Los vecinos los conocían, les habían perdido el miedo y no tenían inconveniente en alimentarlos cuando empezaban a languidecer de hambre. A menudo no se distinguían de los hippies drogados, pero algunos eran inconfundibles y famosos, como un bailarín vestido con malla traslúcida y capa flamígera de arcángel caído, que flotaba silencioso en punta de pies sobresaltando a los pasantes distraídos. Entre los más célebres estaba un infeliz visionario que leía la suerte en unos naipes de su invención y andaba siempre gimiendo por los horrores del mundo. Desesperado ante tanta maldad y codicia, un día no pudo más y se arrancó los ojos con una cuchara en el medio de la vía pública. Lo retiró un ambulancia y poco después estaba de regreso, callado y sonriente porque ya no veía la cruel realidad. Alguien perforó huecos en sus naipes para que pudiera diferenciarlos y continuó adivinando la suerte a los transeúntes, ahora con mayor éxito porque se había convertido en leyenda.
Entre ellos Gregory buscó a su amiga. Se abrió paso en el tumulto y el bullicio de la calle sin verla, se encontraban en época de Navidad y una muchedumbre bullente ocupaba las veredas en los afanes de las últimas compras. Cuando por fin dio con ella, tardó unos segundos en acomodar esa imagen a la que guardaba entre sus recuerdos. Estaba sentada en un banquillo detrás de una mesa portátil donde se exponían sus obras en refulgentes hileras; el pelo le caía en desorden sobre los hombros, llevaba un chaleco de odalisca bordado de arabescos, los brazos cubiertos de pulseras y un extraño vestido oscuro de algodón atado como una túnica a la cintura por una cadena de monedas de plata y cobre. Atendía a una pareja de turistas que seguramente hicieron el viaje desde su granja en el medio este para ver de cerca los espantos de Berkeley que habían atisbado por televisión. No se percató de la presencia de Gregory y él se mantuvo a distancia, observándola disimulado por el trajín de la gente. En esos minutos recordó cuántas cosas había compartido con ella, los calientes sueños de la adolescencia, las ilusiones que ella le había provocado, y creyó amarla desde la época remota en que durmieron en la misma cama, el día de la muerte de su padre. Le pareció muy cambiada, había seguridad y apostura en sus modales, sus rasgos latinos se habían acentuado: los ojos más negros, los gestos ampulosos, la risa más atrevida. Los viajes habían agudizado la intuición de su amiga y la habían hecho más astuta, de ahí su cambio de nombre y de estilo. Para entonces se había acuñado la palabra «étnico» para designar lo proveniente de sitios que nadie podía ubicar en el mapa y ella se la apropió, porque adivinó que en ese medio nadie luciría con orgullo las joyas de una humilde chicana. En su mesa había un letrero anunciando Tamar, joyas étnicas.
Desde el jugar donde se encontraba, Gregory escuchó su charla con los clientes, les decía que era gitana y ellos vacilaban, temiendo que los engañara en la transacción. Hablaba con un ligero acento que antes no tenía. Gregory la sabía incapaz de fingirlo por afectación, pero bien podía haberlo adoptado por travesura, igual como se inventaba un pasado misterioso, más por amor a la broma que por vocación de embustera. Si alguien le hubiera recordado que era la hija repudiada de un par de inmigrantes ilegales de Zacatecas, ella misma se hubiera sorprendido. En sus cartas le contaba la extravagante autobiografía que iba creando en capítulos, como un folletín de televisión, y él le advirtió en más de una ocasión que tuviera cuidado, porque de tanto repetir esas mentiras acabaría creyéndolas. Ahora, al verla a pocos metros de distancia comprendía que Carmen se había transformado en la protagonista de su propia novela y que Tamar calzaba mejor a la pintoresca vendedora de abalorios. En ese instante ella levantó la vista y al verlo se le escapó un grito.
Se abrazaron largo como un par de niños perdidos y finalmente ambos buscaron la boca del otro y se besaron trémulos con la pasión que habían cultivado en años de fantasías secretas. Carmen guardó todo de prisa, plegó su mesa y los dos partieron empujando un carrito de mercado donde iban las cajas con joyas, mirándose con avidez, en busca de un lugar donde hacer el amor.
La urgencia era tal que no se dieron tiempo para hablar de nada, necesitaban tocarse, explorarse y comprobar que el otro era tal cual lo habían imaginado. Ella no quiso compartir a Gregory con Joan y Susan, temió que si iban a su casa el encuentro sería inevitable y por muy discretas que las dos mujeres fueran sería bien difícil eludir su compañía, él pensó lo mismo y sin consultarla la condujo a un motel pobretón sin otra ventaja que la cercanía. Allí se desnudaron atropelladamente y rodaron sobre la cama aturdidos de ansiedad, hambrientos. El primer abrazo fue intenso y violento, se embistieron sin preámbulos en un tumulto de jadeos y sábanas, se agredieron sin darse tregua y después cayeron derrotados en un sopor profundo durante unos minutos.
Carmen despertó primero y se incorporó para observar a ese hombre con quien había crecido y sin embargo ahora le parecía un extraño. Había soñado infinitas veces con él y ahora lo tenía desnudo al alcance de su boca. La guerra lo había tallado a martillazos, estaba más delgado y musculoso, los tendones resaltaban como cuerdas bajo la piel y en una pierna tenía las venas marcadas y azules, resabios del accidente de sus tiempos de peón. Aun dormido estaba tenso. Lo besó con melancolía, había imaginado un encuentro muy diferente, no esa especie de mutua violación, esa batalla descarnada, no habían hecho el amor, sino algo que la dejó con sabor a pecado. Le pareció que él no estaba enteramente allí, su espíritu andaba ausente, no la había abrazado a ella sino a quien sabe cuál fantasma de su pasado o de sus pesadillas, faltó ternura, complicidad, buen humor, no lo oyó murmurar su nombre ni la miró a los ojos. Tampoco ella había estado en su mejor día, pero no supo en qué había fallado, Gregory marcó el ritmo y todo sucedió tan desesperadamente que ella se perdió en una oscura jungla y ahora emergía caliente, húmeda, un poco adolorida y triste.
Los fracasos en el amor no habían destruido su capacidad de ternura. Abierta para recibirlo, se estrelló contra la insospechada resistencia de este amigo a quien había esperado desde la niñez, pero lo atribuyó a las privaciones de la guerra y no perdió la esperanza de encontrar una rendija por donde metérsele en el alma. Se inclinó para besarlo otra vez y él despertó sobresaltado, a la defensiva, pero al reconocerla sonrió y por primera vez pareció relajado. La tomó por los hombros y la atrajo.
— Eres solitario y peleador, como vaquero de película, Greg. — No he montado un caballo en mi vida, Carmen.
No sabía cuán acertado era el diagnóstico de su amiga ni cuán profé–tico. La soledad y la lucha determinaron su destino. Le volvieron en tropel los recuerdos que procuraba mantener a raya, y sintió una profunda amargura, imposible de compartir con nadie, ni siquiera con ella en ese instante de intimidad. Había crecido como la maleza del patio de su casa, sin agua ni jardinero, entre los desvaríos meta–físicos de su padre, los silencios inconmovibles de su madre, el rencor tenaz de su hermana y la violencia del barrio, soportando agresiones por el color de su piel y por las rarezas de su familia, dividido siempre entre los llamados de un corazón sentimental y esa fiebre combativa, esa energía salvaje que le hacía arder la sangre y perder la cabeza. Una parte lo doblegaba ante la compasión y otra lo impulsaba al desenfreno. Vivía atrapado en la perenne indecisión de esas fuerzas opuestas que lo partían en dos mitades irreconciliables, una zarpa desgarrándolo por dentro, separándolo de los demás. Se sentía condenado a la soledad. Acéptalo de una vez y deja de pensar en eso, Gregory, nacemos, vivimos y morimos solos, le había asegurado Cyrus, la vida es confusión y sufrimiento, pero sobre todo es soledad. Hay explicaciones filosóficas. pero si prefieres el cuento del Jardín del Edén, considera que ése es el castigo de la raza humana por haber mordido el fruto del conocimiento. Esa idea le provocaba a Reeves un fogonazo de rebeldía, no había renunciado a la ilusión de su infancia, cuando esperaba que la angustia de estar vivo desapareciera por encanto. En esos años, cuando se escondía en la bodega de su casa preso de un miedo irracional, imaginaba que un día despertaría liberado para siempre de ese dolor sordo al centro de su cuerpo, todo era cuestión de ajustarse a los principios y reglamentos de la decencia. Sin embargo no había sido así. Pasó por los ritos de iniciación y las sucesivas etapas de la ruta hacia la virilidad, se formó solo, con callado aguante, a golpes y porrazos, fiel al mito nacional del individuo independiente, orgulloso y libre. Se consideraba un buen. ciudadano dispuesto a pagar sus impuestos y defender a su patria, pero en alguna parte había una trampa insidiosa y en vez de la supuesta recompensa seguía empantanado. No fue suficiente cumplir y cumplir, la vida era una novia insaciable, exigía siempre más esfuerzo y más coraje. En Vietnam aprendió que para sobrevivir era necesario violar muchas reglas, el mundo no era de los tímidos sino de los audaces, en la vida real le iba mejor al villano que al héroe. No había una resolución moral en la guerra, tampoco había vencedores, todos formaban parte de la misma descomunal derrota. y ahora en la vida civil le parecía que también era así, pero estaba determinado a escapar a esa maldición. Treparé a los Palos superiores de este gallinero, aunque tenga que pasar por encima de mi propia madre, se decía a menudo cuando se afeitaba frente al espejo del baño, a ver si de tanto repetírselo lograba superar la sensación de abatimiento con que se despertaba cada mañana. No estaba dispuesto a hablar de esas cosas con nadie, ni siquiera con Carmen. Sintió en la boca el roce del pelo de ella, aspiró su olor de sirena brava y se abandonó de nuevo a los reclamos del deseo. Vio su cuerpo cimbreante en la penumbra de las cortinas, oyó su risa y sus quejidos, sintió el temblor de sus pezones en las palmas de sus manos y por un instante demasiado breve se creyó redimido de su anatema de solitario, pero enseguida los latidos acelerados de su vientre y el tambor caótico de su corazón terminaron con esa quime ra y se sumergió más y más en el abismo absoluto del placer, el último y más profundo aislamiento.