Hace un calor implacable, el paisaje está seco, no ha llovido desde el comienzo de los tiempos y el mundo parece cubierto de un fino talco rojizo. Una luz inclemente distorsiona el contorno de las cosas, el horizonte se pierde en la polvareda.
Es uno de esos pueblos sin nombre, igual a tantos otros, una calle larga, una cafetería, una solitaria bomba de gasolina, un retén de policía, los mismos míseros comercios y casas de madera, una escuela en cuyo techo flota una bandera desteñida por el sol. Polvo y más polvo. Mis padres han ido al almacén a comprar las provisiones de la semana, Olga ha quedado a cargo de Judy y de mí. Nadie anda por la calle, las persianas están cerradas, la gente espera que refresque para volver a la vida. Mi hermana y Olga dormitan en un banco en el porche de la tienda, aturdidas por el calor, las moscas las acosan, pero ya no se defienden y dejan que les caminen por la cara. En el aire flota un aroma inesperado de azúcar tostada. Grandes lagartijas azules y verdes se asolean inmóviles, pero cuando trato de atraparlas huyen a refugiarse bajo las casas. Estoy descalzo y siento la tierra caliente en la planta de los pies. Juego con Oliver, le tiro una gastada pelota de trapo, me la trae, la lanzo de nuevo, y así me alejo del lugar; doblo una esquina y me encuentro en un callejón estrecho, en parte sombreado por los rústicos aleros de las casas. Veo a dos hombres, uno es rollizo y tiene la piel de un rosado encendido, el otro es de pelo amarillo, visten overoles de trabajo, están sudando, tienen las camisas y los cabellos empapados. El gordo mantiene atrapada a una chiquilla negra, no debe tener más de diez o doce años, con una mano le tapa la boca y con el otro brazo la inmoviliza en el aire, ella patea un poco y luego se queda quieta, tiene los ojos enrojecidos por el esfuerzo de respirar a través de la mano que la amordaza. El otro me da la espalda y forcejea con sus pantalones. Ambos están muy serios, concentrados, tensos, jadeando. Silencio, sólo oigo esos resoplidos ajenos y el latido de mi propio corazón. Oli–ver ha desaparecido, las casas también, sólo quedan ellos suspendidos en el polvo, moviéndose como en cámara lenta, y yo, paralizado. El de pelo amarillo escupe dos veces en su mano y se acerca, separa las piernas de la niña, dos palillos delgados y oscuros que cuelgan inertes, ahora no puedo verla a ella, aplastada entre los cuerpos macizos de los violadores. Quiero escapar, estoy aterrorizado, pero también deseo mirar, sé que está sucediendo algo fundamental y prohibido, soy partícipe de un violento secreto. Se me va el aliento, trato de llamar a mi padre. abro la boca y la voz no me sale, trago fuego, un alarido me llena por dentro y me ahoga. Debo hacer algo, todo está en mis manos, la decisión justa nos salvará a los dos, a la chica negra y a mí, que me estoy muriendo, pero no se me ocurre nada y tampoco puedo hacer ningún gesto, me he vuelto de piedra. En ese instante oigo a lo lejos mi nombre, Greg, Greg y aparece Olga en el callejón. Hay una larga pausa, un minuto eterno en el cual nada sucede, todo está quieto. Entonces vibra el aire con el largo grito, el ronco y terrible grito de Olga y enseguida los ladridos de Oliver y la voz de mi hermana como un chillido de rata, y por fin logro sacar la respiración y empiezo a gritar también, desesperado. Sorprendidos, los hombres sueltan a la chica, que toca el suelo y echa a correr como un conejo despavorido. Nos observan, el de pelo amarillo tiene algo morado en la mano, algo que no parece parte de su propio cuerpo, y trata de introducirlo dentro de los pantalones, por último dan media vuelta y se alejan, no están turbados, se ríen y hacen gestos obscenos, no quieres un poco tú también, puta loca, le gritan a Olga, ven que te lo metemos. En la calle queda la braga de la muchacha. Olga nos agarra de la mano a Judy y a mí, llama al perro y caminamos de prisa; no, corremos hacia el camión. El pueblo ha despertado y la gente nos mira.
El Doctor en Ciencias Divinas estaba resignado a difundir sus ideas entre campesinos incultos y trabajadores pobres que no siempre eran capaces de seguir el hilo de su complicado discurso, sin embargo no le faltaban seguidores. Muy pocos asistían a sus prédicas por fe, la mayoría iba por simple curiosidad, por esos lados eran pocas las diversiones y la llegada del Plan Infinito no pasaba inadvertida. Después de armar el campamento salía a buscar un local. Solía conseguirlo gratis si contaba con algunos conocidos, en caso contrario debía alquilar una sala o acondicionar una bodega o un granero. Como no tenía dinero, entregaba en garantía el collar de perlas con broche de diamantes de Nora, única herencia de su madre, con el compromiso de pagar al final de cada función. Entretanto su mujer almidonaba la pechera y el cuello de la camisa de su marido, planchaba su traje negro, reluciente por el mucho uso, lustraba sus zapatos, cepillaba su sombrero de copa y preparaba los libros, mientras Olga y los niños salían a repartir casa por casa unos volantes impresos invitando al Curso que cambiaría su vida, Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, lo ayudará a alcanzar la dicha y obtener prosperidad.
Olga bañaba a los niños y les ponía sus ropas de domingo y Nora se vestía con su traje azul con cuello de encaje, severo y pasado de moda, pero aún decente. La guerra había cambiado el aspecto de las mujeres, se usaban las faldas estrechas a la rodilla, chaquetas con hombreras, zapatos de plataforma, moños elaborados, sombreros adornados con plumas y velos. Con su vestido monjil Nora semejaba una pulcra abuelita de comienzos de siglo. Olga tampoco seguía la moda, pero en su caso nadie podía acusarla de mojigatería, parecía más bien un papagayo. Por lo demás en esos pueblos ignoraban refinamientos de ese tipo, la existencia transcurría trabajando de sol a sol; los placeres consistían en unos cuantos tragos de alcohol, todavía clandestino en algunos estados, rodeos, cine, un baile de vez en cuando y seguir por la radio los pormenores de la guerra y del béisbol, Por lo mismo cualquier novedad atraía a los curiosos. Charles Reeves debía competir con los Revivals que pregonaban el nuevo despertar del cristianismo, la vuelta a los principios fundamentales de los doce apóstoles y a la letra exacta de la Biblia, evangelistas que recorrían el país con sus carpas, orquestas, fuegos de artificio, gigantescas cruces iluminadas, coros de hermanos y hermanas ataviados como ángeles y bocinas para pregonar a los cuatro vientos el nombre del Nazareno, exhortando a los pecadores a arrepentirse porque Jesús estaba en camino látigo en mano para azotar a los fariseos del templo, y llamando a combatir las doctrinas de Satanás, como la teoría de la evolución, invento maléfico de Darwin. ¡Sacrilegio! ¡El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y no de los monos! ¡Compra un bono por Jesús! ¡¡Aleluya, aleluya.! aullaban los altoparlantes. En las carpas se aglomeraban feligreses en busca de redención y circo, todos cantando, muchos bailando y de vez en cuando alguno contorsionando en los estertores del éxtasis, mientras los baldes de la colecta se llenaban hasta el tope con las dádivas de quienes adquirían boletos para el cielo. Nada tan grandilocuente ofrecía Charles Reeves, pero era mucha su carisma, su poder de convicción y el fuego de su discurso. Imposible ignorarlo. A veces alguien avanzaba hasta la plataforma rogando que lo liberara del dolor o de insoportables remordimientos, entonces Reeves, sin ningún aspaviento de santón, con sencillez pero también con gran autoridad, colocaba sus manos en torno a la cabeza del penitente y se concentraba en aliviarlo. Muchos creían ver chispas en sus palmas y los beneficiados por el tratamiento aseguraban haber sido sacudidos por un corrientazo en el cerebro. A la mayoría del público le bastaba escucharlo una vez para engancharse en el Curso, adquirir sus libros y convertirse en adepto.