enfrentar los trabajos y las pesadumbres de la existencia. Pero morir es mucho más difícil que seguir viviendo.
Tercera parte Gente.
La guerra es gente. La primera palabra que me viene a la mente cuando pienso en ella es gente: nosotros, mis amigos, mis hermanos, todos unidos en la misma fraternidad desesperada. Mis compañeros, y los otros, esos hombres y mujeres pequeños, de rostros indescifrables, a quienes debo odiar, pero no puedo, porque en las últimas semanas he aprendido a conocer. Aquí todo es en blanco o negro, no hay medias tintas ni ambigüedades, se acabó la manipulación, la hipocresía, el engaño. Vida o muerte, matas o mueres. Nosotros somos los buenos y ellos son los malos, sin esa certeza estamos jodidos y en cierta forma ese desvarío es refrescante, es una de las virtudes de la guerra.
A este agujero llega de todo, negros escapando de la miseria, campesinos pobres que todavía creen en el sueño americano, algunos latinos afiebrados por una rabia de siglos, aspirantes a héroes, psicópatas, y otros como yo, que andan escapando de fracasos o de culpas, pero en combate somos iguales, no importa el pasado, una bala es la gran experiencia democrática. Debemos probar cada día que no somos hombres, somos guerreros, resistir, soportar el dolor y la incomodidad, no quejarse nunca, matar, apretar los dientes y no pensar, no averigües, obedece, para eso nos domaron como a los caballos, nos entrenaron a punta de patadas, insultos y humillaciones. No somos individuos, en este trágico teatro de la violencia somos máquinas al servicio de la chingada patria. Uno hace cualquier cosa por sobrevivir, me siento bien cuando he matado porque al menos por esta vez estoy vivo. Acepto la demencia y no intento explicarla, simplemente me aferro a mi arma y disparo. No pensar, para no confundirse y vacilar; si lo haces mueres, es la ley inequívoca de la guerra.
El enemigo no tiene cara, no es humano, es un animal, un monstruo, un demonio, si pudiera creerlo en el fondo del corazón sería más sencillo, pero Cyrus me enseñó a cuestionarlo todo, me obligó a llamar las cosas por sus nombres: matar, asesinar. Vine para sacudirme la indiferencia y sumergirme en algo apasionante, vine con una actitud cínica, dispuesto a coleccionar experiencias temerarias para darle sentido a mi vida. Vine por culpa de Hemingway, en busca de la hombría, del mito del macho, de una definición de masculinidad, orgulloso de los músculos y la resistencia adquirida en los entrenamientos, dispuesto a probar mi valor, porque en el fondo siempre sospeché que soy cobarde, y a probar mi fortaleza, porque estaba harto de que me traicionaran los sentimientos. Un rito de iniciación tardío. A los 28 años nadie viene a esta perdición.
Los primeros cuatro meses fueron como un juego fatídico, una apuesta constante contra mí mismo, me observaba desde cierta distancia y me juzgaba con ironía, me acosaba el pasado y buscaba los extremos del riesgo, el dolor, el cansancio, el embrutecimiento, y entonces, cuando alcanzaba el límite, no lo podía soportar. Las drogas ayudan. Pero de pronto un día desperté sintiéndome vivo, esencialmente vivo, más vivo de lo que nunca antes había estado, enamorado de esta hoguera que es la existencia. Comprendí que soy muy mortal, una cáscara de huevo, una insignificancia que en un instante se hace polvo y no queda ni el recuerdo. Cuando llegan los nuevos contingentes voy a mirar a los hombres, los examino con cuidado, he desarrollado un sexto sentido para leer las señales, sé quiénes morirán y quiénes tal vez no. Los más valentones y atrevidos morirán primero porque se creen invencibles, a esos los mata la soberbia. Los más asustados morirán también porque se paralizan o se trastornan, disparan a ciegas y pueden darle a un compañero, no conviene tenerlos cerca, traen mala suerte, no los quiero en mi pelotón. Los mejores se mantienen tranquilos, no corren riesgos inútiles, no tratan de ganar ni de llamar la atención, tienen una tremenda voluntad de v¡da. Me gustan los latinos, son callados y hoscos por fuera, como dinamita por dentro, explosivos, mortíferos, no les asusta la muerte. No sólo son bravos, también son buenos camaradas. Trago a puñados las píldoras de anfetaminas, todas juntas, un garrotazo en el estómago, el gusto amargo en la boca, hablo tan rápido que no sé lo que digo, al poco rato no puedo hablar, masco chicle para no mascarme la lengua, después me aturdo de alcohol y somníferos para poder dormir un poco. Sueño con ríos de sangre, mareja das de gasolina en llamas, heridas abiertas, labios de mujer, vulvas, pilas de muertos, cabezas decapitadas, niños ardiendo en napalm, esas repugnantes fotografías que coleccionan los soldados, todo en rojo, sólo rojo.
He aprendido a dormir en fragmentos, cinco o diez minutos cada vez que puedo. tirado en cualquier parte, envuelto en mi poncho de plástico, siempre con los sentidos alerta. Se me ha desarrollado el oído, puedo escuchar las patas de un insecto arrastrándose por la tierra, y se me ha afinado el olfato; puedo oler a los guerrilleros a varios metros de distancia, comen salsa de pescado y cuando están asustados y transpiran el olor se reparte. ¿A qué olemos nosotros? A loción de afeitar, supongo, porque la bebemos como si fuera whisky, tiene cuarenta por ciento de alcohol. Cuando logro dormir un par de horas sin pesadillas quedo como nuevo, pero no siempre se puede. Si no estoy de guardia o en alguna misión, paso la noche en el campamento tiritando bajo un toldo ensopado de lluvia en una tienda fétida a orines, botas, humedad, restos de raciones descompuestas, sudor, escuchando las carreras diligentes de las ratas y las rutinas de los hombres, con mosquitos hasta en la boca. A veces despierto llorando como un imbécil; cómo se reiría de mí Juan José, cuántas veces me llevó a un rincón en el patio de la escuela para que los demás no me vieran llorar, cállate, gringo maricón, los hombres no lloran, me sacudía furioso y, como las amenazas lejos de resolver el problema lo empeoraban, optaba por suplicarme que por favor me callara, por lo que mas quieras, mano, antes que nos agarren a patadas a los dos por mujercitas. Para empezar a funcionar tomo aspirinas con café, frío, por supuesto, me fumo la primera yerba del día y antes de partir me zampo las anfetaminas.
Echo de menos una comida caliente, una ducha, una cerveza helada, estoy harto de estas raciones que nos lanzan desde el aire en paquetes azules y amarillos, frijoles con cochino y ensalada de fruta. Aquí vuelvo a ser como un niño, es una extraña sensación, no hay responsabilidades con uno mismo, no hay interrogantes, sólo obedecer, aunque en verdad me cuesta bastante, sirvo para dar órdenes, pero no para obedecerlas a ciegas, nunca seré un buen militar. Es fácil pasar desapercibido, borrarse como una sombra. A menos que uno cometa una estupidez descomunal los días transcurren uno detrás de otro con la única meta de sobrevivir, esta tremenda maquinaria invencible se hace cargo de todo, los de arriba toman las decisiones y se supone que saben hacerlo, no tengo preocupaciones, puedo desaparecer en las filas, soy igual a los demás, soy un número sin cara, sin pasado y sin futuro. Es como volverse loco, uno flota en un limbo de tiempo eterno y de espacios torcidos, nadie puede pedirme cuenta de nada, basta con cumplir mi trabajo y en lo demás puedo hacer lo que me dé la gana.