La ilusoria tranquilidad de esos meses en el villorrio terminó para Reeves antes de lo previsto. Los primeros síntomas fueron similares a los de una disentería, culpó al agua contaminada y a las extrañas comidas, y se limitó a pedir un medicamento por radio. Le enviaron una caja con varios frascos y una hoja impresa con instrucciones. Empezó a hervir el agua, trató de rechazar las invitaciones sin ser ofensivo y se administró los remedios metódicamente. Por unos días se sintió mejor, pero luego regresó el malestar con mayor fuerza. Pensó que era la resaca del mal anterior y no se preocupó, dispuesto a matar el virus con indiferencia, no era cosa de lloriquear como una vieja, los hombres no se quejan, mano, pero empeoraba a ojos vista, bajó de peso, no podía con sus huesos, le costaba un esfuerzo descomunal levantarse de la cama y fijar la vista en las letras para preparar sus clases o revisar las tareas de sus alumnos. Se quedaba con la tiza en la mano, sin ánimo para mover el brazo, mirando la negra superficie del pizarrón con aire atontado, sin saber que significaban las patas de gallina escritas por él mismo ni qué era ese calor abrasante consumiéndolo por dentro. Is this pencil red? no, this pencil is blue, y no lograba recordar de cuál lápiz se trataba ni a quién le podía importar un cuerno que fuera rojo o azul. En menos de dos meses perdió dieciocho kilos y cuando alguien comentó que se estaba reduciendo de tamaño y poniéndose color de calabaza. replicó con una sonrisa débil que un buen espía debía mimetizarse en el ambiente. Para entonces ya nadie en el pueblo hacía misterio de sus mensajes en clave y él mismo se permitía chistes al respecto. La gente consideraba su presencia como una inevitable consecuencia de la guerra, no se trataba de algo personal, si no era Reeves, sería otro, no había escapatoria. De los incontables extranjeros que habían desfilado por allí, amigos o enemigos, ése era el único con el cual se sentían cómodos, le habían tomado cariño.
A veces aparecía un chiquillo a soplarle al oído que se avecinaba una noche de tormenta y sería conveniente mantener las luces apagadas, cerrar bien las puertas y no salir por ningún motivo. Por lo general el clima no parecía alterado, Reeves atisbaba la herradura lívida de la luna por una rendija de la ventana, escuchaba los gritos de pájaros nocturnos y hacía oídos sordos a otros tráficos en las callejuelas del villorrio. No informaba sobre esos episodios, sus superiores no entenderían que para sobrevivir la gente no podía más que doblegarse ante los más fuertes, de uno y otro lado. Una palabra suya sobre lisas extrañas noches de silenciosas diligencias y una expedición punitiva acabaría con sus amigos y dejaría el pueblo reducido a un montón de chozas calcinadas, tragedia que de ningún modo cambiaría los planes de los guerrilleros. La falta de noticias pareció sospechosa en su batallón y fueron a recogerlo para hacerle algunas preguntas personalmente.
Camino a la base se desmayó en el jeep y al llegar tuvieron que bajarlo entre dos hombres y arrastrarlo hasta una silla a la sombra. Le pasaron un botellón de agua que se bebió entero sin un respiro y enseguida vomitó. Los exámenes de sangre descartaron los males habituales y el médico, temiendo una infección contagiosa, lo mandó por avión directamente a un hospital de Hawai.
La experiencia del hospital fue decisiva para Gregory Reeves, porque tuvo ocasión de pensar en el futuro, lujo que hasta entonces desconocía. Rara vez había dispuesto de tanto tiempo sin actividad, se encontraba en una burbuja flotando en el vacío, las horas se le hacían eternas. En los meses de batalla había afinado los sentidos y ahora, en el relativo silencio de su cama de enfermo, se sobresaltaba cuando un termómetro caía sobre una bandeja metálica o se cerraba una puerta. Le molestaba el olor de comida, le daba náuseas el de medicamentos, y le producía arcadas incontrolables el de una herida. El roce de las sábanas era un suplicio para su piel y la comida sabía a arena en su boca. Lo alimentaron con sueros durante varios días y luego la paciencia de una enfermera, que le daba papillas de recién nacido a cucharadas, le devolvió el apetito. Los primeros días se concentró en sí mismo, los cinco sentidos puestos al servicio de sanarse, pendiente de los altibajos de sus males y las reacciones de su organismo, pero cuando se sintió mejor pudo mirar a su alrededor. Al desintoxicarse de las drogas con las cuales había funcionado desde el comienzo del servicio, se le despejó la neblina de la mente y una despiadada lucidez le permitió verse a sí mismo. Tendido de espaldas, con los ojos clavados en el ventilador del techo, pensaba que le tocó nacer entre los de abajo y hasta ese momento su vida había sido sólo trabajo y escasez. Logró salir del arrabal donde se crió y convertirse en abogado, más de lo obtenido por cualquiera de sus compañeros de infancia, pero no se libró del estigma de la pobreza. Su matrimonio no alivió esa sensación; los melindres y la abulia de su mujer que antes le producían curiosidad, ahora lo molestaban. Timothy Duane decía que el mundo se dividía en abejas reinas destinadas al placer y en obreras cuya misión era mantener a las primeras. La gente como Samantha y Timothy habían recibido todo antes de nacer, eran seres sin preocupaciones, siempre había alguien dispuesto a pagar sus cuentas, si la herencia no bastaba. Malditos sean, mascullaba al compararse con ellos. Juro que le quebraré la mano a la suerte, se repetía, procurando no pensar en que su suerte podría conducirlo al cementerio. No, eso no puede pasar, me quedan menos de dos meses, jamás me enviarán otra vez al frente, se consolaba. Sentía simpatía por los otros pacientes, perdedores, como él, pero le molestaban sus gemidos, sus lentos paseos arrastrando las zapatillas sobre el linóleo, sus mezquindades y miserias. Escuchaba esas mínimas conversaciones y quejas pensando que eran desechables, sólo un número en las listas administrativas, nada importante, bien podí an desaparecer mañana y no quedaría ni rastro de su paso por el mundo.
¿Y yo? ¿Me recordaría alguien? Nadie, no tengo mujer, ni hija que me lloren. tampoco mi madre. ¿Y Carmen? Todavía estará afligida por su hermano, adoraba a Juan José, el único que se mantuvo en contacto cuando los demás la repudiaron. Cuidado otra vez, ahora me estoy poniendo sentimental. La verdad es que me importa un ca–rajo ser recordado, lo que quiero es ser rico, tener poder. Mi padre lo tenía en el mundo de marginales donde se movía, era capaz de hipnotizar a una sala repleta y dejar a la gente convencida de que era el representante de la Suprema Inteligencia; nos hizo creer a todos que conocía los planes y reglamentos del universo, pero igual murió amarrado a una cama echando espumarajos de sangre por la boca y pus por veinte cráteres en la piel. loco de atar. Sé lo que estás murmurando, Cyrus, que sólo cuenta el poder moral. Tú eras buen ejemplo de eso, pero pasaste años encerrado en un ascensor sin aire ni luz, leyendo a hurtadillas y supongo que todavía anda tu ánima escarbando libracos. ¿De qué te sirvió ser tan buen hombre? A mí me diste mucho, no puedo negarlo, pero tú no tenías nada, vivías miserable y solo. Pedro Morales es otro hombre justo. Cuando yo era un chiquillo creía que era poderoso, temía su vozarrón de patriarca y su rostro pétreo de indio con dientes de oro. Pobre Pedro Morales, incapaz de matar una mosca, otra víctima en esta chingada sociedad; dicen que desde la partida de Carmen está acabado, ha envejecido y ahora se le suma la muerte de Juan José. Yo tendré el verdadero poder del dinero y del prestigio, ese que nunca vi en mi barrio, nadie me mirará para abajo ni me levantará la voz. Tu ánima en pena debe estar revolcándose con mi cinismo, Cyrus, trata de entender, el mundo es de los fuertes y ya estoy harto de andar en las filas de los débiles. Basta. Lo primero es curarme, no puedo levantar los brazos para pasarme un peine, me cuesta respirar y siento el cerebro a punto de hervir y eso nada tiene que ver con esta condenada enfermedad, viene de antes, me están consumiendo las alergias. No probaré más las drogas, me están matando, a lo más un poco de marihuana para soportar el día, pero nada de pastillas ni de inyectarme porquerías, debo regresar al mundo de los sanos. No seré otro veterano en silla de ruedas, alcohólico, drogado y vencido, ya hay muchos de ellos. Seré rico, carajo.
Los pensamientos se atropellaban en su mente, cerraba los ojos y veía una espiral de imágenes girando y girando, los abría y en la superficie gris del techo se proyectaban sus recuerdos. Le costaba mu cho dormir, en la noche se quedaba despierto en la oscuridad, luchando por pasar el aire a los pulmones.
Identificaron la infección, le administraron antibióticos y en tres semanas estaba en pie. Había recuperado peso pero nunca más tendría la fortaleza de antes y terminó por comprender que la musculatura nada tenía que ver con la hombría. Se atenuaron los efectos de la alergia, cedió el dolor de cabeza, ya no respiraba a borbotones ni tenía los ojos inyectados en sangre, pero aún se sentía débil y el menor esfuerzo le nublaba la vista. Incrédulo, un día escuchó al médico darlo de alta y recibió órdenes de regresar al frente. No imaginó que volvería a empuñar un arma, esperaba cumplir las semanas de servicio que le faltaban en alguna misión burocrática o de vuelta en la aldea. Lo llevaron a Saigón con dos días de permiso y órdenes terminantes de aprovechar esas cuarenta y ocho horas para acabar de afirmarse en las piernas. Aprovechó esas horas para buscar a Thui, la novia de Juan José Morales. Mediante algunas indagaciones de su amigo Leo Galupi, para quien el mundo carecía de secretos, logró ubicarla por teléfono y se dieron cita en un modesto restaurante. Gregory la esperaba angustiado, no tenía idea de cómo suavizar el golpe para darle la noticia de lo ocurrido.